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No migran, escapan, por Tulio Ramírez



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Jesús Hurtado | febrero 19, 2018

Autor: Tulio Ramírez | @tulioramirezc


Ana se fue del país en el 2011. Para esa época recién había cumplido los 18 años y como muchos jóvenes decidió migrar a Argentina porque la inseguridad le impedía vivir la vida normal que, una joven de esa edad, en cualquier parte del mundo, simplemente vive.

Era la época de Cadivi, o más bien del inicio de su ocaso. Se inscribió en la Universidad de Buenos Aires para estudiar Artes. Los primeros meses transcurrieron sin problemas. La madre enviaba una pequeña remesa a través de una casa de cambio, mientras hacía trámites infructuosos para obtener los dólares preferenciales. El mareo de los funcionarios pidiendo papeles que se vencían por la lentitud del trámite, y que luego se volvían a pedir y se volvían a vencer, hizo que desistiera del intento.

Ana, ante la imposibilidad de que le siguieran costeando sus estudios y ante la inoperancia de Cadivi, se retiró de la universidad y se vio obligada a trabajar. Era la época de lo que llamo la migración opcional. Los muchachos decidían irse libremente, aunque también podían quedarse para llevar a cabo sus proyectos de vida. La situación era preocupante pero no insostenible. Hoy Ana está en Suiza felizmente casada.

Roberto decidió irse a Ecuador en el 2015. Como profesor en la UCV llevaba 12 años y se había formado como un talentoso investigador en el área de Bioquímica. Su doctorado lo había hecho en el exterior gracias a una beca de la universidad. Sin embargo, pese a ser un profesor de alto escalafón, se quejaba porque su salario no le alcanzaba para cubrir los gastos de alquiler, colegio para su hijo y alimentación para el grupo familiar.

En una oportunidad un colega le sugirió aplicar en el Proyecto Prometeo. El gobierno de Rafael Correa lo había diseñado para captar talento en todo el mundo e incorporarlos a las universidades con el fin de desarrollar investigaciones y ayudar a formar a los nacionales. Roberto decidió optar y fue seleccionado.

Se fue con su familia a ganar 4.500 dólares mensuales, dejando atrás los 120 dólares que para el momento percibía en la UCV. Era la época de la diáspora calificada»

La que documentó el doctor Tomás Páez en el célebre libro que coordinó de manera brillante y oportuna. Hoy Roberto sigue en Ecuador ganando 6.000 dólares.

Rosa salió del país hace tres meses rumbo a Colombia. Se marchó con sus tres hijos y un marido convaleciente de un ACV. Su destino: cualquier país que no fuera Venezuela. Llegó a Cúcuta después de una travesía en autobús desde su querida Cumaná. Tres bolsos, dos morrales, una sábana y unos pocos bolívares es su equipaje. Durmieron muchos días en una plaza pública junto a otros compatriotas que no tienen como pagar un hotel de mala muerte.

Se fue huyendo de la miseria, la violencia y la falta de medicinas. Tiene la ilusión de poder asentarse en algún lugar, no importa donde, trabajar y poder levantar sus hijos sin riesgo a que mueran por desnutrición. Es la migración por la supervivencia familiar. Hoy Rosa y su familia están en un albergue y son candidatos a ser deportados de vuelta a Venezuela. No tienen ni pasaporte.

Finalmente, hace una semana se fue Antonio. Es una profesional brillante en el área de la psicología. Posee postgrados y es muy reconocido en su gremio. Desde hace 13 años trabaja en la administración pública con un sueldo ridículo a pesar de sus credenciales. No se fue con su familia, no podía costear la incertidumbre. Tampoco se fue con una oferta de empleo. Renunció a su trabajo porque comprendió que, de seguir en las mismas condiciones, el deterioro de su familia podía llegar al punto de la ocurrencia de una desgracia irreparable.

Antonio se fue con la idea de trabajar en lo que sea. Su norte: poder ganar divisas y enviar al grupo familiar. Entiende que lo que pueda mandar será mucho más en bolívares que lo que hubiese podido aportar con la miseria de sueldo que ganaba. Hoy está en Chile, aseando baños en una discoteca de Santiago y de cuando en cuando, manda 20 dólares a su familia. Estas dos últimas historias corroboran que hoy los venezolanos no están migrando, están escapando.

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