¿Normal o necesario? La vida cotidiana bajo autoritarismo, por Rafael Uzcátegui
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Ante los anuncios y los rumores, los venezolanos ni están escondidos en refugios antiaéreos ni han colmado las calles en las convocatorias oficiales para expresar su nacionalismo. Hay un contraste entre las amenazas y la calma aparente con que la ciudadanía continúa con sus actividades diarias (ir al trabajo, hacer compras, etc.). Sin embargo, desde una perspectiva sociológica, es problemático calificar este comportamiento como «normalidad».
Andrés Cañizález, conocido periodista y profesor universitario, nos invita a reflexionar sobre el comportamiento de los venezolanos frente al despliegue de una inusitada presencia militar de Estados Unidos en el Mar Caribe. En su texto «Esa terca normalidad» expone: «mientras ese ‘algo’ no ha llegado, desde que en agosto comenzó a desplegarse la inusual y significativa presencia naval y militar de Estados Unidos en el sur del Mar Caribe, la vida para los venezolanos ha continuado en su normalidad».
Aunque mi amigo agrega que «normalidad no es sinónimo de bienestar o de necesidades satisfechas», describe cómo lo normal en el estado Lara —nuestro terruño compartido— es estar sin luz varias veces a la semana o que sea un calvario conseguir gas doméstico. No obstante, calificar las estrategias de adaptación como «normalidad» puede generar confusiones y malas interpretaciones, debido a lo gaseoso del término.
Lo que dice la sociología
En ciencias sociales, la «normalidad» es un concepto central porque permite explicar cómo las sociedades definen lo que es aceptable, previsible y ordenado. Y cómo esos entendimientos afectan el comportamiento, la subjetividad y las relaciones de poder.
Dada esta importancia, no existe una sola teoría de la normalidad. Émile Durkheim y Talcott Parsons la desarrollaron como integración y equilibrio, es decir, como fenómenos frecuentes y regulares. Erving Goffman planteó que la normalidad es el resultado de actuaciones sociales: modales, rutinas y estilos de comportamiento que permiten «pasar por normal» en un contexto determinado.
Peter Berger y Thomas Luckmann, en su libro La construcción social de la realidad, sostienen que lo que se percibe como normal es una realidad socialmente creada: un conjunto de significados instituidos que se vuelven «dados por sentado».
Desde el marxismo, Marx y Gramsci —entre otros— la interpretaron como parte de la ideología hegemónica que legitima un orden social, es decir, lo que las clases dominantes logran imponer como sentido común. Más adelante, Michel Foucault la describió como el resultado de prácticas de vigilancia, clasificación y disciplina que producen «sujetos normales».
Finalmente, autores de la sociología cultural como Jeffrey Alexander y Ann Swidler la conceptualizan como parte de los códigos culturales que orientan la acción y dan sentido a la vida de las personas.
Lejos de los debates académicos, la normalidad puede ser entendida como lo natural, permanente e incuestionable. O dicho de otro modo, como una situación que «siempre ha sido así y seguirá siendo así».
Un ejemplo: para un larense, cada 14 de enero ocurre la procesión de la Divina Pastora por Barquisimeto. Es una tradición que siempre ha existido, a la que acudieron sus abuelos y padres, a la que él mismo asiste y espera que también celebren sus hijos y nietos. Es parte de su experiencia de vida y de su identidad como «guaro». No la cuestiona ni desea racionalmente que cambie o desaparezca. La interiorización de lo que se acepta forma parte del propio proceso de construcción social de la normalidad.
Lo que sucede en Venezuela es distinto. Los seres humanos necesitan rutinas que les devuelvan estabilidad y certidumbre. En nuestra realidad, los venezolanos se han ido adaptando pragmáticamente a sus circunstancias: bajando el perfil o simulando para proteger su integridad.
Esto es muy diferente a sugerir que han perdido la esperanza de un cambio posible. Por ello, si una persona de otro planeta pidiera, en una frase, que se le explicara qué está pasando en Venezuela el 25 de noviembre de 2025, responder «hay normalidad» daría una impresión errónea e incompleta. No creo que eso sea lo que Cañizález está planteando, sino más bien la necesidad de usar términos más precisos —o incluso adjetivos— que se presten menos a la confusión. O al sesgo político.
Al respecto, no en balde se ha popularizado el término «normalizador» para describir una teoría de cambio basada en aceptar —o no confrontar— el autoritarismo, esperando un tiempo futuro en el que las condiciones sean más favorables para una hipotética participación electoral.
Aquí, la normalidad se entiende como que el chavismo ha sido, es, y —por lo menos hasta 2030— seguirá siendo el poder que gobierna a los venezolanos. Y esto coincide con el objetivo narrativo del oficialismo: convencernos de que la «revolución» llegó para quedarse.
Adaptación sin resignación
Si bien existe una normalidad aparente —la gente sigue con su rutina, adaptada a la crisis—, esta es una normalidad anómala, fruto de la necesidad y no de una costumbre resignada a perpetuidad. La población ha normalizado ciertos padecimientos en su comportamiento cotidiano, pero no en sus aspiraciones: es decir, se adaptan hoy para sobrevivir, pero anhelan que mañana sea distinto. Por eso, etiquetar esta actitud como «vida normal» puede invisibilizar el carácter extraordinario y precario de la situación, e insinuar erróneamente que los venezolanos han aceptado el statu quo con resignación.
El comportamiento del venezolano promedio refleja, a nuestro juicio, un alto grado de maduración política. No se expone de manera innecesaria, enmascara sus verdaderas opiniones ante desconocidos, pero estaría dispuesto a participar en momentos que perciba como definitorios. Ha aprendido de su experiencia y por su propio discernimiento.
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La repetición de las elecciones regionales en Barinas, en enero de 2022, evidenció que la estrategia clientelar que durante muchos años había sido eficaz para el oficialismo había tocado techo. La gente tomó lo que le ofrecían, pero una nevera o una bolsa de comida había dejado de significar un voto.
Este nivel de conciencia se expresó luego en el referendo consultivo por el Esequibo. Aunque las personas tienen su propia opinión sobre esta demanda histórica, se abstuvieron de participar en la convocatoria. Más adelante, en los sondeos de opinión oficialistas previos a las elecciones presidenciales del 28J, muchas personas simularon su preferencia por Nicolás Maduro, para luego optar por un cambio. Este falso apoyo descolocó a las salas situacionales de Miraflores, que genuinamente esperaban un margen distinto entre los dos principales candidatos.
Este comportamiento, intuitivo y surgido del sentido común, se repite hoy. Más que una normalidad verdadera, lo que vive el país es una rutina forzada por la necesidad, sostenida por la cautela, pero animada —silenciosamente— por la expectativa de un cambio aún posible, de que «algo pase». Y mientras eso suceda, o no, la vida sigue.
Rafael Uzcátegui es sociólogo y codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (Gapac) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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