Nosotros, el gentilicio que nos toca hacer posible otra vez, por Arturo Araujo Martínez
Permítanme aclarar y reafirmar que nosotros nunca fuimos ni somos ni seremos perfectos, en eso nos parecemos a todo el mundo, salvo a los perfectos inexistentes. Tampoco conozco un país o gentilicio que lo fuera.
Fuimos un país pleno que encontró a finales de los 50 del siglo pasado, y encontrará en su momento, la manera de salir de este barranco que transitamos ahora, y al que nos condujo el inmenso error —que lamentablemente algunos repiten— de no saber apreciar las muchas y muy valiosas cosas buenas que nosotros —y no otros— hicimos, que nosotros —y no otros— logramos y que nadie, nadie, nos regaló: construimos instituciones y factores de progreso que no estaban ahí.
Construimos una democracia donde antes había dictaduras corruptas y represivas que se sucedían una tras otra; construimos prosperidad donde había atraso, tanto o más que hoy en día; construimos escuelas, liceos, universidades, centros culturales donde antes había analfabetismo como lo está habiendo hoy; construimos una red de salud pública modélica donde antes lo que se registraba eran niños y ancianos muriendo por falta de atención sanitaria adecuada, nada muy distinto a lo que está ocurriendo ahora.
Sí, nosotros construimos en escasos 40 años de democracia un mejor país. ¡Sí! lo hicimos de manera imperfecta, con desigualdades y carencias, pero también creando oportunidades, recursos y ganas para superarlas. Fuimos nosotros, con trabajo, mucho trabajo, perseverancia y fe en nosotros mismos y en nuestro futuro, los capaces de construir un país mejor, y eso no se logró con mamadera de gallo.
Lo tengo que repetir, ese país, el que surgió a partir de nuestra imperfecta, pero al fin y al cabo democracia, nadie nos lo regaló, ese país próspero y democrático lo construimos nosotros y no otros. Y ese país, y esa democracia y los progresos que trajo para quienes en él vivíamos, se detuvo y se perdió gracias a las élites mediáticas, políticas, empresariales e intelectuales que, viéndose amenazadas en su condición de élites y ante los riesgos de perder los privilegios y estatus que ello comportaba, conspiraron con el golpismo, con el militarismo, con lo que quedaba del pasado en aquel presente que pretendió dar un cambio a más democracia, a más ciudadanía, a menos privilegios a unos pocos, favoreciendo la competitividad y el empoderamiento de la iniciativa privada y transfiriendo mayor poder a la ciudadanía.
Esas élites nunca llegaron a entender correcta y suficientemente qué significa para un país, el que siempre, repito, siempre haya aspectos y oportunidades para mejorar, aunque sólo sea por aquello de que pa’ perfecto papá Dios. Esas élites nunca entendieron que esas oportunidades estaban y están en ser críticos con el presente con visión de futuro. Construir futuro siempre implica asumir riesgos haciendo cosas nuevas y diferentes en el hoy, en aquellas áreas donde así se requiera, para así contar con un mañana mejor.
Esas élites sólo entendieron el hoy y el mañana de aquellos momentos como una amenaza, no como una oportunidad, optando por preservar sus mezquinos y personales intereses, mirando por el espejo retrovisor, añorando su relación con el Estado repartidor de prebendas y privilegios y haciendo todo lo necesario para que el poder del Estado volviera a estar en una figura mesiánica, caudillista, militarista y manejable por ellos. Esa figura que tanto nos perjudicó y que tanto atraso y miseria produjo en el pasado predemocrático, y que habría de volver de la mano de unas élites incapaces de prever los riesgos que ello comportaba.
Su prepotencia les impidió ver los riesgos de esa jugada donde ellos de nuevo serían los ganadores. Los aplausos de pie a quien se convertiría en verdugo de la democracia venezolana y de la mayoría de ellos, resonaron en el auditorio de Fedecámaras en el primer discurso pronunciado por el Atila con banda presidencial.
Los principales medios celebraron en sus primeras páginas o en sus horarios estelares los primeros anuncios del regreso a las políticas del pasado, al dedo que señala qué ha de levantarse y qué ha de caer, a lo que se prefiguraba como el inicio de la destrucción de un país, lo que vino poco después: el fin de la libertad de prensa, y la educación y la cultura como sospechosas de crear valores que amenazaban la reinstauración del L’Etat, c’est moi, ese que habría de venir a los pocos años, con excesos de chabacanería, incultura y vulgaridad, plena de resentimientos políticos y sociales. Que junto con la mayor corrupción de la historia de cualquier país conocido, destruyeron una de las naciones con el futuro más prometedor de América Latina.
Los cambios de un país no ocurren sin el consentimiento, sin la acción, sin el puño y sin la letra de sus élites. Así nos lo documenta la historia. Muchas de aquellas élites que tuvieron una responsabilidad importante en los retrocesos que hoy nos sitúan entre los primeros lugares de lo peor del mundo en todo lo malo, han desaparecido o han dejado de ser élites. Otros que todavía quedan, poco o nada han aprendido de aquello.
Entendemos que asumir la responsabilidad que les toca por haber jugado el rol que jugaron es una carga difícil de llevar. Reconocer ese equívoco requiere de una honestidad y coraje personal poco frecuente. Resulta más fácil librarse de responsabilidades y achacarle la culpa a otros, y preferiblemente «a la ignorancia del pueblo», y a su «falta de cultura», frases mentirosas que obvian la enorme influencia que ejercieron sin ningún pudor empresarios, políticos, intelectuales, televisoras, emisoras de radio y prensa escrita al lavar la imagen del militar golpista y maquillarlo de mesías salvador de un país al que pintaron carente de logros, lleno de miserias, corrupción y desaciertos —lo peor y más dañino para cualquier democracia, incluida la nuestra— y promover la antipolítica, vendiendo un país ausente de partidos y líderes políticos demócratas y capaces de corregir lo que de cierto tuviera lo denunciado, creando por fin un ambiente favorable para que el voto le diera el triunfo a aquel hoy innombrable personaje.
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Después de 24 años totalitarismo absolutista, devenido en régimen militarista y cuyo centro de poder, ya en vida del «comandante eterno», ha sido mudado de Caracas a La Habana, donde todavía se asienta, ha hecho que hoy tengamos un país radical y dramáticamente distinto. No me voy a detener en la descripción de las miserias, desgracias, corrupción y destrucción al que ha sido y continúa sometido nuestro país. Otros lo hacen a diario con abundante documentación e indiscutible veracidad. Mas bien quisiera referirme a las ventanas de oportunidad para cambios de dirección: unas notas en positivo.
i)En Venezuela no hay libertad de prensa que permita que los medios de comunicación social puedan informar sobre la realidad del país y sus miserias. Siendo esta una limitación en casi todos los gobiernos totalitarios, la otra verdad es que no hay forma ni manera de evitar que las personas que viven y emigran de este país, que sufren la miseria, precariedad y corrupción que nos azota, no estén sufriendo este despropósito en carne viva.
ii) Cada vez son más los venezolanos decepcionados y menos los que creen en el régimen y sus líderes y sus promesas.
iii) El descontento y las protestas crecen por todo el país y desde todos los estratos sociales.
iv) Nuevos liderazgos están surgiendo. Nos gusten unos y otros menos, pero están intentando cambiar las cosas y eso en sí mismo abre oportunidades.
v) Las redes sociales son un importante, masivo y poderoso instrumento de información y comunicación que usado inteligentemente pueden compensar la propaganda oficial y cohesionar una fuerza cívica organizada y que actúe cohesionadamente en la dirección de una transición democratizadora.
vi) Las elecciones primarias para elegir un candidato unitario que le dé voz, cara y contenido a la unidad opositora y a un país posible en la próxima contienda electoral a la Presidencia de la República es un hecho esperanzador y alentador. Estos cambios y otros más son la otra cara del daño, son la oportunidad, el terreno de trabajo donde construir futuro, uno que es desafío y a la vez la esperanza que debemos abrazar.
Un régimen totalitario, corrupto, generador de miseria, un país con un aparato productivo disminuido, niños sin maestros ni escuelas, enfermos sin atención médica debida, ancianos sin ninguna protección, son un retorno a un pasado que, aunque haya quien no quieran recordarlo o incluso quienes pretendan negarlo, no es muy distinto al reciente pasado que una vez cambiamos construyendo un país en democracia y en progreso.
Sí, lo hicimos nosotros ¡qué fuerza puede llegar a tener esa palabra, creer en ella! para evitar hundirnos más en nuestras carencias y miserias del hoy. Que necesaria para elevar la mirada y el ánimo y asumir con positiva actitud ese «!Nosotros sí podemos!», ese Yes we can! que hizo posible que fuera electo un presidente afroamericano en un país donde parecía imposible que ocurriera; algo que muy pocos llegaron a imaginar, escasos años antes, que pudiera ser esa realidad que en su momento sorprendió al mundo. Qué necesario creer en nosotros mismo para ser exitosos en cualquier proyecto transformador y de envergadura.
El éxito y reconocimiento que tantos venezolanos están logrando en el exterior, la capacidad de sobrevivencia y solidaridad humana que somos capaces de mostrar dentro y fuera de nuestro país, nos dice que tenemos los recursos humanos para levantarlo de nuevo de los escombros, para sacarlo del ayer, del atraso.
Adicionalmente contamos con abundantes y valiosos recursos naturales para hacerlo. Hay que levantar la cabeza, mirar más allá de los harapos con que nos viste el hoy y vestirnos con la visión de futuro de aquello que queremos llegar a ser. ¡Creamos en nosotros mismos!
Arturo Araujo Martínez es economista, exdocente de Economía de la UCV y empresario en activo. Fue director de Planificación Estratégica de Alimentos Polar; director de Industrias PMC.
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