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Notas sobre el 4-F-1992, por Luis Alberto Buttó



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Opinión TalCual | febrero 10, 2021

Twitter: @luisbutto3


Las interpretaciones en positivo y los argumentos justificativos esgrimidos en torno a la militarada acontecida el 4 de febrero de 1992 (reedición: 27 de noviembre de igual año) son, cuando menos, conceptualmente endebles, políticamente atrabiliarias y éticamente indefendibles. Es así, no solo por los perniciosos impactos generados sobre la sociedad venezolana en las décadas siguientes por la ocurrencia de un hecho de estas características, sino también, y es lo más importante, por lo que en esencia traduce el desarrollo de acciones militares de este tenor.

En términos históricos, el 4-F se inscribió en la larga tradición de protagonismo político adelantado por determinadas facciones radicalizadas incubadas intramuros los cuarteles, desde que la organización castrense venezolana fue organizada e instituida a principios del siglo XX. Obviamente, esta actitud politizada no es atribuible en cualquiera de los momentos históricos en que se manifestó a la totalidad de la fuerza armada. El punto es que los grupos actuantes, en consonancia con esta determinación programática, tuvieron la suficiente influencia para cambiar el curso de la historia nacional a su leal saber y entender. Es decir, la imposición, no el debate, como eje ductor de la sociedad. Mentís al progreso.

*Lea también: 4F: las cuatro traiciones de Hugo Chávez, por Tulio Hernández

El 4-F fue una expresión de la fuerza, la violencia, la abominación de la modernidad, como mecanismo para conquistar el poder, sea que se ejerciera directamente, sea que se ejerciera  a través del tutelaje sobre personeros civiles que se prestaran para tamaño retroceso histórico. Por consiguiente, ninguna similitud hubo en ello con la esencia de la democracia; nada que ver con reconquistarla, nada que ver con salvarla.

A la vuelta de pocos años, el desenlace del 4-F se resumió en la apertura de las compuertas por donde se escapó el ideal democrático.

Fue así porque el 4-F, independientemente de ser un estrepitoso fracaso operativo sobre el terreno, resultó victorioso para sus organizadores y ejecutores en el amplio espacio de la política. Para empujar en esa dirección se conjugaron diversos sectores sociales, sempiternamente dispuestos a demandar, aplaudir, justificar o secundar la intervención militar en política. Fracasos existenciales, rencores del pasado, oportunismo vergonzoso, inconfesables intereses corporativistas, apuesta por la antipolítica. Todo ello confluyó para gestar el núcleo de complicidad que le dio validación a lo que por definición solo debía obtener repudio y condena.

Se argumentó, entonces, que los sublevados de aquellas horas actuaron inspirados en el más sano de los patriotismos, motivados por resolver una crisis social que, desde óptica interesada, se negó podía ser resuelta en democracia. Interpretación falsaria y malintencionada de la realidad del momento. La patraña desplegada alcanzó tal grado de éxito que hoy nadie recuerda los vítores dados a los arrogantemente llamados «ángeles redentores». Como siempre, Pilatos haciendo de las suyas.

Como cualquier otra acción de esta índole, el 4-F expresó acendrado desprecio por la soberanía popular. Los insurgentes, sus apoyadores y adláteres, dejaron en claro que ella nada les importaba, a pesar de ser la base sustantiva de la democracia. Para bien o para mal, la gente había escogido al gobierno en ejercicio y eso debía ser respetado sin disquisición alguna.

Desconocer las opciones asumidas por el pueblo nunca es punto de partida para redimirlo. Por el contrario, puede ser el paso previo para oprimirlo.

Los militares no están para definir la patria sino para defenderla. El 4-F se pretendió invertir los términos de esta ecuación. He allí la forma en que debe ser justipreciado históricamente. Si algo ha enseñado el advenimiento de la modernidad es que los procesos políticos que traen prosperidad son los que se entroncan con la supremacía civil. Recurrir a cualesquiera otras opciones implica saltar al vacío. Nada bueno puede hallarse al asumir tal temeridad.

Luis Alberto Buttó es Doctor en Historia y director del Centro Latinoamericano de Estudios de Seguridad  de la USB.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo
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