¿Y nuestras feministas?, por Fernando Rodríguez
Lo más notable de la noble aprobación del derecho a abortar libremente en los primeros meses de embarazo que se ha dado en la cámara de diputados del parlamento argentino, no es la milimétrica diferencia entre las propuestas antagónicas ni la inacabable discusión habida, sino los millares de ciudadanos, por supuesto mayoritariamente poseedoras de úteros, que no durmieron para apoyar sus posiciones. Y allí sí había una clara mayoría por el derecho de la mujer a su libertad y a imponer una política pública sobre el asunto que daña anualmente a centenares de miles de latinoamericanas, básicamente por practicarse el aborto en condiciones inadecuadas cuando no criminales, en los sectores pobres básicamente, obviamente. Y, directamente trenzado con el aborto, uno de los mayores dramas sociales de la región, los embarazos no deseados y a edades tempranas, que superan el 60% del total.
Esas risas, esos gritos, esos abrazos, esas lágrimas con que se recibió el resultado eran muestras de fervor de la juventud argentina, del futuro de la nación, de su parte más sana y libertaria. Es cierto que aún falta la aprobación del Senado pero ya pocos dudan que pueda burlar ese vigoroso y asertivo movimiento de opinión, por lo demás bastante variopinto políticamente. De consumarse esa nueva política pública Argentina pasaría junto con Cuba, Uruguay, Puerto Rico y Ciudad de México a ser de los países que han llegado frente a ese problema principal a convenientes niveles civilizatorios, por demás expandidos en la mayoría del planeta.
Porque la situación del subcontinente es particularmente triste en lo que a este fenómeno capital se refiere. Hay países, seis, básicamente centroamericanos, donde todavía no se permite en ningún caso el aborto, aun cuando el feto presente deformaciones irreversibles; la salud y hasta la vida e la madre estén en juego; o el embarazo sea producto de una violación. Hay historias escalofriantes al respecto, de una crueldad inaudita. Y además las penas por practicar el aborto pueden igualar crímenes alevosos.
En otros países se aceptan una o más excepciones, esas atinentes a la salud de la madre, la malformación del feto o la violación. En la mayoría solo algunas de ellas. Si algo muestra nuestro subdesarrollo cultural, en este caso manipulado por una religiosidad arcaica y cruel, es nuestra actitud con lo que tiene que ver con la igualdad de los sexos y el respeto a los naturales derechos de las minorías sexuales.
El caso venezolano es patético. Si bien en el ámbito del aborto se permite si hay peligro para la vida de la madre, de allí no solo no se ha movido sino no se habla del asunto, como si fuese cosa de otro planeta, lo que vale también para el matrimonio de homosexuales y similares.
La revolución en que hace cuatro lustros algunas feministas creyeron era el comienzo de ansiadas liberaciones, tuvieron que conformarse con un cáncer lingüístico que supuestamente les permitía visibilizarse por poder llamarse sargenta o concejala.
La revolución mayor en el campo del feminismo lo hizo el doctor Luis Herrera Campins, como lo reconocen amigos y adversarios, por sus reformas del código civil; hombre de misa y comunión infaltables. Y que yo sepa el tema del aborto no entró sino en el plan de gobierno de un único candidato, perdedor por supuesto, Teodoro Petkoff, cuando la negra Argelia, Josefina Jordán, Lolita Aniyar, Mayita Acosta y otras compañeras pusieron a los dirigentes del MAS en correcta formación.
Pero es muy real que es un desierto entre nosotros, como tantos otros, ese campo de ciertos derechos femeninos. Por suerte nuestras damas ya no oyendo la ley sino sus hormonas han ganado enormes espacios para bien de machos y machas. Para bien de la libertad y la dignidad de la especie, el respeto a derechos irrenunciables y para culturizar y humanizar el deseo, eso que mueve la vida decía Segismundo.
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