Odio por odio, por Rafael A. Sanabria M.
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Siempre ha habido grupos enfrentados que se han odiado. Por eso ha resultado más atrayente la invitación: “ámense los unos a los otros”. Yo, por supuesto, creo en tal bienaventuranza cristiana.
Para la inmensa mayoría de venezolanos decir andino, oriental, caraqueño o maracucho es sinónimo de sonrisa y agrado, aunque hay a quienes algunas de estas denominaciones es causa de rechazo y odio. O decir, por ejemplo, negro o rubio, gay o lesbiana, portugués o colombiano, abogado o militar, comunista o nazi, católico o evangélico puede ser desencadenante de emociones negativas en ciertas personas, que deben auto reprimirse porque es la ley, porque la convivencia nos conviene a todos, porque la mayoría de los auténticos venezolanos profesamos la tolerancia como estandarte de vida.
Ese sentimiento negativo, que puede ser la incomprensión, animadversión u odio abierto, ha estado soterrado en nuestras relaciones humanas, reprimido. Exteriorizarlo ha sido mal visto. Últimamente eso se invirtió en el ambiente político venezolano, donde ninguna de las partes de un dúo de odio, lo reprime o siquiera lo censura. Al contrario medran en él.
Ningún proyecto que se plantee, por eficiente que pueda ser, prosperará en un país sumido en el odio. Esto nos ha llevado a la deshumanización y a la venganza, hasta llegar a golpear o asesinar al otro por no pensar igual.
Todos los días repetimos epítetos (escuálido, burro, traidor, culpables, entre muchísimos otros) que nos limitan cuando los decimos, como si nos programáramos por el lenguaje, para persistir en actitudes que nos impiden realizarnos como colectivo. Se convierten en consignas para el fracaso general.
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El odio es de los opositores y de los chavistas. Ambos no se reconocen. Para unos y otros el contrario no tiene virtudes y sí todos los defectos. Se fabulan historias degradantes, mentiras para motivar el desprecio y propagar fácilmente el propio odio. Hacen hostil y áspero el ambiente. Esta situación nos ha hecho indiferentes al dolor ajeno.
El país requiere una renovación espiritual, donde cada uno debe poner de su parte para la reingeniería del tejido social deteriorado de una Venezuela que, por supuesto, es, siempre ha sido, de todos.
Una muestra del bajo nivel de convivencia que tenemos es que la oposición actualmente discute si ejercerán el sufragio en los venideros comicios, y entre ellos, en redes sociales, expresan mucho odio como si eso fuera un argumento. Desde el otro lado se escucha vociferar, a quienes están en el poder, que los opositores no llegarán a ningún escaño. No suman fuerzas para entrar todos, sin mezquindades, por la misma puerta. Todas fanfarronerías que no invitan al diálogo asertivo, sino al pugilato.
Llevamos 20 años de autodestrucción, sumergidos en una embravecida marea de odio entre el oficialismo y sus contrarios. En verdad que estamos en circunstancias muy difíciles, mejor diría dramáticas. Carencias desde los alimentos a las medicinas, a precios inalcanzables. No tenemos lo mínimo material para vivir. Nos sentimos a diario humillados y ofendidos los más afortunados, porque otros cargan el dolor de un familiar asesinado o en la cárcel. En tal situación es fácil ceder a la ley de la selva. Más hay un pueblo ante el que somos responsables y al que debemos proporcionarle una “vida vivible”, un medio habitable, un ambiente acogedor.
En Venezuela estamos sufriendo la destrucción de un aplastante ejército invasor: el del odio, que nos ha hecho cómplices de violaciones de derechos a gente inocente que está en el medio, sin tener culpa de la aversión de los poderosos.
Se oye a gente del común como uno, desacreditando con saña, aunque ellos dicen que tienen el mismo propósito de reconstruir el país. Es una incoherencia de la que son inconscientes.
Más si en vez de utilizar los medios para maltratarse entre coterráneos, se plantearan ideas que coadyuvaran al crecimiento, qué diferente sería el panorama de nuestra Venezuela.
Lo que nos ha salvado del envilecimiento total es nuestro diario ejercicio de las normas de educación y las buenas costumbres. Esa gentileza que nos caracteriza como pueblo, de la que tanto habló José Martí cuando visitó la cuna del Libertador.
Debemos buscar de entendernos, no ya por la ideología sino por las ideas mancomunadas que nos hacen grandes. ¡No propaguemos el odio, apaguémosle! Discutamos con razones y verdad, ¿o es que no tenemos tales argumentos? Con maldiciones, calumnias y vulgaridades no denigramos al contrario sino a nosotros mismos. Subamos al nivel de la convivencia, el del diálogo real e inteligente.
Y, ¡qué la sonrisa vuelva a los labios de los ciudadanos!
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