Oím roma, oím roma, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
¡La química de la vida! La amé desde el primer día, con sus ciclos enredados y sus electrones de ida y de vuelta, a cuyo paso las moléculas se reducían o se oxidaban según los recibieran o los cedieran. «Bioquímica» llamó Carl Neuberg a aquella nueva ciencia, si bien casi 100 años antes Wöhler lograra sintetizar en un tubo de ensayo la urea –la sustancia responsable del característico hedor de los baños de carretera– a partir de un proceso que se creía imposible reproducir en vivo. Pero para los bioquímicos lo era. Cada efluvio del cuerpo, cada vapor exhalado, era reproducible en los laboratorios, como cada una de sus esencias perfectamente formulable a partir de los elementos de la Tabla Periódica de Mendeleiev. Aquel descubrimiento me acompañaría para siempre y a su estudio me entregué como el más «fajado» estudiante desde la adolescencia.
Ninguna fiesta de adolescentes de entonces, caricaturas tropicales de Travolta y la Newton-John, pudo jamás distraerme de mi empeño por entender aquellos fenómenos vitales. Eran los años 70, los de la «Gran Venezuela». Así la llamaron. Paraíso artificial pagado con regalías petroleras que colmó a mi generación de viajes a Orlando en cada fin de semana largo, de suéteres con la estampa de Mickey Mouse y de conciertos de Peter Frampton en el Poliedro a 20 bolívares la entrada.
Tiempo de decadencia que llenó al país de improductivos burócratas enfundados en sus trajes «puyaos» buscando donde ir a echarse los palos los viernes desde el mediodía por los bares de El Silencio, de pretendidos empresarios que vivían del favor y de la protección del Estado y de políticos sin fuste convencidos de que el modelo populista-rentista no estaba del todo agotado y aún podía dar de sí; ¡pobre patria nuestra, viviendo por encima de sus medios y con sus élites irresponsables alicorándose los domingos en las tribunas de La Rinconada, ese Ascot caribeño lleno de sombreros «pelo ´e guama»! Eso éramos y tal parece que eso seguimos siendo, como que ahora no faltan los dispuestos a poner dólares contantes y sonantes para verle el diastema a «Luismi» o celebrar el cumpleaños de «black tie» en la cima de un tepui. Quizás sea ese el pecado que estemos purgando.
«A ver, jovencito, ¿qué acabo de decir yo?», me reprendió el maestro «¡Ponga atención, que lo veo distraído!» Porque el problema era que siempre, en medio de aquel amasijo de fórmulas, de rutas metabólicas y de mágicas termodinámicas, aparecías tú. Siempre tú. Tú, a quien no conocía, pero ya intuía; tú, que quizás aún no nacías y para mí ya eras añoranza y recuerdo. Distraías mis esfuerzos por comprenderlo todo, debilitabas mi voluntad, diluías mis propósitos más firmes. Tú, cuyo nombre ni tan siquiera sabía; tú, la del rostro que se me escapaba cada vez que traté de descubrirlo, como si fuésemos dos enantiómeros – el «levo» y el «dextro»- buscando mirarse, pero sin jamás llegar a encontrarse.
Proseguía aquel buen profesor con la clase del día, disertando sobre ciertos pigmentos orgánicos y sus respectivas estructuras químicas. De la clorofila de las plantas dijo que era la resulta del enlace de cuatro pirroles dispuestos a la manera de una nervada bóveda de crucería gótica en cuya clave se situaba, regio, un ion de magnesio. A tal hecho debían su lorquiano verdor selvas, bloques y florestas. De la animal hemoglobina –de muy similar estructura– dijo que dicho lugar lo ocupaba uno de hierro, responsable del dramático magenta que ha inundado el mundo desde el crimen de Caín hasta los de Ucrania y Nir Oz tiñéndolo todo de rojo, ya sea que lo derramase las venas de un aristócrata o – como cantara Felipe Pinglo Alva – las del último de los plebeyos. Luchaba yo por comprender todo aquello contigo en mente, teniéndote entre ceja y ceja, vencido una vez más por tu idea – y digo tu idea, porque eso eras– complacida en nunca dejarme en paz. «Amor mío, amor mío» te puse a falta de nombre. Era así como te llamabas.
«Veo que sigue usted distraído», me reprendía con justicia el maestro descubriéndome una vez más con la mirada perdida, lejos del «chart» de las rutas metabólicas clavado en plena pizarra. «¿Será que tendré que mandarlo ya mismo para la seccional?». Se refería el maestro a esa pequeña bastilla disciplinante de los antiguos liceos, sede del omnímodo poder del profesorado; temido correccional de mis años escolares al que iba a parar todo estudiante díscolo, contestón, retardado o dado a la «jubilación» en el que se administraban expeditas justicias reglamento en mano, capaces de aterrorizar a la muchachada más cerril con solo mencionarlas.
Yo era consciente de aquello, pero aún así no escarmentaba. Porque tú seguías incrustada en mi pensamiento sin que encontrara yo modo alguno de desalojarte: ni fórmulas bioquímicas, ni cafecitos en Sabana Grande, ni lecturas de Flaubert: tú, tú, siempre tú. La sin nombre, la del rostro velado, la del perenne silencio. «Amor mío, amor mío», te llamaba inútilmente, escribiéndolo una y otra vez en mi cuaderno con la magnífica pluma Parker que mamá me había regalado por cumpleaños.
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El indignado maestro, constatando una vez más la persistencia de mis desvaríos, se acercó a mi pupitre con visible enojo. «Está usted en la Luna, jovencito. ¿Qué tanto escribe que no atiende? A ver, muéstremelo», dijo, señalando al cuaderno. «No», le contesté poniéndome de pie, «no lo haré». Rubicundo de ira, el maestro ripostó: «¿me desafía usted? Le he dicho que me muestre lo que ha escrito», insistió firme. «No, no lo haré», contesté dándole la vuelta a la página recién escrita. El maestro, cumpliendo su reiterada amenaza, me envió castigado a la seccional. Y sobre el pupitre, escrito en densa tinta negra el anverso de una íngrima hoja de cuaderno, quedó aquel nombre que yo te había puesto – «amor mío, amor mío»- y que me apuré a proteger de todas las miradas.
Porque bastaba con saberte aun sin conocerte para necesitar resguardarte y porque exponerte era profanarte a ti, que eras el «amor mío» aunque sin rostro, sin voz y sin nombre.
Mis condiscípulos, solidarios con el condenado a seguro castigo que ahora yo era, no osaron tocar aquel cuaderno. Debo decir que aquel buen maestro tampoco. Mucho después, expiadas mis culpas escolares, me di cuenta de que, en el reverso de aquella página, lo escrito con mi estilográfica en el anverso se habría transparentado hasta hacerse perfectamente legible: «oím roma, oím roma». «Amor mío, amor mío». Amor de entonces, amor de hoy y de lo que quede, por poco o mucho que sea. Así te llamé y así te llamo todavía. Cierto que en aquella química de la vida que me maravilló hace casi medio siglo muchas cosas han cambiado, pero tú no. Tú permaneces.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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