Operación roma o el Reinado de Netflix, por Fernando Rodríguez
El asunto de Roma, el filme de Cuarón, está extrañamente traspasando límites inéditos en cuanto a promoción directa e indirecta. Premios grandes y chiquitos, críticas y noticias a granel, hiperbólicas interpretaciones sobre su carácter iluminador del ser mexicano, polémica sobre su subtitulación en castellano peninsular, portada de Vogue de la estelar criada, vacías y torcidas declaraciones del autor, supuesta polémica planetaria, etc. Por donde uno mira aparece.
Digamos que hay un “plus” en el tema que suena a macro promoción del gigante Netflix que mucho nos dará que hablar en los venideros tiempos, tal es su poder y sus alcances. Lo cual nunca es saludable para ya la muy maltrecha salud del cine mundial, infantilizado y adocenado.
Realmente, lo escribí, Roma es una muy meritoria película. Una estelar fotografía. Una reconstrucción de época estupenda. Una sintaxis narrativa muy peculiar. Una agridulce y fascinante visita a un álbum familiar. Una obra autoral en todo el sentido de la palabra, aquel muy exigente del Cahiers du cinéma de los tiempos de la nouvelle vague. Pero hasta por ahí, también hay más de un exabrupto narrativo (por ejemplo, la irrupción primitiva estilísticamente del abominable y criminal amante en la tienda en que adquieren la cuna para su repudiada criatura, es abominable) o unos tiempos muertos sobrantes. Y sobre todo no hay nada que trascienda, como ha pretendido el autor y algunos delirantes exegetas, la historia de una familia peculiar, hoy incluso y muchísimo más hace medio siglo, en que el trato patrones-criados, es decir el vínculo de clases o racial, sea tan generoso y amoroso y no como se pretende una denuncia de sus crueldades históricas. Por lo tanto toda generalización que, sin duda, le daría mayor trascendencia y agallas conceptuales y estéticas al filme no es verosímil. Es un suspiro nostálgico hermoso, no más. No una obra para el gran panteón del cine.
El operativo publicitario es también curioso. Esta no puede ser una película de grandes públicos. Es excepcionalmente lenta para el ritmo frenético del cine dominante. Es, en esa perspectiva, fastidiosa, ladilla. Lo que se busca es otra cosa por quienes aspiran a reinar en la producción y distribución mundial que ha de venir, que ya prácticamente está aquí, la del demostrar que no todo es masificación y que también absorberán el arte cinematográfico; para muestra Roma, ya tienen el león veneciano y posiblemente tendrán el único Oscar respetable, el de la mejor película extranjera. Y para ello deben asaltar hasta los bastiones menos codiciados de la promoción. Un lujo necesario para consagrar a los nuevos gigantes.
Toda hegemonía es repudiable, de aquí esta nota. Y esta es tan temible que aun el omnipoderoso cine norteamericano de hoy se levantan protestas por tratar de dominar a un tiempo la producción y la exhibición y en una escala sin precedentes. Y, de paso, a lo mejor el peligro de que esta vez sí las nobles y centenarias salas de cine, con grandes pantallas y cotufas, terminen derrotadas por la tv, las tabletas y hasta los teléfonos.