¿Oposición o… Resistencia?, por Alejandro Oropeza G.
“De momento, los combates que necesitamos
no han emergido todavía”.
Michael Walzer. Filósofo político estadounidense.
Es, ciertamente, complejo articular y aplicar estrategias para confrontar a un régimen como el que domina Venezuela en nuestros días. Y ello porque, entre otras razones, ha utilizado los propios medios democráticos para desmantelar el andamiaje institucional y sistémico del país. Ello, coloca nuestra experiencia, dentro de los parámetros que expuso Todorov en su estudio: “Los enemigos íntimos de la democracia”.
Pero, si bien es cierto que se produce un dramático retroceso en el sistema, al punto que bajo ningún respecto puede ser caracterizado o definido como democrático; no lo es menos que ese desplome arrastra en su caída, a buena parte de los elementos que, desde diversas dimensiones caracterizaban la vida cotidiana de la sociedad venezolana.
Corolario de esto es la paradoja, vergonzosa paradoja, que significa que uno de los países con las mayores reservas petroleras del mundo, padezca hoy una generalizada escasez de gasolina y otros combustibles, gracias a la destrucción de la empresa estatal de hidrocarburos Pdvsa.
Por lo que es evidente que se vive un dantesco colapso, el cual alcanza a la totalidad de las variables socioeconómicas, políticas, culturales, etc., que permiten caracterizar la realidad; traducidas en una general ineficiencia, ineficacia y carencia de “eticidad” de las políticas públicas que medianamente son diseñadas e implementadas por el régimen. ¿Consecuencia? El subsecuente desplome de los niveles de gobernabilidad y capacidad de impacto sobre las problemáticas públicas presentes en la muy abultada Agenda Social nacional.
Todo esto desde la perspectiva de análisis que, ubica como objeto del mismo a régimen propiamente dicho, cuya única acción efectiva es la de mantenerse en ejercicio del dominio del poder a toda costa y por cualquier medio.
Otra perspectiva de observación que acompaña a la anterior, es aquella que considera los factores que adversan al régimen y que persiguen como finalidad, desplazarlo del dominio que supone el ejercicio del poder. Esta perspectiva se complejiza en atención a sus medios, estrategias y fines, pues, una amplia gama de posibilidades está a su disposición. Gama de las cuales no pocas han sido puestas en práctica y las que, ciertamente, no han alcanzado la meta fijada, que no es otra que hacerse con el poder e iniciar el camino de restauración del proceso democrático interrumpido, a través de un muy complejo proceso de transición a la democracia.
Una de ellas es la oposición, una segunda la resistencia. Algunos observadores refieren ambas como semejantes en sus medios, estrategias y hasta en sus fines últimos; o bien, las diluyen en un único actuar. Pero, ciertamente pareciera que esto no es así. Veamos algunos puntos que nos permiten diferenciar ambos conceptos. Haciendo la advertencia que bien pueden convivir ambas, unas veces teniendo una de ellas más peso e importancia que la otra, lo que lógicamente varía a lo largo del tiempo en función de las realidades presentes en los contextos políticos y sociales presentes.
En general, la oposición acepta las reglas del juego y, se hace parte del sistema político como un actor legítimo incorporado a él; reconocido por los también actores políticos que detentan (momentáneamente) el ejercicio del poder. Es parte, entonces, del juego político democrático en tanto su existencia, posibilidades y acciones se encuadran dentro de la estructura institucional del sistema vigente.
En este sentido, ¿cuál es su objetivo final? No otro que el de desplazar a quienes ejercen el gobierno y sustituirlos, a través de los medios legítimos estipulados en el ordenamiento legal vigente. Esto significa que su acción política y el discurso político que la acompaña se basa en ese fin; discurso que va, en buena medida dirigido hacia la sociedad, la ciudadanía, en tanto electores que pueden decidir regularmente la alternabilidad de quienes ejercen el gobierno.
Así, su validación y legitimación como, repetimos, actor político, parte de la posibilidad de ser reconocidos por la población electora como representantes de sus anhelos e intereses y por el sistema propiamente dicho. Bien que ese reconocimiento se distribuya entre varias instancias en las que bien puede estar segmentada la oposición que, en oportunidades, se aliará entre sí para alcanzar sus fines: la sustitución de quienes ejercen el poder.
Es decir, la relación entre esa oposición legítima y los apoyos que gestiona por parte de la población, de la ciudadanía, se basa en la confianza. Entendiéndose que la misma, la oposición en su conjunto, es legítima y reconocida por quienes detentan circunstancial y momentáneamente el poder. Regularmente, cuando se habla de oposición lo hacemos en términos de: oposición democrática.
La pregunta que salta a la vista es: ¿Qué pasa cuando esa oposición no es reconocida por el régimen que detenta el poder? Es decir, cuando su acción política y su discurso no es, ante la consideración de la institucionalidad imperante/dominante, legítima.
Acción y discurso, son los dos fundamentos de la política (en términos de Hannah Arendt) e, igualmente, los medios que abren la posibilidad de construir acuerdos en la esfera pública que permitan evolucionar al sistema en su conjunto. Ello supone el reconocimiento de iguales y de diferentes; es decir, la tolerancia y la pluralidad, aspectos que definen a la política.
Si, en el ámbito de lo público (de lo político), la acción y el discurso son restringidos, perseguidos y criminalizados (judicializados), entonces no existe posibilidad de evolución en atención a la construcción de novedosos acuerdos sociales y, la oposición deja de ser legítima. Tiene en este contexto dos vías de acción: o bien, se retira de la arena de la política y espera un momento oportuno que le permita actuar legítimamente; o bien, se organiza para iniciar la resistencia en contra del régimen.
*Lea también: Competitividad, innovación y productividad, por David Somoza Mosquera
Como es lógico esperar, emerge una tercera opción la cual es, que parte de la oposición acepte las condiciones del juego del régimen, confrontando desde adentro, recibiendo los impactos de la persecución con el objetivo de mantener un espacio de acción política ante el propio régimen y, fundamentalmente, ante la sociedad y la ciudadanía misma.
De suyo se infiere que, la resistencia entonces, no es legítima, no está ni puede ser reconocida como instrumento político por parte del régimen vigente, por lo que también (y en mucho mayor medida) es perseguida y criminalizada como enemiga del Estado y, en oportunidades hasta como terrorista (calificativo muy apreciado por el madurismo). Su modus operandi tradicional es la clandestinidad, el ocultamiento su estrategia de operación, la acción eficaz rápida, las victorias simbólicas y materiales sucesivas; todo ello en el seno del ámbito público y con el ánimo de una población interesada (en diversos niveles), que en parte la oculta y protege.
Por tanto, la relación de la resistencia con la sociedad no es de representación como intermediador legítimo de la Agenda Social ante el Estado, no; su relación es de complicidad cercana, en tanto dicha relación no se basa en la confianza exclusivamente, sino en la posibilidad de asociar y asociarse la población a la lucha por acceder al poder, importando poco la legitimidad y sustento legal de esa opción, ya que se considera a la institucionalidad secuestrada por la tiranía que se combate. La oposición legítima representa a la población; la resistencia convoca a esa población, a la lucha.
Pero, al final del camino cabe preguntarse: ¿Qué diferencia fundamentalmente a una oposición democrática de una resistencia? No otra cosa que el fin perseguido. La oposición apunta a, mediante vías legítimas/institucionales, hacerse con el poder y sustituir al gobierno y a los titulares de las estructuras del Estado. Es decir, no pretende la modificación de las estructuras institucionales con las cuales está de acuerdo con ejercer el poder temporalmente y viabilizar pacíficamente, de ser el caso, la emergencia de acuerdos sociales en el ámbito de lo público, que permitan evolucionar al sistema político.
La Resistencia no procura tan solo hacerse con el poder a través de cualquier medio, ya que no acepta la institucionalidad secuestrada y aspira a la modificación de la estructura del Estado a través de una reingeniería institucional que transforme las relaciones de poder y abra el camino hacia una reinstauración de la democracia (si efectivamente ese es el fin) a través de una transición, precisamente, democrática.
Bien, ¿a qué tipo de resistencia nos referimos? Es cierto que la resistencia persigue esos fines, pero, a través de qué medios. Se nos complica el punto pues, podemos encontrar resistencias violentas, las que, de paso sea dicho, muy pocas veces han logrado sus fines de hacerse con el dominio y acceder a la posibilidad de una modificación de las estructuras institucionales; también encontramos resistencias no violentas, entre las cuales destacan, entre otras, los casos del logro de la independencia de la India, liderada por Gandhi; la de la conquista de derechos civiles de los negros norteamericanos, liderada por Martin Luther Jr., y la de Sud África que lleva al fin del Apartheid, liderada por Mandela. Casos, en que el fin se conquista y se hace viable una posibilidad de futuro a través de una concepción/visión de “ira de transición”, concepto analizado por la filósofa norteamericana Martha Nussbaum, en su obra: “La ira y el perdón” y que se basa en una concepción de precisamente, futuro posible.
La tercera vía, es una simbiosis de oposición y resistencia, en donde una parte de los actores resiste los embates violentos del régimen, su persecución en tanto representantes legítimos de una sociedad que le ha entregado la confianza para avanzar en el camino de la restauración y la atención de las problemáticas públicas; por otra, emerge una resistencia que bien puede o no, coordinar sus acciones con aquella oposición sobreviviente y acosada.
También puede suceder, y sucede en muchos casos, que la tiranía logre articular lo que se denomina una oposición a “la medida” que le otorgue una imagen de cierta legitimidad y reconocimiento, sobre todo ante la comunidad internacional que observa.
Regularmente, en estos casos, tenemos: una oposición legítima perseguida y acosada por la violencia del régimen, cuyos niveles de confianza de la población cambian permanentemente; una oposición a “la medida” del tirano, que posee la mayor parte de las veces muy poca confianza de la población, dado el reconocimiento del régimen; y, una resistencia que puede tener o no canales de comunicación y coordinación con la oposición legítima, mas muy pocas veces con aquella “a la medida”.
El discurso político de las tres opciones: oposición legítima; oposición a la medida; y resistencia (en sus dos vertientes: violenta y pacífica) es, como cabe esperar totalmente distinto; al igual que sus acciones las cuales, pueden tener un mayor o menor impacto en tanto posibilidades de interconexión y relación con los grupos de la sociedad que los apoya y/o reconoce. Los fines distintos. Las estrategias disímiles.
Como es de suponer, en nuestra muy vapuleada Tierra de Gracia se registra la existencia de una oposición legítima como actor político, constituida por los partidos que trabajan en la arena de la política (algunos de ellos también ilegalizados), eso sí: perseguidos, acosados, criminalizados y judicializados sin garantía alguna de aplicación de justicia equitativa y sin ninguna posibilidad de ejercer las atribuciones y acciones que estipula la Carta Magna para su representatividad, muchos de ellos integran la Asamblea Nacional electa en 2015, entre otros actores.
Convive paralelamente una oposición reconocida por el régimen, que persigue el fin de viabilizar un cambio de poder a través de medios legítimos y confía en que el régimen abrirá posibilidades de ejercicio democrático libre a través de negociaciones y acuerdos que beneficiarán esta posibilidad. También, se divisa la presencia/emergencia de una resistencia incipiente, no muy bien estructurada u organizada que atiende a sus objetivos y que aparece confusa en su conformación, muchas veces penetrada por la “inteligencia” de los cuerpos de seguridad del Estado, del régimen, que podría paulatinamente hacerse presente en el seno de una sociedad rotundamente impactada por la crisis general que la afecta y que ha abandonado la esfera pública para atender primordialmente la satisfacción de sus necesidades inmediatas.
El que una de estas tres tipologías de actores (al menos los reconocidos acá), logre hacerse con una preeminencia en su acción ante el régimen, reconocida y legitimada ante la sociedad venezolana; y, en su discurso (acción comunicativa), marcará la pauta del futuro que nos toque vivir o padecer muy prontamente y, define las opciones posibles para: sustituir al gobierno e iniciar un proceso de reconstrucción democrática, institucional y social; proceder a una reingeniería institucional que persiga el reacomodo de los factores político institucionales en un “renovado orden político”; o bien, lo que puede resultar en una visión compartida, iniciar un proceso de transición que permita a través de el ejercicio del gobierno, la recuperación de niveles mínimos de gobernabilidad y de eficiencia gubernamental incremental que permita urgentemente atender la muy abultada Agenda Social y adecuar la de gobierno, en medio de las muy limitadas posibilidades que brinda el contexto, y de allí, preparar el camino para una reestructuración sucesiva de las instituciones e iniciar el pasaje hacia el futuro, con una renovada y refrescada visión de Nación.
En fin: ¿Oposición o resistencia? Y, más aún: ¿Qué oposición y qué resistencia?
Miami, FL.