Orígenes del mito Bolívar (1842), por Ángel R. Lombardi Boscán
Twitter: @LOMBARDIBOSCAN
Cuando Simón Bolívar (1783-1830) murió, en 1830, fue considerado el principal enemigo público de los paecistas en Venezuela y de los santanderistas en la Nueva Granada. La noticia de la “muerte del tirano” alegró a los nuevos amos criollos en ambas entidades que consideraron que el proyecto de la Gran Colombia (1819-1830) era un atentado contra los intereses locales de ambas capitales: Caracas y Bogotá.
Ya muertos Bolívar y Sucre (1795-1830) —este último el principal músculo militar del Libertador—, la desbandada del Partido Bolivariano fue algo rápido. A Rafael Urdaneta (1788-1845) lo despacharon como embajador hasta París, que era una manera de apartarlo de la política local sin mayores traumas. A otro valedor de la causa de Bolívar como lo fue O’Leary (1801-1854) lo enviaron al exilio caribeño. Y Manuelita (1797-1856), la amante estelar, terminó sus días en el destierro y en la más grande miseria. Héroes en desgracia que después de muertos serían recuperados por los mismos que, en 1830, celebraron su gran victoria política sobre ellos.
Los asesores y amigos de José Antonio Páez (1790-1873) le recomendaron recuperar a Bolívar como mito fundacional de la nueva nación venezolana.
Para ello, se encargó al mismo Urdaneta de las ceremonias solemnes para repatriar los restos del caraqueño fallecido en la más completa soledad en una playa de Santa Marta, preparando el viaje hasta el destierro europeo. La derrota fue el tramo final del otrora victorioso Bolívar. Ese “arar en el mar” denota un sentimiento de fracaso histórico y político que luego el mito se encargaría de revertir.
«¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir, gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbéciles de siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aquí nada. La muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos, los más sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta muerte!…». (Álvaro Mutis, El último rostro).
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En 1842 los restos del Libertador regresaron hasta Caracas y el traidor se convirtió en héroe supremo.
Las pompas fúnebres del Libertador fueron fastuosas y se imitó todo el teatro de los franceses cuando hicieron lo mismo al trasladar los restos de Napoleón Bonaparte, en 1840, quién había muerto en la isla de Santa Elena en la condición de exiliado y prisionero de los ingleses, que le confirieron la condición de delincuente internacional, el más peligroso de todos. Los destinos de Bonaparte y Bolívar siempre estuvieron atados por un mismo lazo.
Le debemos a Páez, a partir del año 1842, crear la arquitectura y diseño del mito bolivariano y de la identidad histórica de Venezuela alrededor de las hazañas militares y políticas de Simón Bolívar junto a los otros próceres.
Obviamente, el mismo Páez se colocó a la diestra del gran Zeus. Esta operación ideológica de reformulación de los significados sobre nuestros orígenes nacionales suplantó la herencia hispánica, que es en realidad el eje central de lo que somos en términos de una historia real. Lo indígena y africano quedaron como anécdotas. Lo mestizo, junto al criollismo, se exaltó aunque sin mucho entusiasmo. El Bolívar-mito no solo se instauró en Venezuela sino también en Colombia, Ecuador, Panamá y hasta el mismo Perú y Bolivia.
Desde entonces, Simón Bolívar y todo su prestigio sobredimensionado por los Estados, junto a los aparatos de propaganda del poder —entre ellos la historia oficial— sirvió a unas élites torpes y negligentes dentro de la balcanización suramericana, incapaces de atender el progreso social y desdeñando a todo un pueblo señalado como heroico, aunque en la práctica en la condición de vencido y esclavo. El «gloria al bravo pueblo» es todo un estribillo encubridor de la maldad.
Páez y el resto de los caudillos que asaltarían el poder en Venezuela, tanto en los siglos XIX, XX y XXI, siguieron este precepto señalado por Cioran: «En una república, paraíso de la debilidad, el hombre político es un tiranuelo que se somete a las leyes; pero una personalidad fuerte no las respeta, sólo respeta aquellas que ha dictado».
El padre de la patria en un sentido simbólico es Simón Bolívar. Mito compensatorio casi perfecto que se pudo apuntalar en la época dorada del petróleo, cuando el país se contó entre los diez más ricos del mundo. Nos referimos al periodo que comprende el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, hasta los primeros años de la década de los 80. En el Siglo XX, por más de 40 años, los venezolanos pensamos que teníamos a papá Dios tomado de la chiva.
Ahora bien, en un sentido estricto, el padre de la patria venezolana fue José Antonio Páez quien, a partir del año 1826, hizo separar a Venezuela del proyecto de la Gran Colombia (1819-1830).
Le debemos también a Páez el haber colocado los primeros dos hitos fundacionales de la memoria y del espacio. Esto lo hizo a través de la Historia (1841) de Baralt y Díaz y la Geografía de Codazzi (1841).
Desde entonces, la identidad histórica de Venezuela quedó asociada al poder y a Simón Bolívar como su principal valedor. No hay una sola hegemonía política en la historia de Venezuela que no se haya asumido como probolivariana. El culto patriótico bolivariano iniciado por Páez luego fue profundizado por Antonio Guzmán Blanco (1829-1899); Juan Vicente Gómez (1857-1935), Eleazar López Contreras (1883-1973); Medina Angarita (1897-1953); Marcos Pérez Jiménez (1914-2001); el bipartidismo adeco-copeyano (1958-1998) hasta llegar a las actuales exaltaciones del chavismo actual. El mito Bolívar le lava la cara a todas las ejecutorias más torpes de un poder abusivo y pretendidamente eterno.
Los venezolanos del presente no estamos preparados para mirar cara a cara al Bolívar histórico/real porque si lo hiciéramos no lo reconoceríamos.
El Bolívar en el cuál creemos es el Bolívar-dios: un ser mitológico que reúne la suma de todas las virtudes posibles, aunque sean inventadas la mayor parte de ellas. Ver a Bolívar al desnudo es un imposible. Sería quitarnos lo único que nos queda de autoestima nacional. Bolívar es nuestro mito e iglesia; nuestro héroe y tótem; nuestro dios y padre. Es la compensación simbólica de todas nuestras carencias y fracasos históricos como sociedad. ¿Cuánto tiempo faltará para alcanzar la adultez como sociedad?
Ángel Rafael Lombardi Boscán es Historiador. Profesor de la Universidad del Zulia. Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ. Premio Nacional de Historia.
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