Pacíficados y perdonados, por Paulina Gamus
Twitter: @Paugamus
La muerte de Américo Martín ha sido profunda y sinceramente lamentada por los demócratas de este país. Quién nos mire desde afuera sin conocer la idiosincrasia venezolana –la de siempre, la que no ha sido desfigurada por el régimen de odio instalado desde 1999– se preguntará cómo alguien que perteneció a la guerrilla castro-comunista, alguien que quiso provocar la caída de gobiernos electos democráticamente como los de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, alguien que desde esa guerrilla participó en el asesinato de militares y campesinos; pudo lograr –medio siglo después– el reconocimiento y el afecto de gran parte de la sociedad venezolana.
Comencemos por recordar qué fue la Pacificación y como se llegó a ella. En mazo de 1969, a pocos meses de haber tomado posesión de la presidencia de la República, Rafael Caldera le declara al periodista Rubén Chaparro, en la revista Élite: “Para la violencia política creo que ha llegado un momento de madurar, reflexión en la cual, sea cual fuere la mentalidad, la convicción doctrinaria de los participantes, predomine la convicción de que no están en Venezuela dadas las condiciones para que la violencia suplante a la vida legal; para que la acción insurreccional perturbe la voluntad claramente mayoritaria y decisiva de los venezolanos de buscar por cauces pacíficos la solución de sus problemas.
Por eso pienso, que sin menguar en la obligatoria y fundamental defensa de los derechos del país, de la firmeza de la instituciones, de la obligatoriedad de estar alerta contra toda perturbación que pueda alterar la paz pública, es oportuno el momento para abrir cauces sinceros, leales y honorables de pacificación a través de los cuales podamos garantizar a los venezolanos el que la lucha, el conflicto de las ideas y de los sistemas se encausen en forma civilizada y constructiva por los senderos de la paz”.
*Lea también: Américo Martín y la historia venezolana, por Alexander Cambero
Esa decisión de Rafael Caldera no fue caprichosa ni unipartidista, el Pacto de Punto Fijo había dado paso, con la salida de URD, a un acuerdo bipartidista de Acción Democrática y Copei que popularmente se conoció como la “guanábana” (verde por fuera, blanco por dentro). Tampoco fue una capitulación, fue la decisión de los vencedores de dar oportunidad a los vencidos para recapacitar, arrepentirse y deponer las armas y la violencia. De retomar la vía democrática.
Fue así como años después, Américo Martín, Moisés Moleiro, Héctor Pérez Marcano, aquellos jóvenes adecos que se habían rebelado contra la dirigencia de su partido por considerarla obsoleta, de derecha y pro imperialista; por haber excluido a Partido Comunista del Pacto de Punto Fijo y por el rechazo abierto de Rómulo Betancourt a Fidel Castro, un héroe para esa juventud “cabeza caliente” como el mismo Betancourt los llamó, participaron en elecciones democráticas y fueron electos diputados así como lo fueron Teodoro Petkoff, Freddy Muñoz , Pompeyo Márquez, Eloy Torres , Víctor Hugo De Paola y Argelia Laya. militantes del Partido Comunista, luego Movimiento al Socialismo (MAS).
De los hechos más curiosos de aquel retorno a la vía democrática y a la participación como opositores a AD y a COPEI en el Congreso de la República, está la admiración creciente de esos ex guerrilleros por la figura de Rómulo Betancourt.
Quizá haya sido Manuel Caballero, ex comunista, quien haya elevado más la figura de Betancourt al puesto de honor que le corresponde en la historia contemporánea de Venezuela y de América latina, con su obra Rómulo Betancourt, Político de Nación. En cuanto a Moisés Moleiro, una de las inteligencias más lúcidas y uno de los más brillantes oradores en el Parlamento, lograba convocar a la Cámara de Diputados en pleno cuando subía a la tribuna de oradores.
Sus discursos llenos de humor vitriólico eran para echar en cara a adecos y copeyanos, todos sus defectos y vicios. Los aludidos reían por la manera jocosa que tenía Moisés para insultarlos. Pero cada discurso terminaba con un recordatorio de la forma despectiva como lo trató el presidente Betancourt cuando él fue a plantearle sus ideas revolucionarias: “mire jovencito…”. Esa afrenta de Betancourt, el menosprecio, jamás pudo superarlos.
Otro hecho más que curioso, triste, fue que décadas después de la escisión del partido por los jóvenes que formaron el MIR y tomaron las armas contra la democracia, AD atribuía sus fracasos a la pérdida de esa juventud, de esas mentes luminosas. Nunca más pudo ese partido formar un movimiento que convocara a los jóvenes.
A la muerte tan sentida de Américo Martín, como la de Teodoro Petkoff y de otros líderes que fueron guerrilleros pacificados, surge la pregunta: ¿Por qué los perdonamos? ¿Por qué olvidamos sus acciones que causaron muerte y destrucción? Porque todos sumaron al arrepentimiento y rectificación, su compromiso con la libertad, con la democracia, con el respeto a los derechos humanos, con la transparencia el manejo de la cosa pública, con la justicia. En otras palabras: porque todos ellos supieron desde el primer día quién era Hugo Chávez Frías y se opusieron de frente al golpista y a la tragedia in crescendo que ha vivido Venezuela desde febrero de 1999.