Palmeras en la nieve, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
«Quién dirige el aire
Quién rompe las hojas
De aquellas palmeras que lloran»
Pablo Alborán (2015) Palmeras en la nieve
Foto: Gustavo Villasmil-Prieto
No imaginas lo pobre que es la gente de por aquí. Carecen hasta de lo mínimo. Tendrías que ver la escuela, las casas, las calles de estos pueblos. Es increíble. Aquí solo la visión cotidiana del mar consuela: todo lo demás es ruido, aturdimiento, precariedad.
La mañana de domingo me ha regalado un espacio de solaz para rezar un poco y para escribir. ¡Váyase a saber por qué extraño motivo, a la «loca de la casa» –la imaginación, como la llamara la gran Teresa de Ávila– se le ha ocurrido traerte de vuelta a mi memoria! ¿Qué puedes tener tú que ver ya conmigo, con todo esto? ¿A qué viene que te esté yo aquí, echándote de menos? Quizás sea porque vivimos días acuciantes, llenos de angustia.
¿Cuántos años llevo ya en esto? Los voy evocando uno a uno desde aquel diciembre de 1998, estando yo en Barcelona: «Vámonos para Venezuela», les dije a mis compañeros, «aquí lo que viene «es Eneas»». Todavía recuerdo la escena de esa noche en la terraza del Ateneo: el país y su “intelligentsia” rendidos ante el felón del 92. ¿Habías nacido tú entonces?
Llegó el 99 y Venezuela detuvo sus relojes para ponerse a escribir una nueva constitución, ¡la número 26 de nuestra historia! Mira qué cosas: los americanos apenas han tenido una y los ingleses, ¡ninguna! Solo los sufridos haitianos nos superan es ese rubro. La nueva constitución se votó un domingo en el que todos por aquí se ahogaban en barro. Recuerdo al hospital lleno de lesionados y de cadáveres. Se nos dijo entonces que la era estaba «pariendo un corazón», como rezaba aquel otro viejo «hit» radial de los sesenta -el de Silvio Rodríguez- y que, por lo tanto, teníamos que aguantarnos a los desaparecidos, los damnificados y los muertos.
Se me fue la juventud resistiendo todo lo que después vino, ni más ni menos que los mejores años de la vida, los que ya no han de volver. Al menos yo puedo contártelo, pero, ¡cuántos no quedaron en el camino!: Fernando [Albán], sacrificado a manos de sus torturadores, el querido “Chispiao” [José Luis López Noriega], quien jamás pudo regresar de su exilio bogotano; los muchachos del año 14: Bassil Da Costa, Jorge Redman, Génesis, la hermosa valenciana reina de belleza que terminó con una bala en el cráneo, 43 en total. Pienso también en los del año 17: en Juan Pablo Pernalete, el universitario basquetbolista, en Armando Cañizares, el violinista, en Paul Moreno, el estudiante de último año de Medicina a quien graduaron a título póstumo en la ceremonia académica más conmovedora que jamás vi. Fueron 158.
Pero mi memoria viaja más y más atrás. Aparecen las historias de los petroleros sacrificados en la huelga de 2002 y los 19 muertos de Puente Llaguno el 11A junto a la de los agentes de la Policía Metropolitana condenados a pena máxima –hoy olvidados por todos– a quienes miles de personas, yo mismo entre ellas, deben el haber regresado vivos de aquella fatídica marcha.
Veo también pasar delante de mí a los peregrinos del Darién y a los “espaldas mojadas” arrastrados por las aguas del Río Bravo, al que se arrojaron abrazados a sus hijos creyendo que aquel sería su Jordán. Leo y releo con dolor las historias de humildes muchachos nuestros humillados a diario en Santiago, en Quito y en Lima y las de las parturientas venezolanas escarnecidas por aquella alcaldesa de Bogotá cuyo nombre prefiero no mencionar, de verbo tan repugnante como su estampa.
Como pienso también en todo ese otro dolor que ninguna agencia u oenegé contabiliza: el dolor de los ancianos y de los hijos dejados atrás. ¡A cuántos no tocó, en plena pandemia, despedirse del ser querido por video-llamada! El drama de familias rotas, de muchachos nuestros vagando por alguna capital del mundo en procura de un empleo temporal como mesero, «rappi» o lavaplatos, sin más riqueza en la mochila que el enrollado diploma universitario en el que quizás estampé yo mi firma en un día de grado, como aquel en el que te vi tan feliz.
Pienso, en fin, en tantos compatriotas aplastados por el dolor. Pienso en mi país entero lleno de viejos y de niños abandonados y dejados a su suerte, de pedigüeños limpiando parabrisas y haciendo malabares en loa semáforos a cambio de un grasiento billete de a dólar, de amigos entrañables promoviendo «gofoundmis» para pagar la quimioterapia del ser al que más quieren.
Como pienso también en la sociedad de silencios compartidos en la que terminamos convirtiéndonos, en la que callar se elevó a virtud y el «no meterse en peo» a mérito curricular. Pienso y me miro en el espejo, envejecido y con los ojos cansados: ¿cuántos años en esto, mi querida? ¿Veinte? ¿Veinticinco? ¿Cuántos lustros he contado desde aquella mañana en la que justo frente a otro mar–el que baña la rambla cercana al Gótic– leí en la primera página de “La Vanguardia” a grandes titulares: “Ganó Chávez”?
*Lea también: Sobre la democracia en quiebra, por Luis Ernesto Aparicio M.
Desde aquel entonces la vida entera se me ha ido en esta lucha: ¡y mira nada más lo que te estoy dejando! Porque esto no es para ti, no. No puede serlo. Así me lo he jurado. Mi generación no puede legarle a la tuya una republiqueta en la que los poderosos paseen a bordo de sus yates de lujo frente a playas como estas, llenas de niños faenando en el mar que no van a la escuela, una satrapía que en 15 días hace 2000 y pico de presos y 25 muertos como si nada. No me conformo con dejarte en herencia un paisaje en vez de un país.
A estas alturas de la vida, tocará empujar aún más, con todas nuestras fuerzas, mostrándole al mundo la verdad que tenemos en las manos. Habrá que hacer arder «fuegos bajo el agua» como decía el sabio Empédocles y crecer palmeras en la nieve, como en aquella historia de amor de Luz Gabás. Y como no tengo otro regalo mejor que tributarte, te hago aquí una promesa: la de «echar el resto».
Porque no habrá mañana posible para ti sino en libertad.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo