Para leer las alturas de Macchu Picchu, por Fernando Mires
@FernandoMiresOI
Es un poema magno. No lo escribió durante su visita a las ruinas de Macchu Picchu (1943) sino tres años después, pensando en soledad, según confirma su buen biógrafo, Hernán Loyola. Un poema sinfónico convertido por las empresas de turismo en nota de atracción para los eternos visitantes, convencidos que cuando contemplan esas ruinas que no dicen nada – las ruinas, ruinas son- creen inundar sus corazones con historia y poesía. Utilización tan falaz como la de esos políticos que angostaron al gran poema para convertirlo en un panfleto indigenista y social.
Lo que pocos observan: cuando Pablo Neruda escribió sobre las piedras y los muertos milenarios, no lo hizo específicamente sobre Macchu Picchu. Quiero decir, las ruinas de Neruda son las de otra realidad que precede y trasciende al objeto elegido. Macchu Picchu, como todo objeto poético (y onírico) es representación imaginaria y simbólica a la vez. Intra y metafísica representación del ser enfrentado a un pasado infinito y a un futuro infinito, usando ese lenguaje alterado que va más allá del pensamiento y de toda reflexión que es el de la poesía.
En sentido estricto no es solo un poema. Son 12 poemas – o sub-poemas- anudados en un poema. Comienza desde las más bajas bajuras hasta culminar en las más altas alturas para luego descender bajo otras formas al planeta tierra. A fin de facilitar la comprensión literaria y filosófica (sí, filosófica) de Las Alturas me permitiré desglosar cada poema. La numeración es de Neruda:
Sobre el poema l
“El aire, el aire, como una red vacía/ iba yo entre las calles y la atmósfera”/ Versos que delatan desde un comienzo la orfandad del que camina sin conocer el sentido de su existencia. Ese ser vacío, librado a su contingencia, encuentra de pronto signos de otra vida muy lejana a la realidad que lo circunda. Pues de pronto: “Alguien que me esperó entre los violines/ encontró un mundo como una torre enterrada”. Y luego agrega el poeta: “hundí la mano turbulenta y dulce/ en lo más genital de lo terrestre”. Comienza entonces un descenso – solo en la poesía es posible – hacia arriba, hundiendo Neruda la mano en la cimiente, en lo más genital de lo terrestre.
Fue inevitable entonces no recordar una idea de Heidegger: “El final está en los orígenes». En Neruda, un pre-sentimiento. Aquel que nos dice que el ser total viene desde lo más profundo y de ese ser somos portadores todos. De ese encuentro fugaz Pablo regresará pronto, casi ciego (al igual que el otro Pablo, el de Tarso, cuando vio a Cristo) llevando consigo la buena noticia de la revelación: “y como un ciego, regresé al jazmín/ de la gastada primavera. humana”. Después de ese encuentro, Pablo de Chile, como ocurrió al otro Pablo, no volverá a ser el mismo.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: Prólogo.
Sobre el poema ll
Reflexión metafísica transcrita en versos luminosos. Yo no sé si Neruda leyó a Hölderlin o simplemente fue poseído por la intención del poeta alemán, quien cambió la cordura por la locura y a la teología por la poesía, para buscar la esencia de lo divino a través de palabras desfasadas de sus objetos originarios. Hölderlin buscaba, como Neruda después, el alma de la materia. Pero Neruda intentó dar una respuesta provisoria: la verdad vive en las pequeñas cosas. “Y de pronto, entre la ropa y el humo, / sobre la mesa hundida/ como una barajada cantidad, queda el alma: /cuarzo y desvelo, lágrimas en el océano”.
Fue constancia de su poesía buscar la verdad en el pan de cada día, en el ajo, en la cebolla y, en este poema, en las piedras de un imperio muerto. Habiéndola creído encontrarla oculta en Macchu Picchu recuerda lo que él era antes de la búsqueda, cuando no sabía nada de la eternidad: “Cuantas veces en las calles del invierno de la ciudad o en un autobús o un barco en el crepúsculo, o en la soledad más espesa, la de la noche de fiesta, bajo el sonido de sombras y campanas, en la misma gruta del placer humano, me quise detener a buscar la eterna vela insondable que antes toqué en la piedra o en el relámpago que el beso desprendía”.
Quiso detenerse y en lugar de lo que buscaba había encontrado solo una pregunta. “¿Qué era el hombre? ¿En qué parte de su conversación abierta / entre los almacenes de los silbidos, en cuál de sus movimientos / metálicos / vivía lo indestructible, lo imperecedero, la vida?”
Neruda describe, no sé si así lo quiso, la tragedia de la condición humana, la de buscar el más allá desde un más acá que no lo deja escapar, esa imposibilidad de acceder a la eternidad, ese no-saber nada del después de la muerte. Sobre eso ya hablaremos.
Si me pidieran un título para este poema yo lo llamaría así: Búsqueda y Regreso.
Sobre el poema lll
Comienza aquí una larga elegía a la muerte. Un convencimiento de que, aunque nos acercáramos a la inmortalidad como nos anuncia con optimismo Yubal Harari, más aún, aunque fuéramos perpetuos, no alcanzaríamos la eternidad. Nunca seremos dioses: ese es nuestro pecado original. Cuando más, y solo en algunos momentos excepcionales – como el de Neruda escribiendo sus Alturas – podemos llegar a ser un simulacro de la divinidad. Así dijo la gangosa voz del poeta: “El ser como el maíz se desgranaba en el incansable/ granero de los hechos perdidos, de los acontecimientos/ miserables del uno al siete, al ocho/ y no la muerte, sino muchas muertes llegaba a cada uno: cada día una muerte pequeña, polvo, gusano, lámpara”.
Somos los portadores de la muerte en ese funeral llamado vida: “todos desfallecieron esperando su muerte”.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: Elegía a la Muerte.
Sobre el poema lV
Continúa la elegía. Pero ahora nos describe la herida del ser parcial, la del que no logra encontrarse consigo en ese hueco que separa al nacimiento de la muerte. A esa náusea frente al vacío según Sartre; a esa caída en el absurdo, según Camus; a esa desesperación por no ser Dios, según Kierkegard; a esa convivencia atroz y bella con la muerte, según Neruda.
Somos los novios de la muerte, a la que contemplamos desde el vacío, a la que intentamos seducir con amores secundarios, placeres efímeros y palabras vacías. Pero no: imposible. Impertérrita ella aguarda sin esquivarnos la mirada. “La poderosa muerte me invitó muchas veces: /era como la sal invisible de las olas”.
Pregunto: ¿Cómo amar sabiendo que eso que amas se irá, que tal vez ya no existe? ¿Cómo amar lo que desaparece? Neruda corrobora: “No pude amar en cada ser un árbol/ con su pequeño otoño a cuestas (la muerte de mil hojas)/ todas las falsas muertes y las resurrecciones/ sin tierra, sin abismo”. Neruda siente entonces compasión por el hombre que el mismo es, entre las calles y la atmósfera (la imagen la repite por segunda vez), llegando y despidiendo/.
*Lea también: El zarcillo de Manuelita, por Douglas Zabala
La vida como despedida, la tristeza del peregrino sin camino, la del buzo sin mar, la del hombre sin destino. “Y cuando poco a poco el hombre fue negándome/ y fue cerrando paso y puerta para que no tocaran/ mis manos manantiales su inexistencia herida,/ entonces fui por calle y calle y río y río/ y ciudad y ciudad y cama y cama/ y atravesó el desierto mi máscara salobre/ y en las últimas casas humilladas, sin lámpara ni fuego/ sin pan, ni piedra, sin silencio, solo, /rodé muriendo de mi propia muerte”.
Al leer tanta hermosura hasta quienes amamos con fervor a la vida, podríamos llegar a enamorarnos de la muerte. Digo yo.
Si me pidieran un título para este poema yo lo llamaría así: Muerte sin Resurrección.
Sobre el poema V
Neruda siente de pronto otra proximidad, la de las alturas. Tal vez ha comprendido que ese estar-abajo es la condición para mirar hacia arriba. En este muy breve sub-poema, y al parecer, sin grandes pretensiones, el poeta ha dado un vuelco violento sobre sí mismo. Ha descubierto, como si un rayo partiera en dos su tristeza, otra verdad: si es cierto que la muerte vive en la vida, quiere decir también que la vida vive en la muerte, que en la muerte hay vida.
El amor es más fuerte que la muerte, dijo el otro Pablo, el de Tarso. Pablo, el de Chile, podría haber dicho, y con otras palabras lo dijo, que la vida es más fuerte que la muerte. Que todas las muertes son más pequeñas que un átomo de vida. “No eras tú, muerte grave, ave de plumas férreas/ la que el pobre heredero de las habitaciones/ llevaba entre alimentos apresurados, bajo la piel vacía:/ era algo, un pobre pétalo de cuerda exterminada”. La muerte, frente a la vida eterna, es un mísero segundo sin horas.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: La muerte de la muerte.
Sobre el poema Vl
Ha llegado Neruda a las más altas alturas. Desde ahí mira al mundo de los muertos, abajo, y pleno de luces, arriba. Macchu Picchu. Podríamos llamarlo, el cielo de la tierra. “Alta ciudad de piedras escalares, por fin morada del que lo terrestre/ no escondió en las dormidas vestiduras”. O también: “Madre de piedra, espuma de los cóndores/ Alto arrecife de la aurora humana”.
Ha llegado a la casa más alta del hombre. Un lugar, pero además un tiempo, uno en cuyo vientre moran otros tiempos. De acuerdo a nuestra cronología, un pasado, una prehistoria, una fase en el desarrollo de la humanidad. Para Neruda, en cambio, un solo tiempo y ese tiempo no está atrás, ni abajo, sino arriba y alrededor: un tiempo donde vivimos con los vivos y con los muertos, con los que se fueron y con los que volverán. No es el tiempo de la eternidad todavía, pero sí es su anuncio. Y así lo vio el poeta: “mil años de aire, meses, semanas de aire/ de viento azul, de cordillera férrea, que fueron como suaves huracanes de pasos/ lustrando el solitario recinto de la piedra”.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: El eterno retorno.
Sobre el poema Vll
Fue entonces cuando Neruda descubrió a la otra muerte. No a la que yace después de nuestra vida, no la que acaba con piel y huesos, no la que habita debajo de las piedras, sino a la que está ahí, como condición de la vida eterna. Una muerte que no es muerte sino pausa que hace la vida para seguir respirando. Los muertos de Macchu Picchu pasan entonces a ser las cimientes de la vida: “vino la verdadera la más abrasadora/ muerte y desde las rocas taladradas, desde los capiteles escarlata,/ desde los acueductos escalares/ os desplomasteis como en un otoño en una sola muerte.” Esa muerte es la condición de toda vida, la muerte de todos y la muerte de nada, una ciudad de piedra que nace y muere, una ciudad que “como un vaso se levantó en las manos/ de todos, vivos, muertos callados, sostenidos/ de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe/ de pétalos de piedra: la rosa permanente, la morada:/ ese arrecife andino de colonias glaciales”.
A ese arrecife, Agustín de Hipona lo llamó: la Ciudad de Dios
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: La Ciudad Eterna.
Sobre el poema Vlll
Comienza con un canto cuya musicalidad cautivó a Theodorakis “Sube conmigo amor americano/ Besa conmigo las piedras secretas”.
“Sube” es aquí la clave. Subir no es renacer, no es resucitar entre los muertos, no es una transfiguración del ser. Subir significa ser en otra dimensión, en un punto más alto que el nuestro, un subir más allá de las alturas geográficas hacia una altura inimaginable por su infinitud. En las palabras del poeta “Ven a mi propio ser, al alba mía/ hasta las soledades coronadas/ El reino muerto vive todavía”.
¿Por qué dice “el reino muerto vive todavía?” La respuesta es obvia: porque no ha muerto. ¿Y por qué no ha muerto? La respuesta es aún más obvia: porque es eterno. Una conclusión que es, se quiera o no, teológica. La confirman las preguntas formuladas en modo de oración en la mitad del poema. Es un canto a Quién. Leamos los comienzos de cada versículo, perdón, estrofa: “¿Quién apresó el relámpago del frío? ¿Quién va rompiendo sílabas heladas? ¿Quién va cortando párpados florales? ¿Quién precipita los racimos muertos? ¿Quién despeña la rama de los vínculos? ¿Quién otra vez sepulta a los adioses?”.
No son preguntas al aire. Son las del hombre iluminado por el deseo de la verdad eterna. ¿Por qué entonces Neruda no nombró directamente a Dios? Hay tres respuestas posibles: La primera: Razones ideológicas, lo que no es muy plausible pues pese a sus adscripciones políticas, Neruda era un ignorante en materias ideológicas. La segunda es más creíble: Al ser Dios tan grande, es innombrable. Incluso por Neruda. La tercera, y con esa me quedo yo: Porque en las Alturas Dios tiene otro nombre. El Dios de Neruda se llama Quién.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: Quién.
Sobre el poema lX
Aquí me doy por vencido. Este poema es una oración. Más todavía, es una explosión de metáforas e imágenes. Casi nunca, o tal vez nunca, he visto volar tan alto al ave de la poesía. El lector debe leerlo. Lo escrito en este poema no es explicable. Allí está el verso, la forma, el tránsito, el poder de la palabra, la música. Y si puede, amigo lector, léalo en voz alta.
Tengo sí una pregunta a la que no pido respuesta. ¿Por qué de pronto la luz de la vida se sitúa en un hombre, en este caso Neruda, quien más allá de la poesía no sabía de muchas cosas?
Hace algún tiempo leí una novela sobrecogedora: “Nuestra parte de noche” de la escritora argentina Mariana Enríquez. Trata de la triste vida de un medium. Un hombre que nunca eligió ser un medium y lo fue porque simplemente alguien, un Quién, lo eligió como medium. Quizás Neruda era un medium. Quizás el mismo Neruda no sabía lo que revelaba ¿O lo sabía? ¿Por qué tituló a una colección de poemas suyos con el nombre de Plenos Poderes? ¿Sabía acaso Neruda que él tenía poderes que no todos tenemos?
Hipótesis atrevida, dirán muchos. Puede ser. Pero la tarea de pensar obliga a no conformarse con respuestas fáciles.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: Apoteósis.
Sobre el poema X
Comienza así: Piedra en la piedra, ¿el hombre dónde estuvo?/ Aire en el aire, ¿el hombre dónde estuvo?/ Tiempo en el tiempo, ¿el hombre dónde estuvo”?.
La piedra, el aire, el tiempo. Trinidad sobre cuya base Neruda construyó su Macchu Picchu. Tres elementos distintos y un solo hombre, no más. Entre la piedra (el estar aquí), el aire (el estar sobre el aquí) y el tiempo (el estar en el ser de todo) vive el hombre, ese fauno tridimensional nacido para designar al mundo.
Al reencontrarse con las piedras que ocultaron los cuerpos muertos de la historia humana, Neruda, desde su tiempo, nuestro tiempo, lo llama a nacer de nuevo. No los olvidemos, parece decirnos. No son nuestros antepasados, son parte de nosotros así como nosotros somos parte de ellos. Invitémoslo a vivir con nosotros. Derribemos ese muro que nos separa de su cuerpo. “¡Devuélveme el esclavo que enterraste! Sacude de las tierras el pan duro/ del miserable, muéstrame sus vestidos/ del siervo y su ventana./ Dime como durmió cuando vivía./ Dime si fue su sueño ronco, entreabierto como un hoyo negro/ hecho por la fatiga sobre el muro”.
Neruda mira la oscuridad y exige el retorno de la luz de la vida.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: La Piedra, el Aire y el Tiempo.
Sobre el poema Xl
El hombre, el enterrado, el olvidado, vuelve a la vida a través de la poesía. Neruda los convoca a todos. Los llama a nacer con nosotros, convertidos en un solo ser que no solo es de ellos sino también nuestro. Sube a nacer conmigo hermano. Sube, dice, llamándolos desde Las Alturas. Son personas singulares y a la vez somos todos, el mismo espíritu en una sola historia. Desde este mundo Neruda los invita a la fiesta de la vida. Al comienzo no los distingue, la luz es tenue, más bien tiniebla “no veo el ciclo de sus barras/ veo al antiguo ser, servidor, el dormido/ en los campos, veo el cuerpo, mil cuerpos, un hombre/ mil mujeres /bajo la noche negra, negros de lluvias y de noches”.
No obstante, en la medida en que los muertos renacen y suben hacia la luz de las alturas, Neruda comienza a distinguir a unos de otros. Lentamente traba amistad con ellos. Y como si el mismo fuera un sacerdote del incario, comienza a nombrarlos con cariño y respeto. Son sus nuevos amigos, sus hermanos: Juan Cortapiedras, hijo de Wiracocha/ Juan Come Frío, hijo de estrella verde/ Juan Piesdescalzos, nieto de la turquesa/ sube a nacer conmigo hermano”.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así: Sube a nacer conmigo hermano.
Sobre el poema Xll
Neruda inicia su regreso al mundo nuestro de cada día. Luego de cantar por segunda vez “Sube a nacer conmigo hermano”, admite las condiciones de su “residencia en la tierra”. “No volverás del fondo de las rocas./ No volverás del tiempo subterráneo./ No volverá tu voz endurecida./No volverán tus ojos taladrados./ Mírame desde el fondo de la tierra.”
La suya es una despedida, pero no un adiós para siempre. El poeta continuará comunicándose con ellos, sus hermanos del infinito. “A través de la tierra juntas todos/ los silenciosos labios derramados/ y desde el fondo habladme toda esta noche/ como si yo estuviera con vosotros anclado.
Su regreso a la superficie terrestre no será el del soldado vencido. El poeta nos trae nuevas odas, nuevas sangres, miles de voces y muchos cantos de pájaros. Lo vemos ahora caminar por sus conocidos senderos. Lo vemos darse vueltas mirando hacia las alturas, haciendo un gesto de despedida a sus hermanos. Desde aquí, tal vez desde este mismo lugar donde yo escribo, lo escucho gritar sus palabras finales: “Dadme el silencio, el agua, la esperanza./ Dadme la lucha, el hierro, los volcanes./ Apegadme los cuerpos como imanes./ Acudid a mis venas y a mi boca./ Hablad por mis palabras y mi sangre.
Si me pidieran un título para este poema, yo lo llamaría así:Gloria.
DESPUÉS (a modo de epílogo)
Pienso en el Prólogo, en Búsqueda y Regreso, en la Elegía de la Muerte, en la Muerte sin Resurrección, en la muerte de la muerte, en el Eterno Retorno, en la Ciudad Eterna, en Quién, en la Apoteosis, en la piedra, el aire y el tiempo, en “ven a nacer conmigo hermano”, en la Gloria.
Pienso que Neruda no ha muerto. Neruda vive con sus hermanos, en el fondo de la tierra y en las alturas, en la piedra calcinada, en el pan compartido, en el sexo oscuro y abierto de la noche, en los errores del hombre, en sus laberintos y en nuestro propio destino. Pienso en Machu Picchu. Su poesía es cada día más grande y más bella. Quizás el mismo nunca fue consciente de su obra y menos de su legado. Tanto mejor. Al fin y al cabo, en todas sus grandezas y miserias, sigue siendo uno más entre nosotros, y aunque nunca nombró a Dios, puedo decir que, aunque sin reconocerlo, lo vio. Eso lo supe gracias a mis nuevos amigos: Juan Cortapiedras, hijo de Wiracocha/ Juan Come Frío, hijo de estrella verde/ Juan Piesdescalzos, nieto de la turquesa.
Para leer completo Alturas de Macchu Picchu https://www.poemas-del-alma.com/alturas-de-macchu.htm