Para merecer serlo, por Gustavo J. Villasmil Prieto

A los muchachos de la residencia de Medicina Interna del Hospital Universitario de Caracas, en quienes tantas esperanzas tengo cifradas.
A mis colegas muertos durante la pandemia: no hay día en que no los recuerde.
«Buenos días, doctor». La mujer sin edad me saluda invariablemente cada mañana, instalada desde muy temprano al frente de su pequeño puesto de ventas en la esquina que dista apenas unos pocos metros de la entrada del hospital. En su mesita exhibe caramelos, galletas y cajetillas de cigarrillos que vende por unidad junto a un viejo teléfono «vergatario» que alquila a razón de una cierta tarifa por llamada realizada. A su lado, un «thermo» de metal conserva caliente el café negro que también ofrece a su clientela, constituida casi en su totalidad por los exhaustos familiares y acompañantes de los enfermos recluidos en la emergencia que han pasado la noche en vela sentados en la acera, a la espera de noticias.
«Que Dios me lo bendiga y me lo favorezc», exclama a mi paso. No sabe quién soy. No conoce mi nombre. Al brevísimo orgullo con el que su saludo mañanero me llena se impone, tenaz y oportuna, la sensatez de la reflexión: aquella buena mujer no me rinde homenaje a mí sino a la bata blanca que visto y a todo lo que ella representa. Esa es la verdad.
De inmediato vienen a mi espíritu las imágenes patéticas de esa insidiosa degradación de la moral médica de estos tiempos en los que tanta cosa uno ve, desde la banalización del dolor en favor del mercadeo hasta la impiedad más abyecta; tiempos en los que al viejo clínico de cabecera se le ha sustituido por el «influencer» y al cirujano heroico de los quirófanos de antaño por una especie de «coiffeur».
Organizaciones médicas de prestigio como el American College of Physicians lo vienen señalando al denunciar la llamada «impostura médica», esa que tan bien encarnan los que habiéndose titulado un día como médicos, aparentan una competencia que no es tal. Porque los tipos parecen, pero no son. Se le ve por ahí, impecables, a mano siempre la «dernière» en materia tecnológica, atléticos, «producidos». Pero no se les ponga nunca frente a la «candela» del caso crítico, del enfermo complejo o de la presión asistencial cotidiana de nuestros hospitales públicos porque hasta allí llegan, estallando en mil pedazos ante realidades que les superan.
El «cheverismo» médico nacional que aquí denuncio tiene sus códigos. Y hasta su jerga. Es el «marica (o)» y el «wòn» que aturde en los cafetines universitarios, expresión de esa «indigencia lexical» a la que aludiera mi admirada Milagros Socorro. Son las palabrotas y las licencias en el habla con las que se pretende ganar la indulgencia del público, así como también los abusivos extranjerismos y neologismos con los que se nos agobia en conferencias y presentaciones en simposios y congresos médicos. ¡Como si los médicos hispanohablantes no contáramos con ese monumento a nuestra lengua que es el Diccionario de Términos Médicos que en 2011 editara la Real Academia Española de Medicina! Es así como tiene uno que escuchar hablar, por ejemplo, de que se realice un «second look» y no una segunda exploración quirúrgica en un enfermo, se «decale» un régimen de antibióticos o se llame a «abordar» un caso como si se tratara de un barco de piratas. Y cosas por el estilo.
La búsqueda de la verdad entre los médicos hoy pretende ser reducida a la lectura y aplicación acrítica de esos nuevos catecismos que son las llamadas «guías de actuación» y de la literatura «bajada» de la red mediante un algoritmo «booleano» dejado correr en algún motor de búsqueda, como si la única certeza con derecho a ser tenida como tal en medicina fuese la que cabe en área bajo la curva de Gauss. Se abomina de toda fenomenología. Abunda la información, pero escasea la sabiduría. Sobra el dato, pero falta el conocimiento cierto de las cosas por sus principios y por sus causas.
Fastidia, irrita, cansa ya tanta frivolidad médica en estos tiempos «líquidos» en los que nada parece tener consistencia. Abruman también esos autodenominados «líderes de opinión» reunidos en «cumbres» – o «summits», como algunos las llaman– auspiciadas por la industria farmacéutica en las disertan sobre temas en los que quizás nunca hayan hecho aporte original alguno. Como hastía también el famoseo en medios de comunicación y redes sociales de ciertos colegas ansiosos en sacarle siempre algo más a este pobre país nuestro, nunca en retribuirle al menos un poco de lo mucho que les ha dado.
La medicina hipocrática y sus 25 siglos de andadura por el mundo occidental han perdido su antiguo prestigio. El médico de antaño es hoy un tecnólogo del cuerpo. La anamnesis de toda la vida ha sido reducida hoy a un práctico «check list» y la mayéutica socrática que sirviera de base al fecundo y con frecuencia terapéutico diálogo entre el médico y el enfermo, es ahora una pérdida de tiempo.
Pretendidos médicos devenidos en contadores de chistes, guías turísticos, influenciadores, «cheerleaders» y propagandistas apabullan al sanador sabio al que todas las civilizaciones honraron, mientras la medicina va progresivamente abandonando sus antiguos fundamentos religiosos para convertirse en un espectáculo.
«Que Dios me lo bendiga hoy y siempre, doctor». ¿Acaso estoy yo a la altura del cotidiano gesto de esta buena mujer? ¿Lo estamos todos los que por esta calzada a diario transitamos? ¿O es que hemos caído también víctimas del temido «hubris» de los griegos, vendiendo nuestra honra a cambio de los aplausos y de las dádivas del mundo? Hoy en día, personas sin ciencia ni mérito usufructúan del gran logos médico de Occidente y amasan fortunas administrando sueros y bebedizos «ortomoleculares» sin que nadie les ponga reparo.
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A cada rato, en ambulatorios y hospitales, aparecen detestables tiranuelos de bata blanca provistos de alguna autoridad que se muestran tan dóciles ante el poder como implacables con el débil necesitado. ¿Qué estamos haciendo para combatirlos? Levanto la mirada hacia la facultad que me tituló, el colegio profesional que me agremió y la sociedad científica que me asoció; miro esperanzado a mi Academia, guardiana última de ese antiguo fuego sagrado que fuese fragua de nuestros más grandes médicos –un santo entre ellos– y les pregunto: ¿acaso somos siempre merecedores de la inmensa admiración y afecto que nos profesa la gente sencilla de Venezuela? Porque una cosa es graduarse de médico y otra – muy distinta– el merecer serlo.
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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