¿Para qué vivimos?, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
(Alrededor de los libros)
No la recomiendo. No es una gran novela. Ni siquiera es una buena novela. Dicho esto según mi impresión exclusiva, tan exclusiva como la de cada uno de nosotros lo es. Por eso sucede que los críticos literarios – Dios me ha librado de ser uno de ellos – están raramente de acuerdo entre sí, en los juicios que emiten sobre lo que leen. Al final los que se imponen son los de los más prestigiosos, o más conocidos, o más influyentes. Recién, por ejemplo, he leído a un crítico que califica a la novela de Fernando Aramburu, Los Vencejos, como “extraordinaria”. Respeto su opinión. Todo gusto es subjetivo.
El problema es que, en contra de lo que repite el vulgo, sobre gustos hay mucho escrito. El gusto, ya lo dijo Kant, que entre muchas hipótesis también tiene una sobre el gusto, es lo que diferencia a unos de otros, pero al mismo tiempo es una razón. Una razón que nos lleva a preferir, a elegir, a tomar opciones. Más ontológicamente dicho, el gusto es la revelación del ser frente a sí mismo y frente a los demás. Lo que más me gusta define lo que yo soy. Y, definitivamente, Los Vencejos de Fernando Aramburu, en mi radical y personal opinión, no es una buena novela. Incluso, en extensos pasajes es repetitiva, a veces insulsa y hasta vulgar. Con muy pocos instantes que avispen el alma frente a una prosa bien lograda. Y sin embargo, la leí desde el comienzo hasta el final. ¿Como explicar tamaña disonancia?
¿Masoquismo literario? No creo, aunque pese a que no me producía demasiado placer, la leí de pe a pa, completa, sin saltarme una frase. Mi deducción es la siguiente: no es una buena novela pero es interesante. Y lo bueno no es igual a lo interesante. ¿Cuál es la diferencia?
Una buena novela es la que por su trama, por su estilo, por su lírica, o por lo que sea, te impide despegar tus ojos de la lectura. Una novela interesante, en cambio, es la que te ofrece un tema que te preocupa o incumbe, la lees y encuentras reflexiones, las anotas y cada cierto tiempo dejas el libro a un lado y te pones a pensar en algo que te llegó al recuerdo, en una frase o en una imagen asociativa. Y en ese sentido, en mi opinión, para mí, Los Vencejos fue una novela interesante de leer.
Reitero: para mí. Y me atrevería a decir, para todos aquellos que nos hemos preguntado con cierta insistencia acerca del sentido de la vida, sobre el “para qué” de las cosas, sobre el tiempo que a todos nos lleva hacia no sé dónde, sobre la transitoriedad del ser-estar. Y por cierto, en el final de nuestros días.
Lo interesante de la novela es que su personaje, el depresivo Toni, ha puesto fecha al fin de su existencia. Decidido a no vivir más allá de ese día, la novela es el relato de los preparativos premortales que lo conducirán hacia la meta final.
La vida de Toni adquiere frente a la segura muerte una nueva dimensión. La muerte no será más “una posibilidad” y pasará a convertirse en una verdad fáctica. El tan conocido camino heideggeriano, la del ser que avanza hacia su muerte, reaparece como una toma de conciencia radical de la finitud.
La muerte fechada por Toni le cambiará el sentido a las cosas. Lo obligará a repensar sobre lo que tiene valor y sobre lo que se desvanece en el aire.
Después de su decisión de matarse, Toni sabrá que continúa enamorado de su lesbiana y hermosa esposa, descubrirá que siente un aprecio innegable hacia su único y poco inteligente hijo, comenzará a enternecerse frente a la fidelidad de su perra Pepa, e intentará autosatisfacerse, no solo corporalmente, con el amor ficticiamente correspondido de una muñeca de plástico.
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Mediocre profesor de filosofía en una escuela secundaria no lo conmueve nada de lo que pasa en su entorno. A su padre lo recuerda como a un tirano. A su madre como una mujer que quiso pero no pudo vivir. A su hermano y a su cuñada, los desprecia. Solo a un amigo cojo y a una amiga que en lejanos tiempos fue su amor, los frecuenta. En un momento se sentirá como ese “extranjero” que hiciera célebre Albert Camus – lo dice el mismo – arrojado al mundo sin saber el por qué y el para qué.
Las grandes ideas sociales o políticas han dejado de interesarle, las considera simples pretextos para simular pasión sin sentirlas de verdad. Cuando vota, vota a ciegas. Su Credo es el siguiente: “No soy católico, no soy marxista, no soy nada, solo un cuerpo con los días contados como todo el mundo.
Creo en muy pocas personas que me dan gusto y que son cotidianas y visibles. Creo en cosas como el agua y la luz”. Detesta con furia a los nacionalistas de gran y de pequeña nación pululando a lo largo y ancho de España. “ …estoy cansado y hasta aburrido de desempeñar en una película cuyo argumento no me despierta ni me duerme; una película que me parece mal concebida y peor ejecutada” (. …)“Creo que yo solo vivo por la inercia de respirar”.
¿Vale la pena bajo esas condiciones seguir avanzando a lo largo del camino de la vida para llegar a vivir una vejez que lo aterra? No, afirma: “No quiero apestar a orina de anciano, no quiero que me falte el aliento después de subir con dificultad media docena de escalones. No quiero que nadie me tenga que cortar las uñas de los pies porque no las alcanzo con las propias manos, no quiero andar por el mundo como un ser encorvado y temblante que no entiende de nada cuanto sucede a su alrededor. De esos sitios hay que saber marcharse en el momento oportuno”.
Dejo a un lado el libro y pienso.
Nada de lo que dice el personaje de Aramburu parece refutable. Creo que muchos, me incluyo, han tenido pensamientos similares. En términos más claros: estoy de acuerdo con lo que Toni piensa de su vida y de la vida. Hay al fin cierta nobleza al enfrentar la muerte cara a cara, en despojarnos de ese velo de la ingenuidad que nos impide mirar sus ojos frente a frente. ¿No fue lo mismo que pensaba Sócrates antes de beber su vaso de cicuta?
Según una clasificación de Émile Durkheim, en su conocido libro “El Suicidio”, hay cuatro tipos de suicidas: el altruista (el que se sacrifica por la patria, la religión, la utopía y otras creencias similares), el anómico (seres desintegrados interior y exteriormente), el egoísta (quien no piensa en las consecuencias de su muerte) y el fatalista (quien no encuentra razones para seguir viviendo). Tengo la impresión de que el Toni de Aramburu pertenece al último tipo. En un lugar de su texto (siento algunas aprehensiones para llamarlo novela) su personaje dice estar en contra de los suicidas espontáneos. El de Aramburu es un suicida racional. Quiero decir, un hombre que no encuentra razones para vivir.
Vuelvo a dejar el libro un lado.
Busco un argumento para refutar a Toni y por lo mismo debo hurgar en mí. Primero debo afirmar que todo lo que él dice parece ser cierto. Somos intrascendentes, partículas de átomo perdidas en la inmensidad del universo. Objetivamente no valemos nada. Si nos vamos, habrá algunas lágrimas, un dolor en quienes te rodean, y luego, de acuerdo a la segunda ley de la termodinámica, nos disolveremos entrópicamente en el tiempo. Los seres que recordamos, los grandes hombres (genios, artistas, creadores y, sobre todo, villanos), los que han hecho historia, son la excepción. ¿Quién sabe lo que pensaba el bisabuelo, ¿a quién importan los amores e inquietudes de los tatarabuelos? De la mayoría de nosotros nadie se acordará. O muy pocos. Ergo: la vida no tiene sentido, y por lo mismo, tampoco tiene razones.
¿Y los que han sido felices? La respuesta algo budista de Aramburu parece impecable. No existe la felicidad en sí. La felicidad es el resultado de la no-felicidad. Solo son felices quienes tienen la suerte de dejar de ser infelices en algunos momentos. La felicidad viene del sufrimiento.
Incluso, la felicidad máxima que según algunos filósofos (el joven Hegel entre otros) viene del amor, está precedida por un profundo, insondable desamor. Por eso la felicidad del amor no viene del amor sino del vacío que alguien llena con su amor. Luego, la causa del amor no es el amor sino el vacío de amor. Visto así, tiene razón Nietzsche cuando afirmó: “¿Quién te dijo que viniste al mundo para ser feliz?” Si para alcanzar la mayor felicidad del mundo, que suponemos es la del amor (el amor es un invento relativamente moderno) hay que pasar por el infierno del desamor para después sufrir por amor ¿puede ser esa, la causa que amerita la vida? Ni a Toni ni al autor de estas líneas, el argumento del amor parece ser demasiado convincente. Efectivamente, vuelvo a reiterar, la lógica no nos sirve para explicarnos el para qué de la vida.
Vuelvo entonces, ya por tercera vez, a dejar el libro al lado.
¿Y para qué vivimos entonces? Mi respuesta, no tengo otra, es: vivimos para vivir. Lo que quiero decir es que la vida no tiene otra razón que no sea la vida misma. O sea, ¿vivimos para no morir? Eso es imposible. La muerte “es”, la muerte existe, y de algún modo u otro te espera en algún lugar recóndito del camino ¿No sería mejor entonces hacer como hace Toni, aceptarla, despojarla de su carácter sorpresivo, convertirla gracias al uso de nuestra razón en una figura predecible situada en el tiempo, con fecha y lugar determinado?
La muerte pertenece a la vida. Por eso insisto: Vivir para vivir no significa negar la muerte. Ni siquiera significa intentar arrebatarle su triunfo, bien o mal merecido. Vivir para vivir significa, vivir para no morir sabiendo que vas a morir. La muerte, por lo tanto, es un saber agónico. Vivir sabiendo que no vas a vivir es condición de nuestra vida. Vivir sabiendo que vas a morir es también una razón, y esa y no otra es la razón de la vida. Eso no significa que hay razones para vivir. Probablemente significa lo contrario: las razones de la vida son productos de nuestra vida. Esas razones vienen precisamente de la finitud.
Vivir en agonía supone vivir luchando en contra de la muerte durante cada segundo de nuestras vidas. Y precisamente de esos segundos nacen las razones de la vida. O dicho así: primero viene la vida, solo después vienen sus razones. Nunca al revés.
Si no fuera por la muerte de la vida nunca amaríamos nuestra vida. Esta es la paradoja, o si se prefiere, la maldición que una vez cayó sobre los humanos. Solo podemos amar lo que sabemos que vamos a perder o, eventualmente, podemos perder.
Vuelvo a Sócrates. Solo deseamos (amamos) lo que no tenemos, nos dijo el filósofo. Nadie desea (ama) lo que ya tiene. El “no tener” es la condición de la vida. Y ese “no tener”– dijo Sócrates a Alcibíades – no te lo puedo dar porque simplemente no lo tengo.
¿Para qué vivimos? Voy a ser honesto, no lo sé. Pero ese no-saber es también un saber: ese podría ser entonces, si no el, un sentido de la vida: su no-saber. Por cierto, Fernando Aramburu, en su interesante novela no fue tan lejos.
¿Para qué vuelan los vencejos? Esa respuesta no la pueden dar los vencejos. Pero ese no-saber no les impide volar. Los vencejos viven para volar y vuelan para vivir.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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