Paraguaná y los chivitos voladores, por Pablo M. Peñaranda H.
Mail: @ppenarandah
Paraguaná fue siempre un territorio cargado de magia para mí. Escuché los primeros cuentos sobre esa región de boca de Próspero Peraza, uno de los primeros telegrafista que llegaron a Santa Ana y que vivió la hambruna del año 1912 con sus dantescas escenas.
Sus narraciones se referían también a una época de bonanza con la exportación de la boñiga y guano a Europa. En todo caso fue el fotógrafo y arquitecto Félix Molina oriundo de Paraguaná, quien permitió a mi familia tener en El Supí un acogedor lugar, un paraíso para el disfrute del mar en medio de una naturaleza exuberante con sus médanos y sus característicos mangles sometidos por la implacable brisa.
Félix tenía una particular manera de invitarte y de medir el tiempo para el viaje de Caracas a El Supí.
«Son dos sinfonías de Beethoven, una de Cesar Franck y El Pájaro de Fuego de Stravinsky hasta Coro» y ciertamente con los últimos acordes del Pájaro De Fuego entrábamos al estacionamiento de la parada obligatoria: el restaurante Balalaika, donde preparaban un excelente Chivo en salsa.
De la ciudad de Coro a El Supí la democracia musical aparecía y en esos 40 minutos restantes nos dedicábamos a escuchar y comentar boleros, uno en particular: Bravo, en la versión de Celia Cruz y de La Lupe.
Ocurre que en uno de esos viajes en mi propio vehículo, quedé con el compromiso de traer a Caracas a la hija de una pareja de amigos muy queridos que se encontraba en el caserío Buchuaco, muy cerca de El Supí en trayecto hacia Coro. La joven vivaz e inteligente tenía la cabellera llena de rizos que le daban cierta semejanza con los mangles de la región.
Lo cierto es que para matar el tiempo y sin la participación de la joven, comenzamos a conversar sobre la fuerte brisa de la zona y de repente nos vimos hablando de los chivitos que los camiones atropellan y que el sol inclemente y las sucesivas ruedas sobre el cuero terminaban por convertirlos en unos discos tan aplastados, que la fuerte brisa lograba levantarlas y que una y otra vez podíamos verlos moverse en el cielo como un cometa.
Aquel invento tan absurdo le produjo tanta risa a la joven que nos contagió a todos y para mantener la chercha cada uno de los pasajeros de tiempo en tiempo veía un chivito volador surcando el firmamento. Así, sin los conciertos de Beethoven ni César Franck ni Stravinsky llegamos felices a Caracas.
Esta era la historia que deseaba contar.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en Sicología y profesor titular de la UCV
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