Participar para resistir, no para legitimar. La abstención fortalece al autoritarismo

Autor: José Rafael López P.
Los defensores del abstencionismo insisten, de forma reduccionista y equivocada, en que participar en las elecciones del próximo 25 de mayo sería un acto inútil. Sostienen que acudir a las urnas solo serviría para legitimar el fraude consumado el pasado 28 de julio y convertirnos en cómplices de crímenes gravísimos contra la Nación. Afirman que votar sería una traición imperdonable a la memoria de nuestros mártires, a los presos políticos, y a todos aquellos que han pagado con su libertad –y en no pocos casos con su vida– el atrevimiento de soñar con una Venezuela libre.
Esta visión maniquea, además de basarse en premisas falsas y moralmente perversas, desconoce una verdad histórica ineludible: la abstención jamás ha debilitado al régimen, y mucho menos ha logrado frenarlo. Por el contrario, ha contribuido al cierre progresivo de los escasos espacios democráticos y ha facilitado el avance del proyecto autoritario.
Más paradójico aún, los abstencionistas denuncian con razón el carácter autoritario del sistema, pero inexplicablemente centran su discurso en la falta de condiciones y en la ausencia de legalidad, como si estuviéramos en una democracia plena, con separación de poderes, garantías ciudadanas y respeto al Estado de Derecho. Saben bien que no es así.
Venezuela está desgobernada por un régimen autoritario-militarizado que se sostiene no por la voluntad popular, sino por el control férreo de las bayonetas.
Un régimen donde las leyes no son normas de convivencia, sino instrumentos de sometimiento, redactadas, reinterpretadas y aplicadas por y para una logia cívico-militar de impronta fascista. Las instituciones «autónomas» son meros apéndices del Ejecutivo. En dictadura, participar en una elección no significa elegir en libertad: significa disputar terreno dentro de un tablero amañado, navegar con lucidez en los estrechos márgenes que permite el poder, con el propósito estratégico de erosionar su hegemonía y abrir grietas en su andamiaje.
Saben perfectamente que eso no existe. Venezuela es desgobernada por un régimen autoritario militarizado, donde el poder se sostiene no por la voluntad del pueblo, sino por la fuerza de las bayonetas. Un régimen en el que las leyes son herramientas de dominación, redactadas, aplicadas y manipuladas al servicio de una logia cívico-militar de impronta fascista. Las instituciones «autónomas» no son otra cosa que brazos ejecutores del Ejecutivo. Participar en una elección bajo dictadura no equivale a elegir libremente: es disputar espacios dentro del campo minado del autoritarismo, navegar –consciente y estratégicamente– en los márgenes que deja el poder, con la mira puesta en romper su hegemonía.
La verdadera disyuntiva no es simplemente votar o no votar, sino preguntarse: ¿es políticamente útil y estratégicamente sensato participar? Quienes apostamos por la participación afirmamos que el voto –incluso en condiciones profundamente desiguales– sigue siendo una herramienta de lucha.
Permite acumular fuerza social, hacer visibles a las mayorías silenciadas, abrir fisuras en el bloque de poder, desgastar progresivamente al proyecto autoritario y reactivar el espíritu de lucha y la esperanza colectiva.
Este dilema no es nuevo. A lo largo de la historia, diversos pueblos que han enfrentado regímenes autoritarios se han visto ante la misma disyuntiva. Basta con recordar casos emblemáticos: Polonia en 1989, todavía bajo el yugo soviético; Sudáfrica en 1994, saliendo del apartheid; o Chile a fines de los años 80, aún bajo dictadura militar. En todos estos escenarios, las fuerzas democráticas –con líderes como Lech Wałęsa, Nelson Mandela, Patricio Aylwin o Ricardo Lagos– decidieron participar en elecciones sin garantías plenas. Lo hicieron no por ingenuidad, sino como una forma de disputar espacios, visibilizar su causa y construir estructuras de resistencia desde adentro.
Con el tiempo, esa apuesta se reveló certera: la participación electoral, incluso bajo condiciones profundamente desiguales–-como ocurrió en Venezuela el pasado 28 de julio–, puede convertirse en un arma política poderosa para debilitar al bloque hegemónico, acumular fuerza social y abrir grietas en el andamiaje autoritario.
Ante la falta de argumentos, el abstencionismo se refugia en el mesianismo de María Corina Machado y adopta un lenguaje estigmatizador que recuerda peligrosamente al chaveco-madurismo: descalifican a quienes defendemos la ruta electoral llamándonos traidores, opositores funcionales, bates quebrados, bicharracos o alacranes. Más allá de ese hiperliderazgo tóxico y la burbuja de delirios en la que habitan, los abstencionistas han sido absolutamente incapaces de articular una estrategia viable, democrática y autónoma para derrotar al proyecto autoritario. Su accionar se limita a la aclamación genuflexa de las sanciones impuestas por Mr. Trump y a la espera estéril de una fantasía decadente: una intervención extranjera multinacional que jamás llegará.
Más recientemente, han abrazado la narrativa de que el autoritarismo cívico-militar puede ser desmontado mediante supuestas «operaciones de extracción», asumiendo con candidez –o cinismo– que el «arresto» de figuras clave como Maduro o sus colaboradores más inmediatos bastaría para derribar todo el andamiaje represivo. Esta postura no solo es estratégicamente infantil, sino que ignora deliberadamente la compleja maquinaria represiva que sostiene al chaveco-madurismo, y subestima de forma peligrosa los desafíos estructurales que implica una transición democrática real. Es difícil encontrar parangón a la descomunal ceguera estratégica, envuelta en una arrogancia moral, que caracteriza a quienes renuncian a la ruta electoral.
Participar en la elección del 25/5 no es solo ejercer un derecho ciudadano: es, ante todo, una apuesta política cargada de sentido histórico y estratégico. Supone asumir la lucha en un terreno brutalmente desigual, donde el régimen ha manipulado las reglas, institucionalizado el ventajismo y convertido la represión en rutina.
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Aun así, entrar en esa contienda es un acto de rebeldía cívica: una forma de desafiar al poder desde dentro de su propia arquitectura de control, de erosionar su legitimidad desde la trinchera electoral. La ruta del voto, lejos de ser ingenua, es hoy una herramienta imprescindible para acumular fuerza, articular mayorías, movilizar al país y abrirle grietas al hegemonismo autoritario y sus cómplices civiles y militares.
José Rafael López Padrino es Médico cirujano en la UNAM. Doctorado de la Clínica Mayo-Minnesota University.
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