«Pasteleros» en propia cancha, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
A la memoria de José Luis Dolgetta, a quien el fútbol venezolano debe tantas alegrías.
Amo el futbol. Lo amé desde niño, cuando alineando como defensa central del equipo «rojo» de la sección «B» de primer grado del Calasanz, allá en la querida Valencia, sentía correr el sudor del terror cada vez que veía a Álvaro Jiménez Sagarzazu, temible delantero del equipo «amarillo», avanzar implacable buscando el arco defendido por mi dilecto amigo Tulio Malpica Gracián. Nunca fui un jugador destacado, lo que no impidió que el amor por aquel deporte hermoso como pocos se enraizara en mí. De allí entonces que, también desde niño, sufriera las penurias de nuestra querida Vinotinto tanto como gozara de sus triunfos para entonces muy escasos. Grato es ahora ver como todo ha ido cambiando.
En las buenas, en las malas e incluso en las peores, mi pasión de hincha estuvo con aquella selección que, aunque la «cenicienta» de América, era la mía. Siempre encontré patético el fenómeno del «pastelero» futbolístico, dado a hinchar a rabiar por equipos de ciudades o países a los que no podía ni tan siquiera ubicar en el mapamundi, mientras solos en las gradas los «cuatro gatos» de siempre poníamos cara de hincha dolido ante la burla de un continente entero para cuyas grandes selecciones éramos los tres puntos más seguros. Así era la cosa.
Por eso gané el derecho a gritar a todo pulmón los goles del gran Dolgetta en aquella Copa América del 93, de la que fue el máximo goleador. Lo mismo digo de los de Arango, de José Manuel «El Tetero» Rey y de tantos buenos jugadores que nuestro modesto futbol fue progresivamente dando.
¡Y cómo olvidar aquel fantástico gol de arco a arco que hace más de 30 años Daniel Francovig, el guardameta uruguayo-venezolano del histórico Deportivo Táchira, le marcó al Independiente de Avellaneda! Porque fueron esos jugadores, que no militaban en grandes clubes ni posaban en calzoncillos en vallas publicitarias, los que abrieron la brecha por la que nuestro fútbol transitó hasta llegar a ser lo que hoy.
Aunque centenario, nuestro fútbol es de orígenes muy modestos. El béisbol se sembró muy pronto en aquellos países a los que llegaron, con todo su poder, o bien el US Marine Corps –Japón, Taiwán, Nicaragua, Santo Domingo, por ejemplo– o, como en Venezuela, alguna de las Siete Hermanas. Muy por el contrario, al fútbol lo trajeron aquí las congregaciones religiosas y sus escuelas, pero sobre todo la inmigración. Muchas humildes pero tenaces divisas surgieron al calor de aquel romántico «fútbol de colonias» en el que de las comunidades canaria, italiana, portuguesa y gallega volcaron su pasión futbolera: ¡cómo no recordar al Unión Deportiva Canarias, al Galicia FC, al Deportivo Portugués y al Deportivo Italia de mi niñez! Años después vendría la inmigración colombiana, asentada en barrios populares, de la que aprendimos que era más barato y divertido alinear a 22 muchachitos frente a un balón, no importa si viejo y desflecado, que equiparlos a cada uno con guante, bate, pelota, careta y peto.
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De esa inmensa modestia venimos. Y porque en mi memoria pervive el recuerdo de las penurias de nuestro fútbol es que encuentro inaceptable la fanfarronería generalizada que se ha instalado en cierta hinchada venezolana tras el empate a uno ante Brasil en Cuiabá y, sobre todo, tras la goleada contra Chile en Maturín. La «Canarinha”»pentacampeona del mundo es y será grande, gane o pierda.
Ya en 2007, nuestra Vinotinto le ganó 2-0 en Boston al Brasil de Dunga, con goles de Maldonado y de Vargas. ¿Por qué entonces envalentonarnos ahora por un empate, por meritorio que sea? Lo mismo sea dicho de Chile: la «Roja», dos veces consecutivas campeonas de América, siempre estará entre las más grandes selecciones aunque alguna vez haya alineado a marginales como Gary Medel o a verdaderos patanes como Nicolás Díaz –hermano de Paulo–, calificado en la FIFA como uno de los jugadores más “sucios” del mundo.
El futbol venezolano ha afrontado las más difíciles situaciones. Recuerda uno aquel vergonzoso encuentro contra Chile en Montevideo en 1975, en el que nuestra selección tuvo que pedirles prestadas las camisetas al histórico Peñarol porque no tenía uniforme alterno.
Es apenas desde hace unos pocos años que nuestros muchachos han podido ir a foguearse en las grandes ligas del mundo, dos décadas o más desde que Stalin Rivas alineara con el Lieja, equipo de la primera división belga. Es ahora cuando vemos el fruto de los esfuerzos no siempre apreciados del doctor Páez, de César Farías, de «Chita» Sanvicente y de Rafael Dudamel, a los que habría que agregar los del siempre recordado Omar «Pato» Pastoriza, el gran técnico argentino que desterró de nuestros muchachos la mentalidad de futbolistas de segunda en un país de peloteros de primera.
Nos ha tocado competir en la confederación más difícil del mundo y pese a ello insurgimos. No mancillemos tan noble historia jugando a ser «hooligans» caribeños o «barras bravas» del trópico. Muy mal que nos queda. Celebremos con todo derecho los triunfos que vayamos cosechando, pero con circunspección, sin bravuconadas que nos caricaturicen y nos pongan en ridículo ante el mundo futbolístico. Fastidian ya los «memes» de Soteldo. Cansa el «culebrón» de Josef Martínez y el muy artificial «Inter» de Miami, equipo más parecido al elenco de «Friends» que a un club deportivo serio.
Respetemos a las selecciones adversarias de la región, todas ellas mundialistas. Porque modestos nacimos y fue desde esa modestia que nos hemos venido haciendo grandes. Nos esperan la «Tricolor» ecuatoriana y la «Blanquirroja» del Perú, ambas durísimas. A este nivel, nadie «juega a carrito». Yo también tengo fe, pero el juego no se acaba sino hasta el doble pitazo final.
La majadería no cabe: aquí hay que marcar los goles. Todavía queda mucha eliminatoria. Tenemos ante nosotros una magnífica oportunidad de clasificar por primera vez a la Copa del Mundo. No nos comportemos como «pasteleros» en propia cancha.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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