Patentar el agua tibia: Diálogo y flexibilización en Cuba, por Rafael Uzcátegui
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«Es estupendo estar aquí». La frase es de Barack Obama durante su visita en La Habana, marzo de 2016. Aquello fue el clímax del acercamiento entre Estados Unidos y Cuba, generando todo tipo de expectativas, incluyendo las de quienes anunciaban el inicio de la erosión del último muro que la Guerra Fría mantenía en el continente. Un año antes el presidente norteamericano había estrechado las manos de Raúl Castro en Panamá, durante la Cumbre de las Américas.
Esta política significaba un giro en el abordaje del Tío Sam sobre la isla, caracterizado en décadas anteriores por la beligerancia insurreccional y el acorralamiento mediante sanciones políticas y económicas. La rotación de 180 grados ratificaba que aquello no sólo no había funcionado, sino que había permitido la entronización de la dictadura más larga de la región.
Esta apuesta por el diálogo y los acuerdos políticos en el conflicto, no obstante, no fue una ocurrencia exclusiva del primer mandatario afroamericano estadounidense. A lo interno de la isla diferentes voces disidentes venían promoviendo que los esfuerzos se enrumbaran en una dirección contraria a Bahía de Cochinos y el asilamiento. Una de ellas era la de Manuel Cuesta Morúa, quien desde el año 2002 capitaneaba la organización Arco Progresista, que aglutinaba a iniciativas socialdemócratas cubanas, dentro y fuera de la isla, y que en el año 2003 recogió 35.000 firmas para la promoción de una Carta de Derechos y Deberes de los cubanos.
La visita de Obama parecía materializar, 13 años después, algunos de esos anhelos. Hoy, con otros 7 años más de agua bajo el puente, con más de un millar de presos políticos, los cubanos y cubanas se encuentran tan alejados de la democracia y del disfrute de sus derechos humanos como en el inicio del nuevo siglo.
Este recorrido es importante para los venezolanos para conocer no sólo las posibilidades, sino también los límites, de la lógica dialogante bajo la racionalidad política revolucionaria.
Manuel Cuesta Morúa, nacido en La Habana en 1962, es un personaje con varias características enchapadas en oro puro. La primera, su abierta disidencia del gobierno castrista viviendo y manteniéndose dentro de Cuba. En segundo lugar, su oposición al castrismo se realiza desde un lugar diferente a la polarización inducida por los Castro y reforzada por algunos de sus encolerizados críticos: Explícitamente distante de Estados Unidos, la lógica confrontacional y el aislamiento del país como recetas para el cambio político. Y en tercer término por reivindicarse como de izquierda, disputándole a la hegemonía el monopolio del discurso progresista al «Palacio de la revolución», sede del gobierno isleño.
Como el resto de la oposición democrática Morúa es permanentemente hostigado y perseguido por sus actividades. En enero del 2014 fue detenido y liberado tras una medida cautelar que le impide salir del país. Más recientemente, en agosto de 2021, fue detenido nuevamente por varias horas, tras ser parte de la notificación sobre una marcha ciudadana a realizarse el 21 de noviembre. Junto a otras iniciativas como el Movimiento San Isidro, este historiador es reconocido como parte de la vanguardia de la movilización pacífica por el cambio en Cuba, muy lejos de la apología de los marines y el american way of life.
Algunos de los textos analíticos de Morúa han sido recopilados en el libro «Ensayos progresistas desde Cuba», editado por el Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina (Cadal). El que abre la serie es de sumo interés para el campo democrático venezolano, titulado «Maximalismos y minimalismos: Cuba, las estrategias alternativas de transición en perspectiva». Su redacción se hizo en el año 1998, 18 antes del concierto de los Rolling Stones en la Ciudad Deportiva de La Habana, banda sonora de la visita de Barack Hussein Obama II al islote caribeño de 110.000 kilómetros cuadrados, la reapertura de la embajada gringa y la flexibilización de algunas sanciones.
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Luego de un diagnóstico de la situación Manuel hace una distinción de lo que llama la comunidad disidente-opositora del país en dos grandes grupos: los maximalistas y los minimalistas. Esta diferencia la realiza a partir de los «criterios de lucha pacífica, codificación simbólica de la ruptura y gradualización evolutiva de los cambios». A su juicio el maximalista persigue el cambio político a través de la sustitución simultánea de las instituciones del Estado y de la sociedad, elevando las exigencia y expectativas de cambio al máximo de sus posibilidades.
En cambio, el minimalista «busca los cambios mediante la apertura del sistema político para la democratización de las instituciones y la reestructuración civil de la sociedad desde y dentro de los esquemas modélicos diferenciales». Sería minimalista porque prioriza la lógica de superación a la de ruptura, característica del maximalismo. Por tanto, plantea la creación permanente de nuevos espacios, rebajando las exigencias y expectativas de las transformaciones adecuándolas a las condiciones posibles.
Al pluralizar el concepto de cambio, no exige simultaneidad en la transformación de los diferentes campos sociales e institucionales, siendo la realización de elecciones libres el punto final, y no el inicio, de la democracia.
En el texto siguiente, complementario del anterior, «Institucionalidad política y cambio democrático», el intelectual socialdemócrata reflexiona en el año 2002 sobre lo que faltaría en Cuba para tener un gobierno democrático, lanzando al ruedo una hipótesis: una transición democrática exitosa requiere la existencia de mínimos institucionales. Entre las posibilidades de estos espacios institucionalizados apunta que ayudarían a «Desmoralizar el debate, flexibilizar a los adversarios, despersonalizar las alternativas y darles fuerza negociadora a los liderazgos».
Morúa subraya que habría que apostar más por los procesos políticos que por los acontecimientos políticos: «sólo las políticas gradualistas han producido los mejores resultados en procesos de democratización complejos». Según el historiador esta estrategia obligaría a abandonar los enfoques conocidos, y fallidos, de abordaje del conflicto cubano, sustituyéndolos por otros: Un enfoque integral de derechos; Una política vinculante, de diálogo y de no aislamiento del gobierno cubano; Potenciación de los intercambios y los proyectos dirigidos hacia la institucionalización del cambio democrático y Una aproximación política basada en una «plataforma de mutuas garantías» entre todos los sujetos del cambio democrático.
Si muchas de las ideas de Cuesta Morúa le suenan en la Venezuela del 2023 fue porque se postularon ante la misma encrucijada: La necesidad de sustituir una estrategia –fallida– de transición a la democracia, bajo la dominación de un gobierno revolucionario por otra más eficaz, aunque sea gradual y cocinada a fuego lento.
Sin embargo, dado el tiempo transcurrido y los resultados a la vista surgen muchas interrogantes: ¿Ese minimalismo no ha sido demasiado mínimo?, ¿Qué circunstancias no se han tomado en cuenta?, ¿Qué ha dado resultados? ¿Qué no? Para quienes desde esta ribera del Arauca tricolor insistimos en la lucha por la democracia y la dignidad para toda la población pudiéramos mirarnos en ese espejo. Para sacar algunos aprendizajes, que podamos adaptar a nuestra desgracia, y no seguir regocijándonos con el descubrimiento del agua tibia.
Rafael Uzcátegui es Sociólogo. Coordinador general de Provea.
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