“Patria”, por Fernando Mires
Autor: Fernando Mires | @FernandoMiresOI
Cuando llegamos a vivir a esta casa, hace ya una porrada de años, la calle era muy distinta. Hoy está atochada con edificios de departamentos. Los inquilinos llegan y se van, nadie conoce a nadie. Del antiguo tiempo solo resta una que otra casa vieja, entre ellas la mía, que es de los años cincuenta. Y las dos del frente: dos casas iguales, casi mellizas. Una tiene incluso la fecha de construcción en el frontis: 1914. Justo cuando comenzó la primera guerra mundial.
Cuando llegamos a residir en esta ciudad las dos casas del frente estaban habitadas por dos matrimonios de viejos. Los dos hombres viejos eran calvos, redondos, rosados y de baja estatura y, al igual que las dos casas, muy parecidos entre sí. Las dos mujeres, altas y delgadas, también se parecían. “A estos los hicieron en duplicado”, comenté yo, la primera vez que los vi.
A los pocos días de haber llegado, uno de los viejos vino a saludarnos. Nos preguntó de cual país veníamos y se mostró muy afable con nosotros. No fue simple cortesía. Cada vez que nos veía iluminaba su cara y se acercaba a darnos la mano. El otro viejo, en cambio, casi nunca saludaba y cuando lo hacía, más bien gruñía. Las dos mujeres no aparecían nunca en la calle. Después supimos que ambas estaban muy enfermas. Si de la misma enfermedad, no lo sé. Para diferenciarlos, y guiados por esa manía tan chilena de poner sobrenombres a todo el mundo, bautizamos entre nosotros –Norma y yo- a los dos viejos. Uno sería el Bueno y el otro, el Hosco.
Nos llamó sí la atención que entre ellos nunca se saludaban. Y cuando trabajaban en el jardín que da a la calle, ni siquiera había una mirada. Nada.
Un día el Bueno se cruzó en la acera con Norma y le preguntó de sopetón: ¿“entiende usted inglés”? Al oír respuesta afirmativa sacó del bolsillo un sobre y le dijo: ¿“Podría traducirme esto al alemán”? Era una tarjeta postal, venía de Michigan. Un simple saludo de cumpleaños que le enviaba un nietecito.
Al día siguiente el Bueno golpeó la puerta de nuestra casa. Traía consigo un atado de cartas, todas escritas por nietecitos de Michigan. Cuando Norma las traducía le brillaban los ojos de contento. Estaba feliz. Fue imposible no tomarle cierto cariño al viejo, al Bueno.
Una mañana el repartidor de correo tocó el timbre y me pasó una carta certificada. Iba dirigida al Hosco quien no estaba en su casa. Me pidió que yo la firmara y después se la entregara, lo que hice en cuanto lo vi de regreso. Cuando el Hosco me dio (me gruñó) las gracias, yo comenté que me parecía raro que el repartidor no se la hubiera entregado a su vecino lateral (el Bueno) quien estaba precisamente en la puerta de calle en ese momento. “Con ese no nos hablamos” – respondió el Hosco. “Típica enemistad entre vecinos” – dije yo, solo por decir algo. “No, no es eso. Durante la guerra (durante Hitler) ese hombre era el encargado oficial del barrio (Gauleiter). Fue él quien me denunció. Por culpa suya pasé un buen tiempo preso. Yo era socialista”. Calló unos segundos y luego agregó: “Antes fuimos amigos; los dos éramos albañiles”
Cuando conté el episodio a Norma, ella no lo podía creer. ¿El Bueno un nazi y el Hosco un preso político? Años después, gracias a un estudiante que escribía su doctorado sobre el tema “historia del nacional-socialismo en Oldenburg”, pude verificarlo. Así había sido, exactamente, había sido así.
El Bueno (el nazi) siguió siendo afable con nosotros y el Hosco continuó gruñendo a guisa de saludo. Hasta que un día el Hosco murió. A las dos o tres semanas murió el Bueno. Poco tiempo después divisé desde una ventana de mi casa a las dos viudas. Solo separadas por una hilera de rododendros enanos, conversaban. Pese a la llovizna no paraban de hablar. Incluso gesticulaban. Vi a las dos levantar los brazos al mismo tiempo, como si fueran a pelear. Luego se despidieron, para mi sorpresa, con un abrazo, frío, pero abrazo al fin. Al cabo de unos meses, ninguna apareció. Hoy las casas del frente, algo modernizadas, albergan a matrimonios jóvenes con un montón de chiquillos chillones. Una conserva todavía la fecha de construcción: 1914, al comenzar la primera guerra mundial.
¿Cuándo fue que yo – ahora quizás tan viejo como el Bueno y el Hosco- me acordé de esta historia? Hace muy poco. Fue a fines del 2017 cuando leía esa intensa (y extensa) novela escrita por Fernando Aramburu cuyo nombre es “Patria”. Una gran novela, más bien una saga. La historia trata de dos mujeres y de dos familias. Es una novela que a ti te toma de pies a cabeza. La empiezas y ya no pararás de leerla hasta el final.
Dos familias, dos mujeres dominantes: Bittori y Miren. Dos hombres, amigos entrañables desde la niñez: empresarios trabajadores, uno Txato, exitoso. El otro, Joxian, algo más pobre. Ambos amantes del ciclismo, comedores de pescado y de vez en cuando, visitantes de la cantina y bebedores del buen vino. El personaje principal es el pueblo. Todos podrían haber llevado una vida feliz si no hubiera sido por ETA, cuando apareció matando en nombre de “La Patria”.
Txato – al negarse a pagar las altas contribuciones que exigía ETA a los empresarios del pueblo para mantener su maquinaria de matar- fue asesinado por un comando en el cual estaba involucrado un hijo de Miren (Joxe Mari). La familia de Txato fue condenada por el pueblo al aislamiento total. Las dos familias llevaron desde ese momento una vida trágica, hasta que llegó el momento de la rendición de ETA. Después, la difícil reconciliación, el imposible perdón. La novela termina con un abrazo frío entre las dos mujeres, ya muy viejas, y una, Bittori, al borde de la muerte. Un abrazo sin palabras. Imposible para mí fue no recordar el abrazo – en verdad, un abrazo de despedida- entre esas dos mujeres de mi calle: la del Bueno, el nazi, y la del Hosco, el preso político.
La calle donde está mi casa, oculta, como casi todas las calles de Alemania, una historia subterránea. Alguna vez, mucho antes de que aparecieran los edificios de departamentos solo hubo casas como las de mis vecinos del frente. En lugar del anonimato, hoy apoderado de la calle, la gente regresaba del trabajo, bebía cerveza y compartía la vida cotidiana paseando perros o acompañando a sus hijos a la escuela. Hasta que irrumpió el nacional-socialismo y lo cambió todo.
En la mayoría de esas, hoy inexistentes casas, debió haber flameado una bandera con la svástica. Algunos tranquilos habitantes se fueron transformando lentamente en fanáticos energúmenos. O en delatores, como el Bueno. Otros, los menos, tuvieron que marcharse para siempre. Más de uno debió haber sido judío. No pocos, como el Hosco, fueron enviados a prisión. Probablemente las paredes de su casa fueron rayadas con insultos como sucedió con la casa del Txato, antes de que fuera asesinado en nombre de “la patria”. Su esposa debió haber padecido el aislamiento más feroz, así como lo padeció Bittori, la esposa del vasco Txato.
Después del desastre hitleriano la vida volvió a su curso normal pero solo en sus apariencias. Algunos ciudadanos, como el Bueno, se mimetizaron con el nuevo orden de cosas y de nazis radicales pasaron a convertirse en ciudadanos ejemplares. Otros, como el Hosco, no pudieron olvidar y pasaron el resto de sus días gruñendo. Sus mujeres no volvieron a ser amigas. Pero había que seguir habitando la misma calle. Solo por eso, ya viudas, ambas se hablaron.
Hoy el pasado yace sepultado debajo de los modernos edificios de departamentos. Sepultado, pero tal vez no muerto. Puede revivir en cualquier momento como revivió con furia en la guerra del Kosovo o en las masacres a los chechenios en Rusia.
Quizás hoy mismo, algunas casas de ciudadanos kurdos amanecieron rayadas por los ultranacionalistas turcos como amaneció un día la del Txato, antes de que fuera asesinado en nombre de “la patria”.
Fernando Aramburu ha sido muy entrevistado por la prensa. Su libro “Patria”, traducido y publicado en Alemania por la editorial Rowohlt, ha logrado un imponente éxito. En todas esas entrevistas Aramburu ha manifestado sus temores frente al nacionalismo catalán. A mí me parecían algo infundados. Los catalanes pueden ser nacionalistas pero en su mayoría son ciudadanos muy civiles. Sin embargo, hace algunos días leí en la prensa digital una denuncia de Albert Rivera, líder de Ciudadanos, el partido catalán anti-independentista. Los padres de Rivera son dueños de una pequeña tienda en Granollers, en la calle del Triomf. Pues bien, por segunda vez consecutiva las cortinas y las paredes del negocio de la familia Rivera amanecieron con rayados insultantes, todos hechos en nombre de “la patria”. Debo confesar que al mirar esas fotos sentí correr un frío a lo largo del espinazo.
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