Pelea a garrote, por Marcial Fonseca
Twitter: @marcialfonseca
La posición de desafío, de llamada a combate,
no puede ser desatendida: te hace pelear a muerte
o huir como cobarde y esclavo para siempre.
Jonuel Brigue
Ya llevaba seis meses como maestro en la Escuela Unitaria de El Hato, un caserío cerca de Siquisique. Le costó acostumbrarse a tener un salón con alumnos de varios grados; pero estaba disfrutando la experiencia.
La escuela era una casa con piso de tierra, tres habitaciones y un baño. Las edades de los veintisiete discentes iban de siete a catorce años. Decidió dividirlos en dos grupos y la separación estaba funcionando. La primera sesión del día era reunirlos a todos, asignarles tareas al grupo que iría al cuarto número dos y él a continuación se iba al salón donde trabajaría con el grupo uno, y hoy serían cuentos infantiles, dramatizados por Antonio, que así se llamaba el maestro.
–Hola, niños, ¿cómo están? –saludó y esperó a que la algarabía enmudeciera para continuar–. La historia de hoy es sobre el ogro Orgo. Caminaba él por su bosque cuando vio a dos muchachos; le preguntó al más alto, ¿De dónde vienen? –los niños siempre disfrutaban la habilidad del maestro para imitar voces, esta era grave y ronca–, el muchacho contestó, Venimos de la tierra de los Ángeles –ahora era aguda…
Terminado el cuento, les dejó unas operaciones aritméticas sencillas; luego se trasladó a la otra sala.
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El maestro Antonio se había sumergido en las bucólicas costumbres locales; hasta tenía pensado comprarse una bestia. A pesar de vivir en el campo, añoraba las excursiones que hacía con su padre a Susucal. Recordó una anécdota. Después de haber confinado la fogata, en una noche fría y de cielo estrellado, los perturbó un ruido y fueron a averiguar; oyeron un quejido que salía de un matorral, se acercaron.
–Coño, estoy dando del cuerpo –gritó alguien.
Por supuesto, no se quedaron a averiguar quién era.
Esta era la segunda vez, en los últimos seis meses, que acampaba en Urucure, solo. Pernoctaría dos noches, y el domingo regresaría para hablar con Inés. La conoció cuando ella visitó a sus padres en Barquisimeto, un año antes, por allá en el 46. Era bastante bonita, y tenía la sencillez que da la vida rural; le gustó desde que la conoció. Por el levantamiento de las necesidades escolares del caserío, había estado dos veces en su casa; y fue muy formal porque se dio cuenta del ambiente de boda que flotaba en el aire. Este domingo le desearía suerte y se excusaría por no poder asistir a la boda.
Ya en su hogar se acicaló y fue a verla. Lo recibió la madre, le informó que Inés estaba en el caney, este quedaba al fondo del solar, en una suave colina; preguntó si bajaría pronto, no sabía y lo invitó a subir. Aceptó la propuesta, aunque allá arriba no había comodidades para conversar. La consiguió acostada en una hamaca; ella se sentó.
–Antonio, buenas noches, ¿qué lo trae por aquí?… siéntese –e hizo espacio en la hamaca
–Buena noches, ¿cómo estás?…
–Pero siéntese, por favor –insistió ella, y le indicó su lado.
–Bueno –contestó él, aunque estaba convencido de que no era lo apropiado.
Una vez sentados, envarado él para evitar rozarle el brazo, le explicó que no podía ir al matrimonio…
Como hablaban, no sintieron que alguien subía, y que se movía con el caminar del hombre que presenta una ligera cojera por el garrote metido en una de las piernas del pantalón. Era Bruno, el novio y futuro esposo.
–Buenas noches –los sorprendió; pero mayor fue la sorpresa para Antonio. Bruno, con un rápido movimiento de látigo, golpeó al maestro en la cabeza; este cayó al suelo; empezó a gatear.
–¡Bruno! –gritó ella–, nosotros estábamos conversando; me estaba diciendo que no podrá asistir a nuestra boda…
–Bruno –reaccionó Antonio–, supongo que eres un hombre y no me golpearás mientras esté caído.
–Levántate –y el maestro lo hizo.
Y empezó a moverse lentamente, con los ojos fijos en la mano que sostenía el garrote. El contrincante lanzó otro latigazo, pero con giro lateral, que esquivó. Es rápido, pero sin malicia, se dijo Antonio. Esperó a que repitiera ese lance y cuando vino el retruque, con su brazo izquierdo desvió el golpe y con la derecha le sujetó la muñeca y logró despojarlo del arma. Una vez con el garrote, Antonio presagió su respuesta: tres golpes con la punta cercana a la empuñadura, uno en la sien, otro en el lado izquierdo a la altura de las costillas y finalmente uno al estómago. El novio cayó al suelo.
–Inés, lamento lo sucedido, tuve que defenderme, me atacó sin razón. Mira, que lo lleven al Centro de Salud de Siquisique –y se marchó
Después de una semana, Antonio ya había gestionado su traslado y Bruno estaba de regreso. El primero hizo lo imposible por no encontrarse con el segundo; ya este había jurado que se vengaría.
Un día de fiesta popular en el caserío, cuando casi todo el mundo estaba congregado frente a la iglesia, Bruno y sus dos hermanos, todos con sendos garrotes, se fueron para la casa del maestro. A cincuenta metros de esta, vieron una Coleman encendida; se fueron acercando con cautela y los garrotes en ristre. Estando a pocos pasos, oyeron la voz de Antonio.
–Pero tú, Carlucho, solo tienes que cuidar mis cosas por una semana –dijo él.
–Claro, Antonio, vete sin más. Rodrigo, ¿puedes acompañarme?
–Por supuesto –contestó Rodrigo.
–Les agradezco de verdad –replicó el maestro.
Bruno les hizo señas a sus hermanos y les susurró:
–Ese carajo tiene visita, será en otra oportunidad –y se retiraron.
Antonio respiró tranquilo; la práctica con los cuentos infantiles lo había salvado. Al día siguiente salió de madrugada para Barquisimeto y luego Duaca, donde trabajaría en una escuela graduada.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor.
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