Peligro supremo, por Teodoro Petkoff
Veamos la sucesión de los hechos. El domingo, Chávez fulminó al Poder Judicial en su conjunto, acusó a la mayoría de los jueces de ser unos “bandidos”, solicitó una “depuración” de la Justicia y clamó por un juez que meta presos a los “golpistas”. También increpó a la Fiscalía, reprochándole su inacción. Tres días después, de la fila de los “bandidos” surgió el juez que Chávez quería y dictó la orden de captura de Carlos Fernández, la cual fue diligentemente ejecutada por la Disip. Por supuesto, no es sino pura coincidencia que el juez Moreno sea un activista del MVR, que recibió el cargo en el curso de un proceso de “limpieza revolucionaria” del Poder Judicial. Su última actuación como litigante había sido la de abogado defensor de algunos de los pistoleros de Puente Llaguno. Pero no hay que ser malpensado: ¿quién dijo que eso compromete su imparcialidad? También, por supuesto, no es sino coincidencia que la Fiscalía haya introducido la acusación precisamente ante el tribunal del juez Moreno.
A José Vicente Rangel este juez Moreno debe recordarle a aquel juez Villarte, a quien él se cansó de denunciar por allá por los 60 del siglo pasado, quien libraba boletas de allanamiento en blanco, para que la Digepol las rellenara una vez capturado el perseguido. Otra vez, pues, la justicia como puta del poder. Se dirá que en este caso de Fernández las formalidades están cubiertas:
hay una iniciativa de la Fiscalía, hay una orden de captura dictada por un juez, la policía política procedió a instancias de este juez. Todo aparentemente muy correcto. Y, sin embargo, ¡todo es tan idéntico a las arbitrariedades tradicionales! Pero a las arbitrariedades y atropellos del siglo XIX, a aquellas que provenían de la voluntad o los caprichos de los caudillos. Chávez tronando contra el Poder Judicial, intimidándolo y sacándose de la manga los juececillos plegadizos, prestos a cumplir con la voluntad del poderoso, es la réplica de cualquiera de los hombres fuertes que asolaron la Venezuela decimonónica y también la de la primera mitad del siglo pasado. No es nada casual que el régimen se reconozca en un caudillo como Cipriano Castro, quien no fue propiamente un dechado de virtudes democráticas.
Chávez regodeándose con la detención de Fernández ( “me comí un dulce de lechosa que me mandó mi mamá” ) no es, sin embargo, Crespo o Páez, famosos por su nobleza, sino el hombrecillo de Capacho humillando al general Uslar vencido.
A nadie puede escapar, además, que en momentos en que la Mesa de Negociación y Acuerdos produce un primer resultado (la Declaración contra la Violencia), la detención de Carlos Fernández constituye un torpedo bajo la línea de flotación de la Mesa. El momento político que escogió para ello entra en contradicción absoluta con el espíritu de una Declaración cuyo objetivo explícito apunta a aliviar las tensiones y a desenrarecer la pesada atmósfera de pugnacidad que agobia al país. Si tenían en mente esta ofensiva represiva mejor no hubieran firmado nada.
Habría sido menos cínico. Más que un atropello contra una persona es un atropello contra la (mala) salud democrática del país.