Penélope, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Venimos de sepultar a mamá. Pueden anotar en el acta de defunción lo que quieran, que murió de un paro cardíaco, de coronavirus o, si lo prefieren, por insuficiencia respiratoria, como dice ahora el gobierno, pero mamami –como yo le decía cuando notaba que su nivel de depresión se le iba a la cabeza– terminó por escaparse de este mundo que se comportó de modo injusto y miserable con ella desde que a papá se lo llevaron en 2003.
No olvidaré esa madrugada del doce de diciembre porque los esbirros rompieron la reja de un disparo, luego echaron la puerta abajo a patadas, lo que aterró al pobre Canelo que se escondió sin dejar de aullar debajo de la cama de mi hermano. Fue así como sorprendieron a Raúl Contreras todavía con los pedazos de sueños en sus ojos, a punta de coñazos e insultos, y lo sacaron a rastra de casa.
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Tan bello papá, porque aun así nos miró e hizo un gesto con las manos como si todo aquello no tuviera importancia. Pero sí que la tenía. A partir de entonces se derrumbó para siempre la frágil atmósfera de felicidad que sostenía nuestra unidad familiar. Se lo llevaron justo cuando Daniel y yo hacíamos planes para los días de navidad y nos peleábamos por los juguetes que traería el Niño Jesús quien, después de eso, también cogió miedo y no pasó más por la puerta, como si nuestro hogar no existiera. Una veía con envidia cómo en la mañana siguiente Zaida y Cáterine salían muy contentas por el pasillo con su bici o con la barbie doctora y el ken salvavidas inventándose una vida en pareja como la que no llegué a tener yo, porque hasta eso me lo arrebató el maldito Comandante y se lo llevó a la tumba, a lo mejor como trofeo de su indiscutible maldad.
Hablo de mi noviazgo con Leo, que naufragó y admito que la culpa fue mía porque cada vez que le hablaba de mis sueños con papá, de lo taciturna que se había vuelto mamá o yo tenía lloros repentinos, ese buen chamo que fue Leonardo se incomodaba, hasta que no resistió.
No aguantó al oír mis gemidos después que hacíamos el amor, y me escuchaba agobiada por tan repentinas lamentaciones. Me dijo, mira, Muñeca –porque era tan tierno que nunca me llamó Carmen–, coño, Muñeca, ¿sabes una vaina esto no puede continuar porque cada vez que terminamos de hacer lo más sublime, yo me volteo para coger un cigarro en la mesita y parece que está tu papá, sonriéndome; porque tú sabes que tu viejo nunca me trató mal, y me decía negrito, con ese cariño especial que le adornaba para tratar a los vecinos. Pero era que yo estallaba de contento y ahí estaba el señor Raúl mirándome, sonriente, a punto de preguntar ¿y qué…cómo estuvo ese polvo?; y tú, del otro lado, llorando que si tu papi, que la falta que te hace.
Por eso es que les digo –se los he dicho a los señores de la mesa de unidad que andan recabando datos para tener cifras reales de fallecidos por covid– que pueden poner lo que quieran de mamami, incluso que murió de la arrechera porque cuando se repetían los apagones, ¿tú sabes lo que me destrozaba el alma?, era ver a Dulce María conversando en penumbras con un Raúl inexistente o asomada al balcón de nuestro apartamento en Simón Rodríguez, con el celular en la mano, a la espera de la llamada del marido que nunca le hizo.
Mamami, como la Penélope de la canción de Joan Manuel Serrat, sucumbió en el más tierno desorden del amor, y ya de eso ha pasado suficiente tiempo del que nos queda para olvidar. Pero es mentira, donde quiera que vayamos siempre llegaremos tarde para impedir que se vayan los recuerdos.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España