Pensar el mundo, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Si me preguntaran si todavía pienso en si la historia está sujeta a leyes, respondería: sí. Estoy convencido de que la historia está sujeta a una ley fundamental. A esta ley la denomino, la ley de la contingencia. Esa ley dice: nunca los hechos, ni siquiera los procesos (que son articulaciones de hechos) van a resultar como tú lo imaginas. Quiero decir: el futuro imaginado es un imaginario que actúa sobre una base real (lo real según Lacan, es lo indeterminado, lo desconocido, lo que está más allá de la realidad chiquitica que habitamos) En esa mini realidad, pensamos y actuamos: es nuestro minimundo.
¿Y quiénes somos nosotros? Responderé con Sartre: seres que hemos sido arrojados al mundo sin saber por qué ni para qué. Pero ya que estamos aquí, tenemos que ser en lo más inmediato: vivir. Y como nos hicieron pensantes, tenemos que pensar, es decir, hacernos preguntas que intentamos responder desde dentro de la caverna, tan lejos de la luz platónica. Y como no se puede pensar sin hacer preguntas, seremos seres preguntones. Y como a las preguntas hay que responderlas, seremos también, seres respondones.
En breve, no solo vivimos en el mundo como las almejas, además, pensamos en el mundo. Hagas lo que hagas, no podemos sino pensar. Vivir es pensar (entre otras cosas). Ahora, pensar es pensar a través del tiempo, es ser en el tiempo y, por lo mismo, pensar es una actividad tridimensional. Pensamos en el presente, desde el pasado y hacia el futuro.
Un futuro sin pasado es un tiempo imposible. El futuro no es sino el pasado que avanza. Un río que va «a dar a la mar que es el morir» según la copla de Jorge Manrique. Por eso, si el río no avanza hacia el futuro, el presente se convierte en puro pasado. Los días están atados con un hilo, dijo con razón Hamlet, y el mismo entendió que para entender su locura, debía aceptar que el hilo que ataba a los días se había roto. Esa ruptura la denominamos en palabras poco amables, locura. Mantener el hilo, o la cuerda que ata a los tiempos, la llamamos en cambio, cordura. Ser cuerdo es vivir atado a la cuerda que ata a los tiempos del ser.
Pensemos por ejemplo en cualquier gran suceso que haya marcado la historia: la toma de la Bastilla, la batalla de Waterloo, la primera guerra mundial, la segunda guerra mundial, el derrumbe del muro de Berlín, el 11-9 norteamericano, la invasión rusa a Ucrania, y varios más. Para todos esos hechos tenemos explicaciones, algunas cuerdas, otras descabelladas. Pero las tenemos porque fueron hechos, y los hechos se hicieron. Podemos indagar acerca de por qué ocurrieron. Lo que no podemos hacer –si es que no somos negacionistas– es negar que existieron.
Ucrania como contingencia
Pensemos, para ejemplificar, en el último de los hechos nombrados, la invasión rusa a Ucrania. Puede que no sea el hecho histórico más importante (eso lo sabremos después) pero en el tiempo, es el más cercano. Un hecho que ahora, visto después que ocurrió, aparece ante nuestros ojos como algo muy fácil de haber sido previsto. Incluso documentalmente previsible.
Putin –como Hitler, quien antes de ser electo escribió que «la raza judía» debía ser eliminada de la faz de la tierra– había escrito un ensayo asegurando que Ucrania por razones derivadas de una común consanguinidad (!¡), era parte de Rusia (2021). Putin había anexado por la fuerza a otras naciones (parte de Chechenia y Georgia en el 2008) y había invadido a Ucrania el 2014, robándose Crimea.
Ya había anunciado incluso que había que modificar el orden político mundial (discurso de Münich 2007) y sin embargo, el 24 de febrero de 2022, a pesar de todos esos anuncios, la mayoría de los gobernantes occidentales fueron sorprendidos por la invasión rusa a Ucrania. ¿Cómo podemos explicarnos esa sorpresa frente a un hecho que hoy nos parece tan previsible?
Barajemos algunas hipótesis: la más divulgada es la que afirma que la mayoría de los gobernantes europeos fueron seducidos (comprados, dicen otros) por el gas y el petróleo ruso. No obstante, esta hipótesis no responde a la pregunta del por qué. Y para responderla nos vemos obligados a formular una segunda hipótesis: pues, porque sencillamente no creían que Putin iba a hacer una invasión a Ucrania. Así no más. Pero la respuesta no está dada. Ahora viene entonces la pregunta clave:¿por qué no lo creían capaz de hacerlo? La respuesta no puede ser otra que la siguiente: la mayoría de los gobernantes occidentales proyectaron su propia racionalidad hacia la cabeza de Putin.
Acostumbrados a pensar en términos de costos- beneficios, los mandatarios, sobre todo los europeos, supusieron que Putin no iba a arriesgar el futuro de Rusia sacrificando sus excelentes relaciones económicas y políticas con Occidente. Claro, puede ser que Putin también se haya equivocado y pensado en que, aparte de un endurecimiento temporal de las sanciones no era mucho lo que iba a pagar por su atrevimiento invasor.
De acuerdo a su propia racionalidad, puede que no haya imaginado la decisión con que Occidente iba a enfrentar la ocupación de Ucrania. Así como Occidente cultivaba la noción de un Putin cruel, pero racional, Putin cultivaba la visión de un Occidente enriquecido, pero incapaz de arriesgar el bienestar de sus naciones por una «provincia» llamada Ucrania.
Suponiendo entonces que la invasión a Ucrania ocurrió como consecuencia de una doble equivocación, la de Occidente con Putin y la de Putin con Occidente, la conclusión es evidente: hay un error fundamental en la que los humanos solemos caer, y este error es pensar en los otros como si nosotros fuéramos los otros.
Me refiero a esa impronta propia al pensamiento humano que lo lleva a no poder escapar de su propia subjetividad. Más todavía si pensamos en que ese pensamiento no es tan libre como nos imaginamos pues, de alguna manera, está determinado, aunque sea inconscientemente, por el deseo de que algunas cosas no sucedan. Solo una inteligencia artificial está libre del peso del deseo. Y como el deseo se expresa siempre en tiempo presente, imaginamos el futuro, aún el más lejano, como si fuese una simple extensión del presente.
«¿Por qué fue necesaria una guerra asesina en Ucrania para que Alemania se diera cuenta de la amenaza de Rusia?», es el largo título de un interesante artículo escrito por la historiadora alemana Helene von Bizmark. Su respuesta, en cambio, es corta. Nadie pensó en Alemania (en Europa tampoco) que la Rusia de hoy no es solo una prolongación de la ex URSS, sino algo muy distinto.
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En otros términos, casi nadie pensó en lo peor. Como en los comienzos de Hitler, nadie pensó en el Holocausto, como en los comienzos de Stalin nadie pensó en el Gulag, como durante los primeros años del gobierno Putin, nadie pensó –aunque los indicios se acumulaban– en el genocidio que hoy es cometido en Ucrania. Volviendo a las primeras líneas, nadie pensó en la contingencia que nos depara el futuro porque la imaginación que surge de nuestros deseos bloqueaba ese pensamiento.
No estamos condicionados, quiero decir, para pensar en lo peor. No podemos aceptar que el futuro no es solo una simple prolongación del presente, sino algo distinto, determinado por hechos imposibles de prever. Y sin embargo, he aquí nuestra tarea de Sísifo: como seres pensantes estamos obligados a pensar en el futuro. El campo de lo imaginario es un futuro pensado con la simbología del campo del presente.
Pensamos el mundo pero pensamos en el mundo. ¿Cómo será el mundo después de la invasión de Putin a Ucrania? Todo depende en parte de la forma como se resuelva la guerra, eso lo sabemos. ¿Con una victoria de Rusia y la consiguiente anexión de Ucrania, o con una victoria de Ucrania la que aún perdiendo parte de su territorio podría llegar a emerger como una nación europea, libre, soberana y democrática?
No obstante, también sabemos, o mejor dicho presentimos, que la confrontación en Ucrania puede llegar a ser un detalle de no mucha importancia comparado con el dilema mundial que aparecerá nítido después de Ucrania: la confrontación entre dos megapotencias, China y Estados Unidos, buscando cada una ocupar un lugar hegemónico en el mundo. ¿Cómo se resolverá este antagonismo? Esa respuesta ha sido intentada responder por el conocido internacionalista norteamericano, Ian Bremmer.
El orden del futuro
Ian Bremmer, un pensador muy original, ha escrito recientemente un artículo cuyo título es decidor: «La próxima potencia mundial no será la que se piensa». Deconstruyendo los tenores dominantes en los pronósticos mundialistas, Bremmer nos sorprende con una afirmación: «Ya no vivimos en un mundo unipolar, bipolar o multipolar». Por el contrario, aduce, el mundo que se avecina será interactivo. En cierto modo ya lo es. Lo que hoy tenemos, y al parecer, seguiremos teniendo –es su tesis– son múltiples órdenes mundiales «separados pero superpuestos». En otras palabras, habrá un escenario de hegemonías compartidas.
Estados Unidos, según Bremmer, seguirá siendo un actor dominante en términos de seguridad (para bien o para mal, no lo dice) Pero el poderío militar norteamericano no es suficiente para establecer las reglas de la economía global y, en ese punto, deberá competir y compartir con China pues la economía norteamericana y la china han llegado a ser, en el espacio global, intensamente interdependientes. «No se puede tener una guerra fría económica si no hay nadie dispuesto a luchar contra ella», dictamina Bremmer con mucha lógica.
En ese marco descrito por Bremmer, la Unión Europea actuará como un mercado insustituible para China y Estados Unidos, Japón seguirá siendo una potencia económica y si India mantiene sus actuales índices de crecimiento, se unirá a la multipolaridad dominante.
Pero existe, además, otra posibilidad: y esta es que, debido a la aceleración de la revolución tecnológica de nuestro tiempo (por ahora digital y energética) las empresas tecnológicas, imbricadas entre sí en un tejido interminable de redes, lograrán una autonomía relativa con respecto a los estados nacionales, hasta el punto en que, emancipadas de amarras políticas, pueden llegar a dictar condiciones a los estados, y no a la inversa. De acuerdo a esa posibilidad, Bremmer configura tres escenarios:
- Si los estados nacionales siguen ejerciendo preeminencia sobre la tecnología, puede desatarse «una guerra fría tecnológica» (podría ser la que estamos viviendo).
- Si las tecnologías se emancipan relativamente de los estados nacionales, puede tener lugar la conformación de un orden mundial digitalizado, reservándose para los estados nacionales los espacios económicos y de seguridad.
- Si el espacio tecnológico supraestatal se convierte en dominante, puede llegar a conformar «un orden mundial por sí mismo» en condiciones de dictar reglas en la seguridad y en la economía internacional. Por ahora este escenario parece de ciencia ficción pero, para Bremer, es inevitable.
El poder del destino
Imaginar el futuro es gratis. Cada uno puede hacerlo según sus ideas, creencias o, como Bremmer, cálculos. Sus escenarios pueden ser perfectamente posibles. No lo ponemos en duda. Pero también pueden no darse. Los hechos se dan solo cuando se dan, más allá de las condiciones que los hacen posibles.
Pienso por mi parte que este, y otros cuadros imaginativos, aun los que se basan en tendencias reales como las que configura Bremmer, dejan de lado algunos aspectos que pueden ser tan determinantes como los aquí expuestos.
El primer aspecto es que los seres humanos no solo compiten tecnológica, económica y militarmente entre sí. La mundialidad económica, tecnológica y militar, no suprime las diferencias de ser en el mundo, diferencias que pueden ser religiosas, culturales o de simples modos de vida.
Para nadie es un misterio, por ejemplo, que para ordenes reglados por la religión o por la tradición, Occidente continuará siendo perverso, blasfemo y libertino. Peor todavía: Occidente, por el solo hecho de existir, es occidentalizador. Su fuerza no reside solo en los números ni en los aparatos, sino en su inevitable poder de atracción devenido de libertades que en otras partes no se dan.
Estados Unidos y Europa son por muchos, odiados, pero masas de seres humanos quieren vivir en Estados Unidos y en Europa, o por lo menos, como en los Estados Unidos y en Europa. De ese poder de atracción carece China. En materias relativas a las libertades humanas, China no está en condiciones de competir.
En lo que entendemos por Occidente, la revolución digital corre de modo paralelo con una revolución en las relaciones de género y de sexo, revolución que, guste o no, existe. En el no-Occidente, la revolución tecnológica avanza, pero las relaciones culturales y sexuales continúan siendo rehenes del más lejano pasado. Sus gobiernos despóticos, también.
Las confrontaciones entre el pasado y el presente suelen ser tanto o más cruentas que las económicas o tecnológicas. Al sobrevalorar a las primeras en desmedro de las segundas, analistas como Bremmer no dejan ningún espacio para la competencia política, expresada hoy en la contradicción esencial que se da entre ordenes democráticos y ordenes autocráticos, sean estos últimos dictatoriales o totalitarios.
Las teocracias islámicas así como el despotismo totalitario que crece en China, puede llevar a tensiones imposibles de ser resueltas mediante el concurso de la razón tecnológica y económica. La política, en fin, no es un subproducto de la economía, ni del desarrollo de las fuerzas productivas, según los marxistas, ni de las invisibles leyes reguladoras del mercado, según los liberales.
No por último hay que tener en cuenta que la historia está hecha por seres humanos y no por procesos objetivos, por más universales que ellos sean. Y bien, no hay nada más impredecible que un ser humano cuando, independientemente a constituciones y leyes, llega a controlar por sí solo los mecanismos del poder político. Lo estamos viendo hoy en los casos de Kim Jong-un y de Putin.
Tampoco hay una póliza de seguros que convierta en imposible un triunfo de Trump o de Le Pen o incluso de algo peor (pienso en el avance creciente de la ultraderecha alemana). Del mismo modo, no hay ninguna lógica objetiva que nos proteja de la irracionalidad de sectas religiosas como las que controlan el poder en Irán o Arabia Saudita, o de la de mandarines ideológicos como son lo que comandan el Partido Comunista Chino. Lo que hoy aparece como imposibilidad, mañana puede aparecer como posibilidad.
La guerra en Ucrania, para ejemplificar con una realidad actual, no era inevitable y por lo mismo no puede ser considerada el resultado de un proceso histórico objetivo. Por el contrario, todo parecía indicar, ya desde los tiempos de Gorbachov y Yelzin, que Rusia iba a unir su destino económico y tecnológico, incluso cultural, con Occidente.
Tuvo que aparecer un monstruo contingente llamado Putin para que toda la promesa encerrada en un proceso histórico que parecía posible, fuera revertida y con ello, desatados todos los horrores que día a día estamos viendo en la pantalla.
Escribió Antonio Machado: «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar». Hoy podríamos decir: «Caminante, no hay destino, se hace destino al pensar». Y como las realidades en las que pensamos, llegan y se van, no hay otra posibilidad que pensar el destino del mundo de modo constante. No sé si esa tarea es nuestra condena. Pero si no la cumplimos, dejamos de pensar.
Referencias:
Ian Bremmer – LA PRÓXIMA POTENCIA GLOBAL NO SERÁ LA QUE SE PIENSA (polisfmires.blogspot.com)
Fernando Mires – EL NUEVO-VIEJO ORDEN POLÍTICO MUNDIAL (polisfmires.blogspot.com)
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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