Perfiles de mancos, por Américo Martín
Twitter: @AmericoMartin
La siguiente es una reflexión que me suscitaron varios extraños personajes cuyo único punto de referencia fue alguna deformación física.
Se trata de “impedidos”, pero recordemos ante todo la oportuna diferencia que, por razones de alta dignidad, subrayó Unamuno entre “impedidos”, dirigiéndose al “ágrafo” general franquista Millán-Astray durante la ocupación militar de la Universidad de Salamanca.
Unamuno, como su rector, concibió este iridiscente discurso:
Siendo este el templo del intelecto y yo su supremo sacerdote, vosotros estáis profanando su recinto sagrado. Diga lo que diga el proverbio, yo siempre he sido profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta en esta lucha, razón y derecho.
El general Millán-Astray es un impedido pero eso no es razón para desconocer a nadie, el manco de Lepanto es la expresión más pura de la lengua.
No tengo la menor duda de que al padre de El Quijote, ser llamado el manco de Lepanto le causara alguna preocupación emocional, tal como en su momento lo manifestó. Por el contrario, fue un honor haber adquirido aquella lesión en lucha personal, en la gran batalla que destruyó al omnipotente imperio turco. Y, de modo especial, por la decisiva presencia de Juan de Austria al frente de la flota cristiana integrada por galeras españolas, genovesas y del papado que, tras difíciles conversaciones, nombraron para el mando supremo a quien todos sabrían que reunía más que nadie las cualidades para ejercerlo. El consenso se complicó por celos y demás humanas mezquindades y, quizá sobre todo, el temor de que una personalidad tan atractiva, pero de nobleza vulnerable, alcanzara poder como el de su abuelo “natural” o, cuando menos, el su hermanastro, Felipe II. En casos como estos el miedo proviene de no saber o de no querer saber.
La historia de nuestro país está inundada de figuras si no similares a las que he mencionado, al menos tienen una índole de análoga procedencia. De nuestros “mancos” autóctonos quisiera evocar dos “impedidos”, uno bien reconocido y otro merecidamente ignorado. Todos, llamados mochos, que no mancos.
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La parte simpática del mocho Hernández fue en realidad su parte amarga. El general José Manuel Hernández era un hombre de legítima aspiración de poder, pero por las vías naturales de asumirlo, la guerra o las elecciones, esta cual fuente original y la otra en tanto que medio de legitimación.
En mis estudios de bachillerato lo mencionaba el profesor Siso Martínez: se alzó el mocho contra el presidente general Andrade, sin aclarar la justa causa de aquella tentativa.
El problema estaba a tono con la época. El poderoso Partido Liberal, a la sazón conducido por el general Crespo, había dispuesto darle la magistratura a Andrade. Pero el mocho, munido de una popularidad inalcanzable y decidido a aplicar los métodos de campaña estadounidenses, recorrió el país y construyó una mayoría imbatible.
Con seguridad en ese contacto directo se habrá inspirado Rómulo Betancourt para alcanzar la modernización de la política venezolana: “Estado por estado, municipio por municipio. Parroquia por parroquia”.
Le sirvió al Mocho para permanecer en la historia y le sirvió a Rómulo para eso mismo. Sin embargo, el Mocho no pudo acceder en 1897 porque se le atravesó la fuerza bruta del general Joaquín Crespo, ni los dos Rómulos pudieron sostener a AD en 1948 porque se tropezaron con la fuerza bruta de los militares modernizadores.
Lo del Mocho Hernández pudo parecer obsesivo al alzarse en contra de Cipriano Castro, pero tampoco lo fue.
Castro lo puso en libertad y le ofreció el ministerio de Comercio. Al principio pareció aceptar hasta que optó por proclamar la revolución. Debió meditar en profundidad. Desde la cárcel había apoyado el alzamiento de Cipriano Castro porque el elocuente general andino pasaba al Táchira al frente de sus 60 bravos seguidores, alegando razones excelentes, entre las cuales el fraude que desconoció al Mocho e impuso a Andrade. Esperaba sin duda, con su lógica vertical, que don Cipriano le devolviera la presidencia.
¿Qué pensar entonces de tanta firmeza principista? Era justificada. Era valiente y conceptual. Era una forma de jugarse el pellejo por una noble causa democrática. Y, en ese sentido, no se le vio retacear con sus derechos y sus principios.
El otro mocho, al que considero impresentable, fue un espía dado a la tortura bajo la dictadura de Pérez Jiménez. Lo llamaban el Mocho Delgado.
Me basta con recordar la mirada de mis tíos Luis José, Federico y Gerardo Estaba; quienes lo conocieron por sus actos. Era una mirada de horror, desprecio y náusea.
En resumen, he realizado una especie de cotejo desde las alturas inalcanzables del autor de Don Quijote hasta las aguas pestilentes de dos homicidas, el general Millán-Astray y el Mocho Delgado. Pasando sin embargo por las cristalinas virtudes en tiempos de profusa bellaquería del noble Mocho Hernández a quien alguna vez tendremos que tomar tan en serio como lo estoy haciendo aquí.
Américo Martín es Abogado y Escritor.
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