Petro, Lula y Maduro, por Humberto García Larralde
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El triunfo, por escaso margen, de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil completa lo que, para algunos, es el retorno de la «ola rosa» de gobiernos de izquierda que poblaron la América Latina en la primera década de este siglo. Ante ello se dispara un acto reflejo que evoca a Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa, los Kirchner y otros, encarnando una épica redentora alentada por los altos precios de sus materias primas y los tropiezos de la política exterior estadounidense, bajo Bush.
Bajo tal delirio, acabaron resintiendo a sus respectivas economías y conculcando libertades ciudadanas, pero con el sello de aprobación revolucionario del gran sacerdote, Fidel Castro. Salvo en Venezuela y Nicaragua, sus excesos provocaron, como reacción, la elección de gobiernos de «derecha» o «centroderecha». Pero una vez agotado el recorrido opuesto del péndulo político, estaría regresando en la figura de Gabriel Boric en Chile, Pedro Castillo en Perú, el dúo Fernández-Fernández en Argentina y, ahora, con los recientes triunfos de Gustavo Petro en Colombia y de Lula en Brasil, sin mencionar a López Obrador en México y el retorno del MAS de Evo Morales en Bolivia.
Desde la perspectiva de muchos venezolanos, el espectro de mandatarios regionales izquierdosos, arrojando un manto protector, de solidaridad automática, a Maduro porque, supuestamente, comparten sus designios, resulta muy preocupante. Le estarían ofreciendo oxígeno a quien desesperadamente chapotea para salir del naufragio que provocó el «socialismo del siglo XXI» de su mentor, contribuyendo con su permanencia en el poder. «Al ver bejuco, el picado de culebra se asusta». ¿Hay razones valederas para asumir estas perspectivas agoreras? ¿La «izquierda» no es otra cosa que una dictadura comunista?
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Empecemos por Gabriel Boric, quien ha rechazado las prácticas violatorias de derechos humanos del régimen de Maduro. En cuanto a Pedro Castillo, se encuentra desarmado ante sus detractores y apenas se sostiene en el poder. Más ilustrativas auguran ser las gestiones de Gustavo Petro y de Lula da Silva.
A Petro se le reprocha haber sido guerrillero vinculado al M-19, organización que condujo en 1985 el sangriento asalto al Palacio de Justicia en Bogotá. Pero en las casi cuatro décadas desde entonces, se ha sumergido en la lucha política democrática, siendo electo senador y luego alcalde de Bogotá, si bien sin desdecir de sus posturas claramente de izquierda. Su elección como presidente de Colombia exhibe, ahora, una importante dosis de realismo, que lo ha llevado a buscar apoyos más allá de sus partidarios en la centroizquierda liberal, en independientes e, incluso, en personeros identificados con el Partido Conservador, como es el caso de su ministro de Relaciones Exteriores, Álvaro Leyva Duran. Su ministro de Hacienda, el economista José Antonio Ocampo, tiene una sólida y reconocida trayectoria en puestos de elevada responsabilidad a nivel internacional, como en altos cargos en Colombia. No es precisamente un gobierno de piromaníacos de izquierda que se retrata con los malos de la película, Maduro y Ortega.
Poco después del alborozo exhibido por Maduro ante la elección de Petro, empezaron a asomarse un contraste entre ambos mandatarios, al plantearse la apertura de fronteras entre Colombia y Venezuela. El presidente colombiano mostró su disgusto porque, lejos de desarrollarse un comercio binacional legal, seguía predominando el intercambio a través de trochas, dominado por mafias. Y así las llamó Petro. ¿Quiénes conforman esas mafias? Del lado venezolano, oficiales de la Guardia Nacional, funcionarios de aduanas, soldados y otros, que cobran fuertes peajes a transportistas, mientras ofrecen «garantías» para transitar los «caminos verdes» bajo su control, a cambio de una tajada por sus «servicios».
La reunión de la semana pasada en Miraflores entre Petro y Maduro recalca el contraste referido. Ante la improvisación de su anfitrión, Petro –acompañado de parte de su equipo de gobierno– expuso unas reflexiones meditadas con objetivos claros.
Invitó a Maduro a reincorporar a Venezuela a la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y a regresar al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, haciendo alusión a su naturaleza democrática liberal. Ambos conceptos fueron un anatema en las filas chavistas hasta hace poco. El «eterno» rompió intempestivamente con la CAN, alegando que Colombia y Perú habían firmado un Tratado de Libre Comercio (TLC) con EE.UU. Y todavía resuenan las imprecaciones de Chávez y del propio Maduro contra el Sistema Interamericano y la OEA, por su supuesta injerencia en los asuntos internos del país, justificando así su salida. En contra de cualquier esquema que sugiriera la influencia liberal de los EE.UU., Chávez contrapuso el ALBA, Unasur y Celac.
En cuanto a Lula, ganó las elecciones construyendo una alianza con fuerzas afines y con aquellas interesadas en sacar a Bolsonaro. Su gobierno enfrentará un parlamento, así como gobernaciones de estados principales, como Sao Paulo, dominados por aquél. En sus dos gobiernos anteriores, no obstante algunas veleidades prochavistas y –como sabemos– con la corrupción, se exhibió como un presidente democrático. Como ahora no cuenta con altos precios de las materias primas, la agenda que deberá desarrollar tendrá que abrevar, aún más, en los consensos, so pena de ser depuesto por las fuerzas de Bolsonaro. Nada más alejado que servir de caja de resonancia de Maduro.
Es de esperar, por supuesto, que, a pesar de estas limitaciones, tanto Petro como Lula buscarán instrumentar políticas sociales y otras medidas identificadas con la izquierda. Petro acaba de conseguir la aprobación de una reforma impositiva que ha causado inquietud en algunos sectores. Pero estos sesgos izquierdosos parecen conducirse sin destruir la institucionalidad democrática.
Tanto Petro como Lula están comprometidos con un juego muy distinto al de Maduro. El único juego que le interesa a este último es el que le permita conservar el poder, como sea. Se valió del desmantelamiento de los resguardos institucionales de la república que impulsó Chávez, para ofrecerle oportunidades de lucro a los factores más importantes de poder, sobre todo a aquellos mandos militares dispuestos a traicionar su misión. Labró, así, un régimen de expoliación sostenido por una madeja de complicidades, que aseguró instrumentando prácticas de terrorismo de Estado, de manos cubanas.
No son «errores» que se corrigen fácilmente con decisiones administrativas. Ahí están los informes de las misiones de las NN.UU. encargadas del respeto de los derechos humanos y de numerosas ONGs, como la decisión del Fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) de continuar con la investigación de crímenes de lesa humanidad cometidos por el gobierno contra la población. Son poderosos los intereses forjados en torno a las oportunidades de extorsión y confiscación en alcabalas, fronteras, aeropuertos y puertos, así como en la sustracción de rentas a través de todo tipo de transacción con el Estado. La corrupción parece lubricar de muchas actividades en la administración pública chavo-madurista.
En la «ola rosa» primigenia, Chávez ocupó una posición de ascendencia, en buena parte por su abultada chequera petrolera. Maduro se encuentra hoy en una situación casi contraria. Al aceptar el regreso a la CAN, por ejemplo, ¿está consciente de la cantidad de requisitos con los cuales debe cumplir? ¿O piensa, como cuando anunció su interés en que viniera la inversión extranjera, que basta con expresarlo?
El empeño por entenderse con Maduro de muchos de los mandatarios de izquierda de hoy habrá de discurrir sobre bases muy distintas a las del pasado. En ello incide el fracaso del «socialismo del siglo XXI», la caída en los precios de los commodities que exportan y otros cambios del contexto internacional. Debe interesarles que Maduro cumpla con las reglas de juego a las que ellos se ven comprometidos. Podrán combinar eso haciéndole carantoñas al Foro de Sao Paulo e, incluso, a Cuba, pero difícilmente tolerarán –por lo menos así esperamos—que se le dé una patada al tablero. Queda la interrogante de si Maduro podrá salir airoso de este juego.
Convendría a las fuerzas democráticas explorar estas determinaciones de manera de aprender cómo apalancarse en ellas para avanzar en la liberación de Venezuela de tan funesta experiencia.
Humberto García Larralde es economista, Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
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