Pilas delatoras, por Marcial Fonseca
Twitter: @marcialfonseca
Si el caso policial que hablará a estas páginas hubiese sucedido en la Venezuela después de los años 72, cuando la Policía Judicial creó el premio el Cangrejo de Oro a la mejor investigación, hubiesen galardonado con ella al detective que la llevó a cabo.
En una urbanización de la casa media alta de los años de fines de los 50, después que el último dictador abandonara el país, ocurrió un robo que causó mucho impacto y molestias; impacto porque la víctima era una funcionaria de una embajada europea; molestias al gobierno porque la opinión pública pedía a gritos que nos alejáramos de la ignominia de los interrogatorios con tortura, aun en caso de delincuentes comunes. Las palabras de estos deberían tener el mismo peso que las de cualquiera; en ellas estaba también, en principio, encerrada la verdad, salvo que se pudiera demostrar que era todo lo contrario.
Le dieron el caso al joven F. Seamol[1], apenas empezando en la Policía Judicial y, por supuesto, muy lejos de sus cuatro famosos crímenes de la era democrática. Su entusiasmo era grande por la nueva etapa política en Venezuela; se sentía bien en la policía recién creada, y quería resolver los casos al estilo de los cuentos policiales, más que al de las novelas; estas le parecían pesadas, prefería el control del argumento y el dominio de los personajes que había en las historias cortas.
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Cuando Seamol recibió el caso, y se entrevistó con la víctima, notó que lo robado no era de mucha monta, además de que no había facturas; ella dejó claro que hizo la denuncia para cumplir con el seguro. Rápidamente la policía ubicó un sospechoso con una abigarrada colección de enseres domésticos, y con antecedentes policiales. Le mostraron a la víctima una foto de lo hallado; reconoció que lucían como sus pertenencias; por supuesto, el presunto ladrón negó que se las hubiera robado.
El investigador ordenó que buscaran huellas digitales en los objetos, y para su sorpresa, estaban limpios, o, mejor dicho, pulidos; así no podían relacionar los objetos con persona alguna; el interfecto era astuto; el detective se dio cuenta de que debía actuar de una manera inteligente para atraparlo.
Ya en su oficina, se percató de que en el inventario declarado por ella había dos artículos menos que lo hallado en la casa del ladrón: una cámara alemana y un objeto sexual, claramente francés, por el nombre en el estuche, vibramasseur. La llamó por teléfono, quería chequear si ella no había olvidado algo, contestó que había sido muy exhaustiva; luego de presionarla, admitió que pasó por alto mencionar una cámara Agfa, aunque tampoco tenía prueba de haberla comprado.
Él le dio las gracias y se dio cuenta de que en el objeto que ella no recordaba, evidentemente por pudor, podría conseguir huellas que el sospechoso no se imaginaba que estaban ahí; pero primero necesitaba que la señora admitiera que era la dueña.
La citó a la sede de la PTJ; estaba muy nerviosa y el detective quiso salir rápido del trago amargo, y directamente le preguntó si era dueña del adminículo que le mostró mediante una foto que habían tomado los técnicos de la PTJ; con gran vergüenza lo admitió.
El comisario ordenó que llevaran el victimario a la sala de peritaje de huellas dactilares. Ciudadano, empezó el Seamol, demostraré con las huellas de la dueña en uno los objetos que usted es el autor del hurto.
No conseguirán nada, contestó el sospechoso, muy seguro de sí mismo. El detective ordenó al técnico que buscara huellas en la evidencia número 69. El perito tomó el vibramasseur y con un destornillador muy pequeño, extrajo dos pilas tamaño D; esparció sobre ellas un polvillo y luego de otras tecnicidades, consiguió unas huellas, estas eran las de la funcionaria de la embajada. El sospechoso quedó mudo por la habilidad de comisario, y confesó ser el autor del robo.
[1] Se pronuncial [simol]
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor.
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