¿Por dónde empezamos?, por Carlos M. Montenegro
Todo indica que el engorroso asunto de que este gobierno y su régimen se acabe de una vez, se encuentra en el tramo final del final y, espero no equivocarme, tengo la convicción de que así es. La manera en que sucederá ya es otro cantar, cuya melodía desconozco.
Puede decirse que en casi todo el país hay consenso para que la república que viene, no debe parecerse en nada a la que se va, y mejor si tampoco se parece a la anterior, aunque es justo reconocer que en la de Punto Fijo se hicieron cosas bien en dirección a la democracia anhelada gracias, en gran parte, a algunos personajes y estadistas que ojalá hoy pudiéramos contar con ellos.
Pero la realidad es la que es, no tenemos otra. Pensando en el porvenir que se nos viene encima, y dentro del deseo de augurar un todo nuevo, y de lo mejor para Venezuela, me asalta una idea que puede ser una autentica obviedad, pero que me parece pertinente dado que, como idea general, en vez de reconstruir, deberá instituirse un nuevo régimen capaz de reparar la fatal avería que nos ha relegado a ser los últimos de la fila del desarrollo mundial.
Así que: ¿Por dónde empezamos? Sin entrar en detalles técnicos ni jurídicos, el sentido común sugiere, obviamente, que por el principio; pero al acordar cual es el principio es donde pueden aparecer los primeros problemas que, ojalá no, inauguren de nuevo “los debates de nunca acabar”, para mayor gloria y lucimiento de “enteraos” y “blabladores”. Delicado asunto que deberán saber soslayar de la mejor manera posible los técnicos y políticos designados por el flamante presidente interino de Venezuela.
El qué hacer no es problema pues todo está por hacerse, la cuestión es cómo hacerlo, disculpen si redundo, y por dónde empezar. En ese jardín no pienso entrar, lo que no me impide rememorar las cosas más peregrinas que en cierta forma conectan con lo que estoy comentando y, se me ocurre, que tal vez podrían servir para empezar a andar e ir haciendo camino, como dijo don Antonio Machado.
Me viene a la memoria Joseph Goebbels, el gerifalte de Hitler, el autor de 11 principios de la propaganda. En el 5º ya decía: “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar”. Y en el 6º también decía lo de “Si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad”.
Es fácil deducir que para los nazis la masa debiera estar a dos minutos de la imbecilidad, o sea, cuanto más ignorante mejor; aunque lo de procurar que las multitudes gobernables permanezcan lo menos instruidos posible no es una exclusiva nazi. Lo han ejercido, con raras excepciones, desde el Homo Sapiens, los jefes de tribus, las religiones, monarquías, repúblicas y tiranos de todos los géneros, de ideologías tanto diestras como siniestras.
Es el “síndrome de 2+2=3”, donde el patrón pregunta al obrero cuantos dracmas gana al día, y cuantos días ha trabajado; este le contesta que 2 dracmas y ha trabajado 2 días, a lo que el patrón le cancela diciendo: “muy bien, pues aquí tienes tu paga: 2+2 son 3 dracmas” y el trabajador da las gracias y se va tan contento.
Recuerdo una película brasileña, “Estación Central de Brasil”, que en el terminal del ferrocarril de Rio de Janeiro una mujer tenía un tarantín en el que escribía cartas a los que no sabían leer ni escribir, cobrándoles además por las estampillas para enviarlas por correo; de regreso a su casa las tiraba a la basura. Es fácil engañar a los ignorantes.
Goebbels no inventó nada, pero lo puso en orden y lo publicó para que cualquier malnacido con poder, empezando por su jefe, pudiera usarlo como manual práctico para estafar
En abril 25 de 2015, en este mismo periódico publiqué mi artículo “Aprender a enseñar, para enseñar a aprender” donde proponía que ante la deficiente calidad de la enseñanza, habría que empezar por seleccionar y dar excelente formación a maestros con vocación auténtica en educación primaria, para que de sus alumnos emergieran excelentes profesores de secundaria que a su vez formarían magníficos docentes en profesiones técnicas prácticas, o catedráticos de universidades de cuyas aulas saldrían doctores, científicos, y humanistas de gran nivel. Es decir, gente bien enseñada desde la infancia.
Todos los padres quieren para sus hijos los institutos y universidades más competentes, que ofrezcan las carreras de más prestigio y mejor remuneradas. Pero son muy costosas.
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Para alcanzar ese nivel en la instrucción pública hay que empezar cuanto antes, pues el camino es largo. Primero, debiera ponerse a la docencia, cualquiera sea el nivel, en el lugar y categoría que le corresponde. La profesión de maestro, en una sociedad avanzada, es tan digna e importante como la que más, y como tal debe ser remunerada, pues el docente provee del principal insumo para una economía próspera: el hombre con buena preparación.
De su labor realizada cabalmente desde la primaria, depende el éxito en la vida de millones de personas, profesionales o no; es el más noble de los servicios públicos, imprescindible para obtener una sociedad sana, culta y capaz de aportar habitantes a su país que puedan ponerlo al mejor nivel posible. No es utopía, muchos países lo han logrado. Pero se deben suministrar los medios.
La formación es un bien invalorable que recibimos de nuestras familias en primer lugar, y a continuación de nuestros maestros y profesores con la responsabilidad de transmitirlo a los demás; la instrucción es el punto de partida para lograr una sociedad capaz de enfrentar todos los recelos sociales y poder alcanzar los mejores beneficios del trabajo en plena concordia y paz.
Venezuela nunca será un país rico, como continuamente se airea, mientras no tenga la gente con la altura intelectual capaz de sacar buen partido de sus riquezas naturales sabiéndolas sembrar, y disculpen la cita tan trillada
En una de sus más acertadas sentencias, Simón Bolívar lo dijo en Angostura: «Moral y luces son los polos de una República, moral y luces son nuestras primeras necesidades». Y don Manuel Pérez Vila, el memorable bolivariano gerundense, nos solía apostillar: nadie lo ha dicho mejor. Sin embargo, desde entonces los gobiernos la han utilizado en sus proclamas, pero no le han parado ni media bola, y, digamos la verdad, aunque nos encanta la frase y repetirla como loros, nosotros tampoco.
Tal vez esto de la educación pudiera ser uno de los puntos para hacer, iniciando la nueva andadura. Pero haciéndolo, porque decirlo, prometerlo y no cumplirlo, ya se ha hecho un montón de veces.
Me quedo con un par de sugerencias en el tintero, que pienso tratar en otra entrega.
Sin óbice ni cortapisas
Lo diré sin acritud. Muchas personas que asisten con entusiasmo a las concentraciones convocadas por el presidente interino, después de largas horas de espera oyendo, que no escuchando, desgañitarse a los teloneros de siempre, muchos, antes de que el personaje que todos quieren ver y escuchar llegue a la tarima, terminan por abandonar el sitio hartos de sol y gritos. En la concentración del día de la juventud en la Av. Francisco de Miranda, la gente estaba convocada a las 10 am y el presidente llegó a la 1.30 pm. Es cierto que históricamente la gente no suele llegar a la hora fijada, pero tal vez porque que históricamente los convocantes tampoco; quizás piensen que así la multitud se va calentando, es posible, pero de la arrechera. Por eso muchos se van. Ser puntual tal vez le dé un toque diferente a lo que hacen siempre los otros.