Por si sirve de algo: la experiencia de Chile, por Sergio Arancibia
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En Chile, la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet no se derrumbó de la noche a la mañana, por el empuje de las masas en la calle, que decidieron marchar hacia el Palacio Presidencial y llenaron de miedo al dictador y a todo su entorno, todos los cuales decidieron buscar rápidamente un avión que los llevara al extranjero.
Tampoco la derrota tuvo su origen en un quiebre de la cúpula militar, en la cual muchos de sus componentes hayan decidido un buen día pasarse al bando de la democracia.
Las elecciones –que dieron origen a un gobierno electo limpiamente por el pueblo– no se llevaron a cabo una vez que el tirano y todos los funcionarios políticos y electorales hubiesen abandonado sus funciones y hubiesen sido reemplazados por un batallón de ángeles y arcángeles caídos del cielo.
Las masas en la calle, con cánticos y banderas –que tanto candor romántico despiertan– se hicieron presentes tímida y heroicamente durante los 17 años del gobierno de Pinochet, pero los mayores mítines solo se llevaron a cabo al calor de la campaña por el NO, en el plebiscito que fue convocado por Pinochet, con intención de perpetuarse en el poder. El mitin de cierre de la campaña por el NO fue lo más grande realizado en esos 16 años de dictadura, y tuvo como telón de fondo la alegría y la esperanza que despertaba la posibilidad de que el dictador saliera derrotado en esa contienda electoral, en la que casi toda la oposición había decidido participar.
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Esa batalla electoral –el plebiscito, en la cual se decidió en alta medida la suerte del dictador– no fue un modelo de equilibrio e igualdad de oportunidades para todas las fuerzas participantes. La dictadura dominaba toda la prensa, todas las radios y televisoras, todas las alcaldías, y puso todo el peso de la maquinaria militar al servicio de generar miedo en la población ante la posibilidad de que triunfara el No, como efectivamente sucedió. Toda la acción y la capacidad de presión del gobierno y los programas sociales, de repartición de ingresos y de alimentos, se desplegaron por doquier, al servicio de la opción gubernamental. Los funcionarios que organizaron el proceso electoral, con la sola excepción de los testigos de mesa, eran todos funcionarios pinochetistas.
Los capítulos finales de la dictadura –y los capítulos primeros de la restauración de la democracia– estuvieron signados por dos derrotas electorales sufridas por el pinochetismo. La primera de ellas fue en el plebiscito convocado en el año 1988 y la segunda en la elección presidencial propiamente tal, realizada al año siguiente, donde Patricio Aylwin derrotó al candidato levantado por Pinochet
La noche del plebiscito, cuando Pinochet quiso decretar el estado de sitio y poner fin al recuento de votos –que claramente le era adverso – dos comandantes, de los cuatro que constituían la Junta de Gobierno, le dijeron que no. Más que un quiebre, eso fue una discrepancia respecto a las consecuencias nacionales e internacionales que tendría poner fin a una consulta electoral que todo el mundo sabía ya – a esa altura de la noche y de los recuentos– que había sido perdida por el régimen.
Pero en lo sustantivo, la dictadura no cayó porque las fuerzas que lo apoyaban se hayan fracturado y dispersado. La dictadura mantuvo hasta el final su capacidad de negociar unida con la oposición triunfante, de imponer condiciones que le eran favorables y de mantener la cohesión institucional de las fuerzas armadas.
Y si algo tenía la oposición democrática que negociar –en esos difíciles momentos históricos– había que hacerlo con los malos, con los responsables de 16 años de crimen y dictadura –o con sus representantes directos– que eran los que efectivamente tenían todavía el poder, y no con hipotéticos pinochetistas puros y virginales, que hubiera sido difícil de encontrar y con los cuales hubiera sido ocioso negociar