Por un pedazo de escalera, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Entonces le dijo: «Una cosa es que tú quieras y otra que tú puedas». «¿Cómo es la vaina, carajito?», inquirió, entre arrecho y sorprendido, el tal Perrocaliente, el peor de los Guevara, dilatando su rostro de modo que rápidamente cambiaría del amarillento cetrino a un rojo sanguinolento.
Dijo eso y se lanzó con pasos firmes pero pesados —lentos, si lo prefieres— hacia nosotros, como si en alguna región de su cerebro hubiese lugar para perdonarnos, en caso de que tal opción existiese. Es decir, si Darlan asumiera que lo había subestimado y, por tanto, se disculpaba a tiempo —para lo cual debía apelar a la risa facilona, nerviosa, añadir expresión de idiota y aclarar bajo juramento que todo había sido una broma— o enfrentarlo, lo que significaría que ignoraba los alcances físicos de tal decisión y que no valoraba las funestas consecuencias sobre nuestros esmirriados cuerpos.
De manera que en vez de hacer exactamente lo primero, Darlan apostó lo que le quedaba de sentido común al desafío. Aunque vimos –todos lo notamos– que al hablar le tiritaban los labios, no sé de dónde coño sacó fuerzas para retarlo y soltar aquello de «lo que oíste, pendejo… que una cosa es que tú quieras que nos vayamos de la escalera y otra que puedas sacarnos».
Es indudable que, en cierto sentido, el desarrollo de tal alegato, que aún después de muchos años no he podido evitar recordarlo sin sentir el mismo estupor por lo inacabables que resultaron esos instantes, pudo tener alguna lógica bajo la suposición de que tuviéramos la misma edad de Perrocaliente o que jugábamos a una victoria segura aprovechando la ventaja de que éramos seis, mientras Freddy solo contaba con su compañero, un tipo algo mayor, alto también y de aspecto sombrío, que bailoteaba el cigarro entre los dedos, y expresión de no estar ganado a la idea de sumarse a una riña con chamos. Pero ninguna de esas condiciones servían ya.
Mi inalterable opinión, desde el principio, era que desalojáramos el rellano de la mugrienta escalera que conduce al bloque dos, y dejar que Perrocaliente y los suyos se explayaran ahí en sus tardes de ron y marihuana.
Nosotros buscaríamos otro rincón para rumiar la desazón. A decir verdad, no sería la primera vez que nos echaban de un lugar y que obedecíamos guiados por el instinto de supervivencia, sin perder la dignidad. Pero no sé qué carajo le pasó por la cabeza a Darlan para adoptar la suicida determinación de no moverse de la escalera, lo que debimos respaldar muy de mala leche.
A Freddy Perrocaliente no le quedó otra opción que aproximarse, estimo que a metro y treinta centímetros de nuestros miedos, con el sol reverberando en su espalda, lo que proyectaba una sombra suya agigantada. Son esos instantes en lo que tú ruegas que aparezca alguien que detenga la acción porque si no, el tipo sacará un cuchillo y de certera puñalada le partiría el corazón al estúpido de Darlan. Pero no. Bastó con un solo coñazo expulsado con tal fuerza contra la boca que le voló dos dientes, de modo que comprendimos sin equívocos el mensaje: ¡entramos en guerra! Ahora sí, debíamos luchar por el derecho a defender esa escalera.
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Lo que vino después solo hay que verlo a ralenti. Darlan salió disparado por el impacto del golpe, y Perrocaliente, satisfecho, nos dio la espalda, supongo que seguro del triunfo, cuando Virgilio, alterado –el rostro se le encendía en esos trances– saltó, se le encimó y se amarró al cuello enroscándolo con sus brazos, mientras cada uno de nosotros buscaba piedras, botellas, tablas y lo encendíamos a palos en una suerte de linchamiento lo que le dificultó abalanzarse contra nosotros y convertirnos en chatarra. Seguro que el tipo había pensado –yo también– que el derechazo contra Darlan había sido suficiente como ser tomado como clara advertencia. Pero no, asustados y todo entramos en batalla.
En más de una ocasión, Virgilio estuvo a punto de ser atrapado por las amenazas de Freddy pero la habilidad que concede la juventud y la práctica de deportes, le hizo saltar como Nureyev sobre ese escenario maloliente de la escalera del bloque dos. Sin público, ya que pocos se asomaban a la ventana a esa hora, irritando de tal manera al tipo en su frustración, porque las piedras y botellas sobre su cuerpo no le daban descanso. Aparecieron los primeros signos del cansancio, pero Perrocaliente se negaba a perder. No se había ganado la fama de malo a base de huidas y rendiciones.
El combate se prolongó más de lo que estimamos. A ratos me parecía verlo cansado, lejano e incompleto. Repentinamente saltaba abroncado para ponernos la mano y, al no lograrlo, resoplaba exhausto mientras un río de sudor recorría su frente, se esparcía en la cara y desembocaba en el cuello donde aterrizaba en todo el cuerpo.
El tiempo corría de manera lenta, pero nuestros corazones se agitaban y el miedo desaparecía porque nos aferrábamos a la ilusión de que los jadeos cada vez más crecientes de Freddy acabarían por hacerle caer.
Entonces ocurrió lo inesperado: el sujeto alto, de aspecto desagradable y cabeza en forma de cacahuete entró en juego y dijo_»¡Nojoda, coño!», sacó una pistola, nos apuntó e hizo un disparo al aire que nos aturdió porque el sonido pareció multiplicarse en los oídos de cada uno de nosotros mientras huíamos. Hasta Darlan, que se levantaba del suelo sin digerir el nocaut, se unió a la huida y las sombras fieles de quienes nunca dejamos de ser nos incitaron a emprender la carrera, de forma alocada, con temor a un segundo disparo que nunca ocurrió. Solo así Freddy Perrocaliente pudo salvar el honor, levantarse del piso, todo maltrecho y vapuleado, y con furia reprimida apelar al viejo ademán de aplastar con sus dientes la punta del cigarro que le ofrecía su pana salvador.
Cuando en la estampida llegamos lo más lejos posible como para sentirnos a salvo y comentar lo ocurrido, escuchamos un alboroto proveniente de los bloques y concluimos que se trataba de la ayuda de los vecinos que habían visto la pelea desde sus ventanas, y ahora bajaban en tropel para defendernos. Pero no fue así. El disparo al aire hirió en la cabeza a una chica del piso siete del bloque dos, quien se había asomado para ver la refriega.
Para evitar que los molieran a palo, Freddy y el pana huyeron por la misma senda de escape que tomamos nosotros. Pero… mala suerte. Dos patrullas les esperaban, los atraparon sin resistirse y fueron subidos esposados al carro policial.
Volvamos a la vecina herida. Era una tal Gladys, afortunada porque el disparo apenas rozó su cabeza y no pasó más allá del horror de la sangre que fluía en gran cantidad y del escándalo familiar, que se trasladó a los vecinos. Cuando confirmamos que lo peor había pasado, decidimos subir, «pero –dijo Virgilio– ¿qué vamos a decirles por el motivo de la pelea?». Nos miramos sin tener respuesta. Yo me jugué la última carta. «Digamos cualquier vaina… que Freddy estaba drogado y nos atacó con un cuchillo… cualquier cosa, chamos… pero nunca que nos peleamos por un pedazo de escalera».
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España