Pragmatismo y DDHH, por Rafael Uzcátegui
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En diferentes conversaciones sobre la progresiva normalización de las relaciones de Nicolás Maduro con sus homólogos de la región, la palabra más repetida es «pragmatismo». Pudiera interpretarse como una reacción al voluntarismo maximalista de la anterior estrategia fallida, esa que intentó que hubiera una transición por colapso del régimen. O también, un síntoma de lo que hemos calificado como «dialoguismo»: la creencia que mantener a toda costa los canales de comunicación abiertos con Miraflores logrará, en cierto momento y por sí sólo, algún tipo de acuerdo político para la transición a la democracia.
Hay dos elementos que signan los análisis particulares sobre lo que pasa en Venezuela: La definición del tipo de autoritarismo que representaría el chavismo realmente existente y, dos, el lugar que se ocupa dentro del campo democrático. La estrategia anterior sólo demandaba un rol: el de ciudadano movilizado que exigía un cambio en el espacio público.
Cualquiera que sea el nuevo camino necesitará, en cambio, de múltiples actores en sinergia por la recuperación del estado de derecho y la Constitución. Hasta ahora la polarización estimulada por el autoritarismo nos hizo desconfiar de la diferencia. Ejercitar el músculo democrático de la tolerancia y la diversidad, empequeñecido y oxidado, nos demandará un gran esfuerzo en lo sucesivo.
La democracia no intenta que todos piensen de la misma manera, uniformización que sí desea la pulsión totalitaria. En cambio, desea que las diferencias de opinión puedan canalizarse y resolverse en políticas públicas para el beneficio de todos. Las experiencias previas y la formación intelectual moldean las maneras de razonar, de la misma manera que el lugar que se ocupa dentro de la sociedad.
Por lo anterior es predecible que un empresario tenga un acercamiento al conflicto que privilegie la reactivación del aparato productivo; que un sindicalista jerarquice la conquista de mejores derechos laborales para la clase trabajadora o que un dirigente partidista ponga de primer lugar los modos de seguir haciendo política a pesar de las circunstancias. Siendo así no debería sorprender que la postura de los defensores y defensoras de derechos humanos sea la de «impunidad cero» y de mantenerse apegados a los principios presentes en la Declaración Universal de 1948.
En todas las experiencias regionales de transición al autoritarismo los defensores de derechos humanos han colocado como brújula de su actuación los intereses de las víctimas que representan. No hacerlo sería desdibujarse, dejar de ser lo que son. Si la racionalidad político-partidista coloca el perdón sin justicia sobre la mesa de negociación, la mentalidad activista cuestionará que la impunidad sea utilizada como objeto de transacción.
Si la subjetividad economicista postula que el crecimiento de los indicadores financieros generará grietas democratizantes, los defensores exigirán que la agenda de relaciones bilaterales incluya a los derechos humanos. Si un académico asegura que se debe aplicar la teoría de los incentivos, desde una ONG se abogará por la liberación de todos los presos políticos. El desafío para el campo democrático es sintonizar todas estas aspiraciones, en un difícil equilibrio no exento de tensiones.
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El papel de un defensor o defensora de derechos humanos es ser la mala conciencia de sociedades que son presionadas para el olvido. De persistir en que cualquier decisión debe fortalecer, y no debilitar, la posibilidad de vivir de nuevo en democracia, precondición para una dignidad sin exclusiones.
El seguir señalando a los victimarios hasta que sus crímenes sean colocados bajo la lupa de una justicia sin adjetivos, para que se modifique lo que haya que cambiar para que el abuso de poder no vuelva a repetirse. De ser heraldos de la esperanza cuando se multiplican los llamados a la resignación. El espíritu que animó la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos fue precisamente el de las grandes aspiraciones, opuesto a la vocación chiquita y pragmática de quienes, luego de la Segunda Guerra Mundial, sólo aspiraban pasar la página.
Rafael Uzcátegui es Sociólogo. Coordinador general de Provea.
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