¿Premoniciones a través del arte en un mundo complejo?, por Marianella Herrera Cuenca
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A mí me gusta el arte, viví en una familia que siempre lo estimuló. Mi infancia estuvo llena de asistir a conciertos, a galerías de arte y museos. Recuerdo perfectamente los conciertos dominicales en el teatro Municipal de Caracas, las visitas al museo de arte contemporáneo Sofia Imber de Caracas, las infinitas tendencias que en música, artes plásticas y gastronomía pude ver y palpar en primera fila. Lo agradezco profundamente.
El arte aporta sensibilidad, aporta al descubrir el otro lado de nuestros corazones, aporta motivación al trabajo humanitario, a la investigación. Una vida sin arte y belleza, es una vida que no permite acercarse al mundo sutil, el arte para mí al menos es parte de la espiritualidad.
Un regalo que tuve en la vida ha sido la cercanía con las diversas expresiones del arte: la música a través de mi hermano, excelente músico y primos queridos también maravillosos músicos, por mis lados tanto materno como paterno, mi bisabuelo musico creador de la música del himno del Estado Nueva Esparta. Pero la cercanía a las artes plásticas se las debo sin duda a mi tía Beatriz Valladares, una artista que sin duda ha dejado una huella imborrable en el espacio venezolano de las artes plásticas venezolanas y latinoamericanas.
A ella tuve el privilegio de observarla en su taller, tuve también la dicha de que me diera clases de pintura cuando yo era una adolescente y ahí descubrí mi interés por el color. También tuve la alegría de utilizar muchas de sus piezas de orfebrería, que todavía tengo y utilizo. Sus carteras de fiesta en terciopelo con las piezas en bronce icónicas de su firma.
Pero lo que más me marcó, fue la pieza con la que ganara el Premio Nacional de las Artes del Fuego en 1987, una pieza sin título que yo interpreté como humanos que cargaban el mundo, un mundo complejo, los humanos en la pieza impecable me parecían agotados, cansados, agobiados por el esfuerzo de mantener el mundo a cuestas, un mundo que se abría de lado para dejar ver las entrañas de la tierra.
Me pregunto si esa obra era una especie de premonición del mundo complejo que nos esperaba, particularmente a los venezolanos. Esta obra, con la que sueño recurrentemente, se ha convertido en una especie de imagen profundamente sanadora porque confronta. Cuando se enfrentan los problemas y las realidades, damos el primer paso para la búsqueda de soluciones. Nunca le pregunte a Beatriz lo que significa esa obra, no creo que hace falta. La ha dejado sin título, porque quizás cada uno de nosotros le podría poner el nombre más adecuado para su circunstancia.
Los casi 6 millones de venezolanos que ahora están por el mundo, han visto, sentido, experimentado la responsabilidad de llevar a cuestas una realidad sórdida que los llevo a salir del país, cual es el nombre que un venezolano que atraviesa la selva del Darién le pondría a esta obra, cuando lleva sobre sus hombros a todo su mundo, su mundo interior, su familia, sus escasas pertenencias. Pero la obra se convierte en global, ¿que lleva consigo un sirio que huye del conflicto de su país?, que llevan los ucranianos sobre sus espaldas cuando corren para no ser alcanzados por un bombardeo?
De ahí la belleza, la tragedia intrínseca y lo universal de esta obra. La vi por primera vez en aquellos años, me produjo una sensación física que todavía recuerdo. Ahora puedo recorrerla con mis ojos «humanitarios» y ahí veo a los venezolanos, a los sirios, a los ucranianos, a los etíopes, a los ciudadanos de Yemen, a los afganos corriendo detrás de un avión.
¿Arte premonitorio? O fue la historia la que construyó sobre el arte, no lo sabemos. Si es importante saber que la obra de Beatriz Valladares es eterna, es la que nos puede recordar, es el aprendizaje infinito desde las artes del fuego, un elemento vital para la vida, una manera hermosa de contactar con la realidad y enfrentarla. Que viva el arte. Gracias Beatriz.
Marianella Herrera Cuenca es Médico, Profesora UCV-CENDES-F Bengoa
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