Diannet Blanco narra el horror vivido en los calabozos del Sebin
La expresa política Diannet Blanco Prieto contó su vida a la ONG Programa Venezolano de Educación Acción en Derechos Humanos (Provea), y lo que vivió durante su detención en la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin)
Crecí en una familia numerosa, de muchas mujeres, escuchando luchas que me antecedieron, luchas que permitieron resistir. Estuve presa por un año y 12 días en El Helicoide, a veces siento como si me hubiesen cambiado la celda del SEBIN por una más grande. Esta es mi historia.
Me siento muy orgullosa de mis raíces. Son unas raíces robustas y profundas que me han permitido mantenerme en pie, a pesar de muchas tempestades que he atravesado. De eso les contaré.
Pero comencemos por el principio.
Nací en Guatire, una pequeña y calurosa ciudad del estado Miranda, en el centro-norte de Venezuela. Me gusta decir que es una tierra que le ha dado al país grandes personajes. Sara Bendahan, la primera mujer que obtuvo el título de doctora en Ciencias Médicas en Venezuela, fue guatireña; el gran compositor Vicente Emilio Sojo fue guatireño; el presidente Rómulo Betancourt fue guatireño. Yo, Diannet Blanco Prieto, soy hija de una maestra de preescolar y de un profesor de música. Crecí en una familia numerosa, de muchas mujeres, escuchando luchas que me antecedieron. Luchas como la de Eustoquio Genaro Blanco, mi abuelo paterno, un negro trabajador descendiente de cimarrones de Curiepe, ese pueblo mirandino de cuya tierra siempre ha brotado cacao, y donde siempre resuenan los tambores a la orilla del río.
Cuando de niña iba de vacaciones a la casa de Luisa Matilde Aragort, mi abuela paterna, ella me contaba cómo mi abuelo Eustoquio, un hombre bondadoso y justo, había encarado la férrea dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Mientras la escuchaba, cerraba mis ojos y recreaba en mi mente lo que ella iba relatando: me lo imaginaba a él como un hombre firme y valiente luchando por la libertad. Aunque eso le costó la suya propia. Mi abuela me contó que una vez lo pusieron preso en Guasina, una cárcel ubicada en una isla en el Delta del Orinoco. Esa prisión había sido creada antes por el General Eleazar López Contreras, quien la utilizó como campo de concentración para presos políticos. En 1943 la cerraron, pero años después, Marcos Pérez Jiménez la reabrió y envió allí a 446 presos políticos: entre ellos, mi abuelo Eustoquio.
Mi abuela Luisa Matilde, una llanera con temple oriunda de Altagracia de Orituco, estado Guárico, nunca lo dejó solo. En la clandestinidad, ella también luchaba contra Pérez Jiménez. Además, como maestra normalista, no dejaba de exigir reivindicaciones laborales para su gremio. Era una mujer de avanzada, con muchas inquietudes, con muchas ideas. Más adelante, de hecho, fundó en Guatire una escuela que llamó Eugenio Pignat De Bellard.
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Creo que de ellos heredé mucho de lo que soy.
A los 13 años, mi tía Juana Isabel Blanco Aragort me regaló un libro de Luis Beltrán Prieto Figueroa, el maestro de las Américas, llamado “Joven empínate”. Leer ese libro siendo una adolescente fue como encontrar una brújula: comencé a explorar, a concientizar el papel que debía —o quería— asumir como joven. “Tengo que mantenerme en pie para lograr mis objetivos, superar los obstáculos y ponerme al servicio de una mejor sociedad”, pensé entonces. Creo que ese libro, así como las anécdotas que conocía de mi familia, marcaron el curso que tomó mi vida.
Cuando llegué al liceo Vicente Emilio Sojo, fui escogida como vicepresidenta del Centro de Estudiantes y comencé a impulsar cambios en el colegio. Que arreglaran las canchas, que mejoraran los pupitres, que compraran implementos deportivos. Y para que fuera posible, organizaba colectas de dinero. También motoricé protestas para defender el pasaje preferencial estudiantil: en conjunto con otros liceos de Guatire y Guarenas, organizamos asambleas estudiantiles en las que reflexionábamos acerca de lo que significaba que nos quitaran ese derecho. Un derecho conquistado tiempo atrás cuando otros estudiantes salieron a las calles y varios perdieron la vida ante la brutal represión de la Policía Metropolitana y la Guardia Nacional.
Mi tío Luis Beltrán Blanco me ayudaba a hacer el periódico para mi liceo y a escribir los discursos estudiantiles. Lo hacíamos escondidos porque mi abuela y mis tías no estaban de acuerdo. Temían que algo pudiese pasarme en las protestas. Pero yo no tenía miedo. Por eso continuaba.
A mis 15 años, sin embargo, tuve que parar.
Me encontré ante la terrible circunstancia de la muerte de mi madre a causa de un cáncer de seno. Mi abuela y mis tías paternas me acogieron: me brindaron el apoyo, la compañía y el cariño que necesitaba para afrontar mi tan dolorosa pérdida. Y fue en esos días cuando me topé con el grupo juvenil Divino Maestro, dirigido por las misioneras Rosario Manjon y Maura Pérez. Con ellas seguí aprendiendo a llevar con resignación la travesía dolorosa que significaba ya no poder ver a mi madre. Participaba en convivencias, iba a misas, visitaba ancianatos y comunidades del pueblo, y hacía labores sociales para brindarle comida y abrigo a las personas que tenían mayores carencias afectivas y materiales.
Con el paso del tiempo, comencé a soñar con ser educadora. Sentía que a través de la educación podría seguir contribuyendo a la transformación de la sociedad. Y años más tarde, luego de terminar el bachillerato, vi ese sueño hacerse realidad: fui admitida para estudiar Educación en la Casa que vence la sombra, mi amada Universidad Central de Venezuela.
Allí pude comprender algo que decía el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa: “Educar es, por encima de todo, formar una conciencia, crear un espíritu, señalar un rumbo; y a veces el que señala el rumbo no ha recorrido el cambio, pero sabe por dónde va”.
Como me ocurrió en el liceo, al llegar a la UCV sentí la necesidad de involucrarme más allá de mis actividades académicas. Quería ayudar a los demás e impulsar cambios. Me postulé a la presidencia del Centro de Estudiantes de la Escuela de Educación. Era el año 2003. Mi plancha se llamaba Escuela Nueva y se apegaba a la filosofía pedagógica del maestro Beltrán Prieto Figueroa, quien dijo alguna vez: “Nadie puede dirigir a otros si no es capaz de dirigirse a sí mismo”.
Fui electa y, un año más tarde, en 2004, ocupé el cargo de secretaria de reivindicaciones de la Federación de Centros Universitarios, lo cual me permitió relacionarme con muchos dirigentes estudiantiles tanto de la UCV como de otras universidades del país. Con ellos viví ratos de mucha alegría. Años más tarde, también compartiría momentos de mucha incertidumbre.
Bombas lacrimógenas. Perdigones. Disparos. Lluvia de balas. Vehículos antimotines arrojando chorros de agua a presión contra masas de gente. En 2017, Venezuela se estremecía, a diario, en protestas callejeras en contra del Gobierno que las fuerzas de seguridad del Estado reprimían con saña. Todos los días se registraba un parte de heridos y muertos: era como estar en una guerra.
Yo iba a esas manifestaciones. Y no solo para ejercer mi derecho a expresarme, sino también para tenderles la mano a las personas heridas. Ayudaba con insumos de primeros auxilios a los jóvenes de la Cruz Verde, estudiantes de medicina de la UCV que se organizaron para socorrer a los manifestantes.
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Por eso, en una rueda de prensa, un vocero gubernamental me señaló como integrante de una brigada terrorista que quería desestabilizar el Gobierno. El 20 de mayo de 2017 me detuvieron arbitrariamente. Y, contrario a lo que establece la ley para las personas civiles, me llevaron a tribunales militares.
Estuve un año y 12 días en la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin), en el Helicoide.
Cuando llegué, recuerdo que me encontré con Daniel Ceballos —alcalde de San Cristóbal a quien habían destituido y detenido en 2014 por presuntamente apoyar las protestas de ese año— y con Villca Fernández —dirigente estudiantil preso desde 2016, acusado de conspirar en contra de la seguridad de la nación. Ellos, con quienes había compartido en libertad, me recibieron en la prisión. Me sentí menos sola. Sentí que era parte de un grupo. De una generación que ponen presa por defender sus derechos.
En el Sebin viví cosas terribles, recibí tratos crueles e inhumanos. En medio de ese horror, una vez me vino a la mente esta frase de Viktor Frankl, el psiquiatra austriaco que sobrevivió a campos de concentración nazi: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino para decidir su propio camino”.
Y ver las cosas desde esa perspectiva me hizo sentir fuerte.
Compartía una celda de 50 metros cuadrados con 26 mujeres. Había presas políticas y presas comunes. Estábamos hacinadas, teníamos muy poca ventilación, no contábamos con baños limpios y por los grifos no salía agua. Por eso evitaba hacer mis necesidades fisiológicas: tenía que defecar en bolsas plásticas. Debía bañarme con apenas cinco litros de agua.
La luz del bombillo era tenue.
Los días se me hacían eternos.
“Vive un día la vez, esto es temporal”, me repetía como un consuelo para sobrellevar el encierro. Era difícil. Al principio ni siquiera me permitían ver a mi familia. En esas horas largas pensaba en todos los relatos que me habían contado desde muy niña. En mi abuelo y mi abuela luchando contra una dictadura. En el temple, la entereza y persistencia de ellos. Y sentía que yo ahí, en esa prisión, debía honrarlos manteniendo la cara en alto.
Era como si hubiese heredado un testigo familiar.
Luego de cuatro meses, permitieron que mis tías me visitaran. En ese primer reencuentro con ellas, les pedí que no lloraran. “Dios no nos pone pruebas que no seamos capaces de superar”, les dije.
Y les conté que estaba ayudando a las compañeras: había organizado tertulias acerca de las distintas formas de violencia contra la mujer en las que les insistía en que todas merecíamos ser tratadas con dignidad.
Con alguna de esas mujeres compartí alegrías y tristezas. En ellas encontré empatía y solidaridad. Nobleza. Resistía en la mazmorra, ese lugar oscuro y hostil, gracias a que con ellas me reía. Así comprendí que lo peor que le puede pasar a una persona encarcelada es el olvido.
Una noche, una de las muchachas dijo que necesitaba ver la luna. Fue en ese momento cuando me sentí presa y tuve la sensación de que mi estómago era un remolino, un vacío hondo. Entonces varias nos juntamos, pegaditas una de las otras, a una pequeña ventana, y vimos la luna antes de que desapareciera.
Esa noche me acosté pensando en los meses que tenía sin ver el cielo.
Sin ver las estrellas.
Sin sentir el sol.
Sin sentir la brisa en mi rostro.
Pero sabía que no estaba sola. Muchas personas se habían solidarizado con mi situación. Entre ellos, Ramón Chacón, Nasbly Kalinina, Grisel Arveláez, Omar Mora Tosta, Garrison Maita, Eduardo Torres y organizaciones como Acción por la Libertad, el Centro para la paz de la UCV, Provea, Foro Penal, Reporte Ya, Apucv, Cofavic, Amnistía Internacional. Juntos emprendieron una campaña por las redes sociales donde visibilizaron mi encierro y denunciaron mi procesamiento en tribunales militares.
Tenía casi un año en prisión. Allí dentro cada vez presenciaba más y más injusticias. Queríamos que respetaran nuestros derechos y que cesaran las detenciones de adolescentes. Exigiendo eso comenzamos a protestar el 16 de mayo de 2018. La manifestación dentro del centro de detención preventiva se extendió por dos días. Había mucha tensión. Desesperada porque las autoridades estaban dispuestas a sofocar el motín, se me ocurrió hacer un video pidiéndole ayuda a las organizaciones de derechos humanos y a la iglesia, con la esperanza de que intervinieran de alguna manera y garantizaran el respeto a nuestros derechos. Lo grabé con un celular y antes de que me lo quitaran y me quedara incomunicada, se lo mandé a mis amigos. Lo hice sin reparar en el castigo al que me someterían luego.
El video se hizo viral en las redes sociales: la voz de una mujer presa política que pedía ayuda por lo que estaba sucediendo en las mazmorras del Sebin le dio la vuelta al mundo.
Después del episodio, quitaron las camas de la celda donde dormía y me tocó pasar las noches en el piso, acostada solo sobre una delgada colchoneta. Fue el precio que tuve que pagar. Pero no me importaba.
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Días después, a las 9:00 de la mañana del 1 de junio de 2018, una funcionaria me informó que iba a ser trasladada. No sabía a dónde. Sentí mucha ansiedad. No podía creerlo. En efecto, me llevaron con otros detenidos a la Casa Amarilla, sede del Ministerio de Relaciones exteriores, en el centro de Caracas, y allí, luego de un acto televisado en cadena nacional, me informaron que la prisión preventiva sería sustituida por medidas de régimen de presentación.
Y horas más tarde fui excarcelada.
¿De qué tamaño puede ser una cárcel?
Han pasado más de dos años desde que salí de prisión. Todavía sigo con medidas cautelares —debo presentarme y firmar un libro cada 15 días ante un tribunal militar— y tengo prohibido de salir del Área Metropolitana de Caracas. Por eso, a veces he sentido como si me hubiesen cambiado la celda del Sebin por una más grande. Pero, tal como hice en las mazmorras, he tratado de darle sentido a esta otra forma de encierro.
A los meses de mi excarcelación, me invitaron a participar en un taller en la Parroquia Universitaria de la UCV que dictaría Provea. Era sobre herramientas prácticas para actuar ante la violación de los derechos humanos.
Desde luego que me emocionó y acudí entusiasmada. Ese día, los facilitadores me entregaron unos cuadernillos en cuya portada se leía: “Kit de emergencia en derechos humanos”.
Revisé con detenimiento ese material y se me ocurrió que podía compartir esa información en comunidades populares de Caracas que estaban siendo masacradas por cuerpos de seguridad del Estado. Eran procedimientos en los que había violaciones de todo tipo. Pensé que era necesario educar y organizar a la gente para que pudiesen exigir, documentar, denunciar y difundir lo que sucedía. Con esa idea comencé a darle forma a lo que llamé “Comités populares para la defensa de derechos humanos”.
Y un día me presente en la oficina de Provea y les dije:
Buen día, mi nombre es Diannet. Participé en el taller que realizaron hace días, y vengo a pedirles 30 cuadernillos para poder hacer una actividad de formación para este sábado en Guarenas.
Recuerdo que me recibieron Liliana Mendoza, Inti Rodríguez y Rodolfo Montes de Oca, quienes, muy amablemente, me entregaron lo que les solicité. Les agradecí mucho la confianza. Y por ello más adelante Provea me brindó la oportunidad de hacerme parte de su equipo. Ha sido una oportunidad maravillosa para darles esperanza a quienes atraviesan por momentos difíciles porque han arremetido en contra de ellos o en contra de sus comunidades. A muchos les resulta increíble que les esté hablando junto a una de las organizaciones de derechos humanos más respetadas y antiguas de Venezuela. Que junto a Provea les digamos que merecen vivir con dignidad. Que deben seguir adelante y no renunciar porque como decimos en Provea: Todos los derechos para todas y todos.
Esta labor me ha llenado de esperanzas, de seguridad. Lo que he hecho me ayudó a desestimar la idea de irme del país, una salida que —después de todo lo había vivido— muchas personas me insistían que considerara.
Decidí quedarme, no huir.
Y aquí sigo reinventándome.
He contado con el apoyo y los consejos de muchas personas, como mi compañero de vida Gabriel Blanco; el señor Raúl Cubas, sobreviviente y ex detenido de la dictadura argentina, actualmente investigador de Amnistía Internacional. También con el acompañamiento psicojurídico de Cofavic para superar las secuelas del cautiverio que viví en el Sebin. Porque el encierro afectó mi salud psicológica y física, salí con problemas estomacales y de visión que poco a poco he ido atendiendo.
En este transitar también han sido parte organizaciones como Éxodo, Caleidoscopio Humano, Laboratorio Ciudadano, Centro de Defensores UCAB, Foro Penal, Reporte Ya, Transparencia Venezuela, el programa de radio Son Derechos, de Provea, y por supuesto los Comités Populares de derechos humanos. También me han dado la mano personas como Eduardo Torres, Lexys Rendón, Luis Carlos Díaz, Eduardo Herrera, y el padre Alfredo Infante, quienes han realizado actividades para brindar herramientas a los comités, con los que día a día, en medio de la pandemia de covid-19, me mantengo en contacto. Agradezco infinitamente a Erick Lezama, Óscar Calles, Sergio González y a todo el equipo de Provea por brindarme la oportunidad de contar mi historia.
El trabajo en las comunidades representa una ventana para ser y hacer. Me he reconectado con eso que hago desde mi adolescencia: La lucha por la justicia y la democracia. Una lucha en la que cada día honro a mis tías, a mis abuelos, a mi familia, a mis raíces. Me siento orgullosa y agradecida por el apoyo que me ha brindado Provea. Siento que estamos ayudando para hacer un mejor país.
Honro a mis raíces y de eso me siento orgullosa.