Puertas que se abren, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
La vecina de enfrente es una chica tan atractiva como una modelo de revistas y silenciosa como un gato. De hecho posee dos pequeños felinos que custodian su apartamento durante las noches, ya que esta joven, siempre amable y sonriente, llamada Elisabeth –como mi mujer, aunque su nombre es con «s» y el de mi esposa, es con «z»– trabaja de noche y suele dejar la tele de la sala encendida, con las cortinas a medio correr, a fin de despistar a los ladrones caseros mientras Anna y Fellini merodean en la ventana completando así el guión de una advertencia de que hay vida más allá de esas rejas. De modo que cada mañana, cuando yo salgo a trabajar, Elisabeth, nuestra vecina, está de vuelta con inocultable expresión de cansancio, tras una noche agitada en la emisora de radio.
A esa hora, mi Elizabeth se arregla para salir, no sin antes limpiar nuestro piso, porque Elizabeth es alérgica al polen y a los gatos, una razón comprensible para haber rechazado en dos ocasiones, con vergüenza y absurdas excusas, las invitaciones que nos ha hecho la vecina Elisabeth, con la idea de tomarnos una copa de vino en una tarde de sábado de estos que ella tenga libre.
Como los apartamentos están frente a frente, en planta baja, es frecuente que nos veamos y nos tropecemos: yo saliendo y ella regresando, o viceversa, e intercambiemos saludos formales y sonrisas apuradas, con los gatos ronroneando detrás de la puerta para rendir cuenta de lo ocurrido durante la noche de vigilia.
Elisabeth vive sola y hasta donde ha compartido datos de su vida está divorciada, decidió no tener hijos por lo del cambio climático y es periodista. El resto es un halo de misterio que le confiere cierto atractivo. La otra noche volvía yo de una reunión cuando me sorprendió verla tratando de ingresar a su casa. Noté al saludarla que no sonreía y que se afanaba por abrir la puerta, mientras sostenía, como una equilibrista, dos pesadas bolsas con víveres y una botella de vino, razón por la cual me vi obligado a tomar las bolsas para que lograra abrir la puerta.
*Lea también: Los perseguidores, por Omar Pineda
Sorprendido, porque a esa hora se supone que ella debería estar detrás de la consola o el micrófono de la radio le acompañé con las bolsas y las coloqué en la mesa, pero antes de que le preguntara si no debería estar trabajando, Elisabeth se adelantó y me dio la mala noticia: la emisora había cerrado debido a la crisis y, por tanto, la pérdida de anunciantes; en fin que la habían despedido.
Dicho eso, miró a los gatos en busca de consuelo y, como una niña que ha perdido a sus padres, se echó a llorar. Entonces yo, solidario como siempre lo he sido la abracé para tranquilizarle y darle ánimos, sin reparar que habíamos dejado la puerta abierta, con tal imprudencia que cuando mi Elizabeth abrió nuestra puerta porque había presentido mi llegada lo que vio con asombro fue la escena del abrazo y paso siguiente la cerró de un solo portazo. Obviamente que cuando entré a casa se me hizo difícil explicar el embrollo y con Elizabeth furiosa, preguntándome que desde cuándo tenía esa aventura con la malhadada vecina. Me le arrodillé y le pedí que no se precipitara, que no sacara falsas conclusiones, pero Elizabeth seguía gritando.
Algo urgente debía hacer, y traté de ser convincente y no andarme por las ramas como uno de los gatos de la vecina. Entonces recordé que en las comedias románticas que pasan en el cine los protagonistas atrapados en similares situaciones lo primero que dicen es «no es lo que parece», y yo me aferré a la frase, pero Elizabeth, que también ha visto las mismas películas que yo, respondió «ah, si ¿y qué es lo que no parece?».
Desconcertado porque ya no sabía que venía después, me di cuenta que tenía que aclarar lo ocurrido en segundos, como en esos concursos para contestar en segundos con la respuesta correcta. Entonces no le dije la verdad. Que era la primera vez que veía a la vecina Elisabeth de noche y que en la imposibilidad de abrir la puerta con dos bolsas en los brazos, le ayudé tomando las bolsas y que al dejarlas sobre la mesa ella lloró atribulada, contándome que la habían echado del trabajo.
Me rehusé a dar esa versión porque resultaba demasiado complicada, y de estar en el lugar de Elizabeth yo mismo no la creería. No sé cómo pasó pero en el cénit de mi aflicción opté por convencerla de que todo fue una confusión debido a la semejanza de sus nombres, y que como soy distraído y venía agotado no noté la diferencia entre «s» de la «z».
Hubo un largo silencio que no debería figurar en este relato, hasta que Elizabeth me observó como Hitchcook obligaba en escena a mirar a sus personajes en los momentos de mayor tensión. Movió la cabeza y, sin sonreír pero admitiendo que decía la verdad, contestó: tú siempre con esos rollos gramaticales.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España