Putin, el emperador del pasado, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Ya han aparecido libros, la mayoría reportajes, sobre la guerra de Vladimir Putin en Ucrania. Pero ojo: ahí habrá un problema: Va a ser difícil diferenciar entre una profusa bibliografía sensacionalista y textos que intentan analizar a los hechos. No obstante, el libro Zeiten-Wende – der Krieg von Putin und die Folgen (Punto de Inflexión – la Guerra de Putin y sus consecuencias) lo adquirí con una confianza derivada de la persona del autor: Rüdiger von Fritsch fue embajador de Alemania en Varsovia durante 2010-2014 y en Moscú durante 2014-2019. A sus experiencias, une von Fritsch un talento propio a los mejores historiadores, el de saber encadenar hechos e indagar razones. Cualidades que ya habían sido puestas a prueba en su libro Russlandsweg (El camino de Rusia) best seller en Alemania durante 2019.
Naturalmente, el autor sabe que la discusión está determinada por el curso de la guerra. Eso explica por qué comienza su libro con un tema que para cualquier autor convencional debería estar situado al final. Es el de los posibles escenarios futuros. Von Fritsch dibuja cuatro: 1) Un triunfo aplastante de Putin que llevaría a la desaparición de Ucrania como nación independiente y soberana 2) Un triunfo de Ucrania que llevaría a Putin a retirar sus fuerzas reconociendo de facto la independencia y soberanía del país agredido 3) Una situación de empate que dejaría la cosas más o menos en el mismo lugar en que estaban antes de que comenzara la invasión y 4) El más temido: un escalamiento que llevaría a la OTAN a involucrarse en una tercera guerra mundial de inevitables connotaciones nucleares.
El camino de Putin hacia el poder total
El curso de la guerra, reiteramos, será determinante. Pero a la vez ese curso depende de los actores. Y el actor principal es, sin duda, Vladimir Putin. Hecho que nos enfrenta con dos interrogantes. Una: ¿Fue la invasión de Putin a Ucrania un resultado de un plan preparado en decenios? U otra:¿Fue el resultado de un proceso que lentamente involucró a Putin hasta hacerlo elegir el camino de la guerra y no el de la paz?
¿O una combinación de ambas posibilidades? Putin era, es y será un nacionalista, un amante del pasado de Rusia y, por lo mismo, un imperialista. No obstante -y es aquí donde von Fritsch pone a pruebas sus dotes de historiador- las vías que Putin escogió no fueron las mismas desde el comienzo de su ya larga trayectoria. Eso quiere decir, no solo los acontecimientos son un resultado de la política de Putin sino también la política de Putin es un resultado de los acontecimientos. Entre ellos, su punto de partida: el derrumbe del comunismo, y con ello del imperio ruso, la catástrofe geopolítica más grande del siglo veinte, según las miles de veces citada frase de Putin. Una catástrofe aún más grande que la de la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial, fue lo que no dijo, pero seguramente pensó el dictador ruso.
A ver, reconstruyamos: 1989, el colapso económico y financiero de la URSS llevó a las reformas de Gorbachov y esas reformas a la disolución de los tres segmentos constitutivos del imperio. En primer lugar, las naciones de Europa central y del Este, subordinadas a la URSS, entre las que se contaba a la propia Ucrania. En esas naciones estallaron revoluciones democráticas y populares en cadena y ellas pusieron fin a la existencia de la Europa comunista. En segundo lugar, la disolución de las naciones que formaban parte del imperio colonial ruso, sobre todo las caucásicas y las de Asia Central. En tercer lugar, las zonas de influencia del Oriente Medio. A esos tres segmentos hay que sumar el derrumbe de los partidos comunistas italiano, francés y español los que de hecho ya habían desertado del modelo bolchevique eligiendo la vía socialdemócrata, llamada también eurocomunista. Del antiguo imperio comunista, en fin, no quedó casi nada.
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El gobierno de Yelzin, el único democrático de la historia de Rusia después de el de Kerenski, gobernaba sobre sus propias ruinas. El mismo Yelzin, al fin de su mandato, era una ruina humana. Pues bien, para rescatar lo poco que quedaba de ese imperio fue llamado Putin por Jelzin a cumplir una misión especial.
Los genocidios perpetrados en Chechenia por Putin desde 1999 fueron hechos para mantener algún resquicio de la antigua fachada imperial. Pero fueron también un anticipo de la capacidad asesina de Putin cuando se trata de defender los que para él son los “derechos naturales” de Rusia.
No sabemos lo que pensaba Putin en el 2000, cuando se hizo cargo del estado. Solo sabemos que las primeras fases de su gobierno fueron un intento para sacar a Rusia de una crisis económica sin precedentes. Sabemos también que el ex agente de la KGB estaba obligado a realizar dos movimientos, uno hacia adentro, otro hacia afuera del país. El movimiento interno llevó a la centralización del poder, uno todavía no dictatorial pero lo suficientemente autoritario para mantener cercada a cualquiera oposición.
El movimiento externo consistía en abrir económica, política y culturalmente a Rusia hacia occidente, hasta el punto de que para muchos observadores Rusia había pasado bajo Putin a ser un país en transición a la democracia. De más está decir que Putin, gracias a ese, su segundo proyecto, fue recibido con los brazos abiertos por los gobiernos europeos.
¿Qué llevó a Putin a apartarse de esa vía democrática antes de transitarla? Parte de la respuesta la encontramos en el libro de von Fritsch, y es simple: para realizar su proyecto de occidentalización tardía, Putin requería de un gobierno fuerte y de una oposición débil. Esa constatación llevaría a recorrer lo que para él y los suyos fue probablemente un periodo transitorio, pero no hacia la democracia, sino hacia una nueva forma de dictadura.
Todo el poder a Putin
La centralización del poder requería también de una mano dura. Y Putin la aplicó con extrema consecuencia eliminando, incluso físicamente, a quienes intentaban oponerse a sus designios. La historia de la política interna de Putin, y su larga lista de asesinatos, vista en retrospectiva, es la de un prontuario criminal. Los gobiernos occidentales en un comienzo dejaron actuar a Putin con un nivel muy bajo de crítica, aunque pronto advirtieron que bajo el pretexto de alcanzar la democracia y la prosperidad, estaba convirtiendo al gobierno de su país en una nueva autocracia.
Pronto comprendió Putin, al igual que Lenin en su tiempo, que para obtener un mayor desarrollo económico estaba obligado a renunciar a la vía democrática. Y eso fue lo que hizo, sin arrugarse.
Rusia, que nunca había conocido un renacimiento, ni una reforma religiosa, ni una ilustración, ni un siglo de las luces, ni una revolución parlamentaria, no era para Putin una nación democratizable, por lo menos no en un corto plazo, y mucho menos para un líder como él, rodeado de secuaces –la mayoría ex colegas de la KGB– tan o más antidemócratas que el mismo. De este modo Rusia tomaría de occidente solo sus formas. Como dijo un periodista ruso, en lugar de una modernización política tuvo lugar en el país una mcdonalización económica.
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Putin pasará a la historia no solo como un continuador del imperio de los zares, también como el creador de un sistema de dominación sui generis sustentado en tres pilares: el aparato represivo del estado (policía, ejército, sometidos a un complejo sub-aparato de seguridad y espionaje controlado directamente desde la cúspide), una ideología religiosa dirigida por un monje fanático, Kiryll (o Cirilo), que ha hecho del tradicional antioccidentalismo de la iglesia ortodoxa una verdadera profesión de fe, y una clase capitalista mafiosa (los oligarcas), enriquecida bajo la tutela del estado, destinada a fomentar el consumo, sobre todo entre los sectores medios surgidos al calor del desarrollo económico. Asegurado sobre estos tres pilares constitutivos del frente interno, fue naciendo, al interior de la mente de Putin y del putinismo, la utopía de la restauración imperial, con el consecuente distanciamiento político de Rusia respecto a Occidente.
El pasado como utopía
Según una interpretación de von Fritsch, Rusia volvía a padecer ese complejo de inferioridad (la imposibilidad de ser una democracia europea como las occidentales) que lleva a compensarlo con un muy desarrollado complejo de superioridad. Interpretación estrictamente freudiana aplicada por von Fritsch a los recientes procesos políticos de Rusia.
La imposibilidad democrática de Rusia indujo a Putin a considerar a la democracia como una forma errada de gobierno, típica de naciones débiles y decadentes, como son para él todas las occidentales. A diferencia de esas naciones, Rusia, imaginaba Putin, poseía un pasado histórico, grandioso, imperial y sobre todo mítico. De este modo las predisposiciones anti-democráticas de Rusia pasaron a ser, para Putin, virtudes.
Bajo las condiciones señaladas Putin asumiría no solo el papel de restaurador del pasado imperial , sino, además, el de vengador de la antigua Rusia, humillada por Occidente. Como dice de modo muy inteligente von Fritsch, la utopía de Putin, a diferencias de otras utopías, incluyendo la comunista, que tienen su sitial en el futuro, reside en el más recóndito pasado. Putin es el fantasma de un emperador del pasado. Georgia, Bielorrusia y naturalmente Ucrania y Moldavia, son para Putin fragmentos de una gran roca imperial que hay que integrar al lugar de origen, en la antigua Rus, nacida según algunos historiadores, no en Moscú sino en Kiev.
Poseído Putin por ese delirio de grandeza, ha trazado su objetivo final: el renacimiento de la Rusia imperial del pasado, comandado por los ejércitos posmodernos del futuro. Putin –en ese punto están de acuerdo la mayoría de los observadores- está más cerca de la locura hitleriana que de la estaliniana. Pero más cerca de Hitler todavía, está Putin cerca de Macbeth, el sanguinario rey de Escocia recreado por la imaginación de William Shakespeare.
El Macbeth ruso
Al igual que Putin, el rey Macbeth llegó al poder por medios tortuosos, aunque con la mejor de las intenciones del mundo, la de crear el reino de la felicidad. Pero para cumplir ese proyecto se vería obligado a remover obstáculos, y como esos obstáculos eran personas de carne y hueso, llegó el momento en que el justo y buen rey que quería ser Macbeth, se vio convertido en un monstruo sediento de sangre. Tal como Macbeth, Putin se convertiría en el creador pero a la vez en la víctima de su propio poder.
Dejando a Shakespeare a un lado, podíamos decir en términos más actuales, que el proceso de transformación de Rusia y de Putin, no puede ser monocausalizado. Siguiendo a las teorías sistémicas de Niklas Luhman, la transformación de Rusia durante Putin no posee una causa exterior a ese proceso.
Más bien puede ser visto como el resultado de una dinámica autopoética (autotransformativa) de procesos entendidos como sub- sistemas de autoreproducción. Esa transformación no fue advertida por la racionalidad esencialmente causalista y a la vez economicista que forma parte del paradigma de la mayoría de los gobiernos democráticos occidentales. Tal vez supusieron esos gobiernos que un acercamiento más intenso a la economía rusa llevaría a una relación de interdependencia tan estrecha que haría imposible a Putin volverse definitivamente en contra de occidente.
Naturalmente, un Obama, un Macron, una Merkel, desconfiaban de Putin. Pero los tres cometieron el excusable error de querer entenderlo de acuerdo a sus propia racionalidades. El problema, el gran problema, es que ni Putin ni su banda piensan según los parámetros de la racionalidad occidental.
Ese es también el punto que diferencia a Putin con el dictador de China, Xi Jinping, quien también es un convencido anti-demócrata. Xi Jinping, como gerente económico de esa gran empresa global llamada China, nunca habría aceptado pagar con la bancarrota económica de su país la recuperación del imperio de los mandarines como quiere hacerlo Putin con el de los zares. Motivo que hizo decir a Kissinger que la amistad ruso-china no es sostenible a largo plazo.
Putin, como Hitler y Macbeth, escapan a nuestra racionalidad. Eso no significa, como propagan algunos medios, que Putin sea un loco. Quiere decir simplemente que la suya es otra racionalidad, una muy distinta a la que manejamos los occidentales para entendernos en el mundo.
Esa otra racionalidad es la que lleva a pensar a von Fritsch en que, aún suponiendo que la guerra termine de acuerdo a una de las cuatro alternativas expuestas al comienzo de este artículo, no hay ningún motivo para imaginar que después de Ucrania el mundo accederá a una nueva era de la paz. Por de pronto Europa deberá seguir contando con Rusia y con Putin (o con el putinista que lo suceda) como vecino. Eso quiere decir: lo más probable es que al episodio Ucrania, lo sucederá un periodo de mala vecindad, o si se prefiere, de paz hostil o peor aún, de paz armada.
Joshcka Fischer, el siempre reflexivo ex ministro del exterior alemán, ya ha mirado hacia futuro. En su más reciente artículo, (Joschka Fischer – LA NUEVA GUERRA DE LAS IDEAS EN EUROPA (polisfmires.blogspot.com ) afirma que el fin de la guerra en Ucrania marcará un punto de inflexión para toda Europa, continente que deberá despedirse de la era de la coexistencia pacífica con Rusia. Por lo demás, el mismo Putin lo ha dado así a entender.
Contradiciendo al cretinismo “realista” de observadores –incluyo a Kissinger- que han creído encontrar “la causa” de la guerra en el crecimiento de la OTAN – hecho que nunca pareció importar demasiado a Putin hasta que los ideólogos del “realismo geoestratégico” norteamericano le sirvieran en bandeja ese pretexto para explicar “racionalmente” los genocidios en Ucrania – von Fritsch ha detectado correctamente los orígenes de la invasión. Su afirmación es dura y contundente. La guerra en Ucrania, afirma, comenzó en 2014 con la anexión de Crimea y no en 2022 como quieren hacernos creer putinistas y “realistas”. La ocupación de Crimea y de la región del Donbás fue según von Fritsch la consecuencia de un largo proceso de expansión ya sea en Chechenia (1999), en Georgia (2008) en Siria(2011), hoy en Ucrania, y mañana, seguramente, en otras áreas vecinales del imperio.
Quienes creyeron que la guerra surgió como un efecto de la sugerencia norteamericana del 2008 tendiente a incorporar a Ucrania a la OTAN, inmediatamente negada por los gobiernos europeos, confundieron a una fotografía con una película. La película -desde ahí hace partir von Fritsch su narración– comenzó en 1989 –1990 con la gran revolución democrática de Europa del Este y Central, contexto histórico más que geográfico al que también pertenece Ucrania desde la primera hora.
La invasión del 2014, así como la guerra iniciada el 24- F, después que todos los gobiernos europeos, e incluso el norteamericano, manifestaran su disposición a no incorporar a Ucrania en la OTAN, es la verdad de una película que no ha terminado, una de la que nadie conoce su final.
Por lo demás ha sido el mismo Putin quien se ha encargado recientemente –en la conferencia internacional de dictadores en San Petersburgo (no fue otra cosa)- de desmentir la fábula de la OTAN entendida como razón causal. Allí manifestó claramente que la guerra en Ucrania es solo una fase de un plan de largo alcance histórico. Según el dictador, su objetivo será crear un nuevo orden mundial que haga imposible a Occidente avanzar más allá de las fronteras económicas y territoriales fijadas por Rusia. El gran objetivo de Putin, dicho en otras palabras, es la derrota militar, económica y política de Occidente. Ucrania, vista así, es solo un medio al servicio de un fin que la trasciende y la supera.
Hegemonía y dominación
Según von Fritsch, el de Putin es un plan imposible. La grandiosidad de su proyecto, opina el ex embajador, no tiene su origen en la fuerza sino en la debilidad de Rusia. Por cierto, nadie lo va a negar, la Rusia de Putin seguirá siendo después del episodio de Ucrania un fuerte poder mundial, sobre todo en el espacio militar. Rusia está efectivamente en condiciones de ejercer dominación sobre diversas zonas de la tierra, y de hecho lo está haciendo. Pero, y aquí está la fina diferencia, entendida por estrategas más políticos que geopolíticos, entre otros por Joseph Nye (el autor del concepto “poder suave”) el poder mundial no solo se basa en la dominación militar, sino también, y sobre todo, en el poder de la atracción hegemónica.
Dominación no es hegemonía, lo sabemos desde Gramsci. Más bien significa lo contrario. La hegemonía está basada en el poder de convencimiento, de la persuasión, en el manejo de la lógica y de la argumentación, y sobre todo, en la producción de bienes y valores no solo económicos sino también culturales que Rusia, por lo menos bajo Putin, nunca estará en condiciones de producir. Puede apoderarse de toda Ucrania y de otros naciones del mundo, sin duda. Pero los habitantes de esas naciones nunca mirarán hacia la antigua Rusia como ideal de vida, sino a occidente. En otras palabras, una de las tesis centrales de von Fritsch es que el poder militar de Putin es proporcionalmente inverso a su poder político.
Militarmente Putin es un gigante mundial. Cultural y políticamente, incluso económicamente, es un enano regional. Ese enanismo político y cultural conducirá a Rusia, como ha ocurrido con todos los grandes imperios, a su ruina.
En el mejor de los casos, Rusia podría llegar a ser durante un tiempo la vanguardia directriz de los gobiernos más bárbaros de la tierra, incluyendo a algunos de América Latina. En cierto modo ya lo es.
Probablemente Putin, o quien lo suceda, se verá obligado a repetir la consigna de Lenin (“¡hacia el oriente!”) cuando después de haber comprobado el fracaso de su proyecto por incorporar a la revolución socialista a los países europeos occidentales, la Internacional Comunista fuera obligada, en su cuarto congreso (1922) a sustituir el principio de la lucha de clases por el de las luchas de liberación colonial.
Tal vez Putin, como aventura von Fritsch, se verá en un momento inducido, así como ocurrió con Lenin, a dirigir sus pasos hacia la región caucásica y hacia el Asia central, donde chocará con otros poderes, entre ellos con el turco, el iraní, pero sobre todo, con el chino. El nuevo orden mundial según Putin, o el llamado fin de un unilateralismo norteamericano que nunca ha existido, si es que tiene lugar –esa economicista letanía “explícalotodo” la venimos escuchando desde los tiempos de Mao Tse Dong – solo será la continuación del desorden perpetuo que rige y regirá el curso de la historia humana.
Algunas de las enunciadas por von Fritsch son sin duda especulaciones meta-históricas, necesarias tal vez, pero no visibles. Lo importante, lo definitivamente importante, es que independientemente del resultado de la guerra rusa a Ucrania, Occidente no podrá a renunciar a dos objetivos: el mantenimiento de la democracia como forma de gobierno y modo de vida, y la decisión de defenderla con las armas, si es que fuera necesario.
Una segunda belle epoque ha llegado a su fin. Tenemos que aceptarlo de una vez por todas. Hoy han vuelto a tronar los siniestros tambores de la guerra. Un imperio del pasado, y ese es el de Putin, quiere volver a instalarse en el presente. Cómo será un nuevo orden mundial después de la derrota o de la victoria de Putin es en estos momentos una pregunta ociosa, hecha por ociosos y para ociosos. Lo único que sí sabemos, y con toda seguridad, es que una victoria final de Putin llevaría a un orden o desorden situado más cerca de los infiernos que de la tierra. Y evitarlo es y será un desafío histórico.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,
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