Putin y el discurso de la verdad, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Siguiendo un hilo trazado por Lacan, podemos distinguir tres verdades (o realidades). La verdad verdadera, la verdad simbólica y la verdad imaginaria. A la primera nunca tendremos acceso. Si hay Dios, esa verdad solo la conoce Dios. Es la realidad que existe más allá de nuestros sentidos y de nuestros aparatos de medición del tiempo y del espacio. De esa realidad formamos parte, y si la percibimos es porque yace hundida en lo más profundo de nuestro inconsciente. La nuestra, la que vivimos día a día, es una verdad simbólica, una superficie poblada de signos.
Es una verdad, la simbólica, construida con palabras, el lugar donde hemos establecido, desde tiempos ignotos (desde que inventamos el habla, podríamos decir) las conexiones entre los significantes y los significados. Gracias a esas conexiones sabemos que una casa es una casa y una nube es una nube. Solo en la poesía, en la locura y en la mentira, los significantes son desconectados de sus significados. En la realidad simbólica que vivimos no nos está permitido hacerlo. Mucho menos en la realidad política. Gracias a ese ajuste permanente entre significados y significantes (ese trabajo de ajuste se llama pensar), podemos imaginar el mundo. Sin nuestros símbolos, la imaginación no existiría.
Para decirlo en modo simple: la política es el lugar en donde nombramos a las cosas por su nombre. Hablar claro y directo, es decir, con un ajuste máximo posible entre significados y significantes, es para un gobernante su responsabilidad. A esa responsabilidad básica ha faltado el presidente de Rusia, Vladimir Putin quien, continuamente, ha separado a los significantes de sus significados.
A una invasión armada a un país vecino él la llama «operación especial». A la agresión militar, acción defensiva. A los asesinatos colectivos, incluyendo los de ancianos, mujeres y niños, desnazificación. De los tres mega-asesinos de los tiempos modernos, Stalin, Hitler, y Putin, el último es el que más ha mutilado el habla, el lenguaje y el idioma. De ahí que en los discursos pronunciados en la Asamblea general de la ONU del 2022, los presidentes democráticos se hubieran sentido obligados a restaurar la sintaxis de la política. O mejor dicho: el orden del discurso. Esa fue la tarea tácitamente encomendada a Macron y Scholz como representantes de Europa, y a Biden, de los EE UU.
El renacimiento del imperialismo
Tal vez conscientes de la tarea que tenían por delante, Macron y Scholz coordinaron sus discursos. Ambos se refirieron a los mismos temas. En primer lugar, en estilo muy europeo (diría, cartesiano) decidieron precisar el carácter del conflicto que vive Europa. Para ambos gobernantes, la Rusia de Putin significa una regresión a una época que Europa había superado: la del colonialismo y la del imperialismo. Putin es el representante de esa regresión.
Dijo Macron:
«El 24 de febrero, Rusia miembro permanente del Consejo de Seguridad, irrumpió mediante un acto de agresión, invasión y anexión, en nuestra seguridad colectiva. Violó deliberadamente la Carta de las Naciones Unidas y el principio de igualdad soberana de los Estados (…,,) Lo que hemos estado presenciando desde el 24 de febrero es un regreso a la era del imperialismo y las colonias. Francia lo rechaza y buscará obstinadamente la paz. Al respecto nuestra posición es clara y es al servicio de esa posición que asume el diálogo llevado a cabo con Rusia desde antes del estallido de la guerra, a lo largo de los últimos meses, y lo seguiré asumiendo porque así juntos, buscaremos la paz»
Dijo Scholz:
«Nada puede justificar la guerra de conquista de Rusia contra Ucrania. El presidente Putin la dirige con un único objetivo: apoderarse de Ucrania. La autodeterminación y la independencia política no cuentan para él. Solo hay una palabra para eso».
«¡Esto es puro imperialismo!»
«El regreso del imperialismo no solo es un desastre para Europa. Esto es también un desastre para nuestro orden de paz global, que es la antítesis del imperialismo y del neo colonialismo. Por eso fue tan importante que 141 estados condenaran inequívocamente la guerra de conquista rusa aquí, en esta sala».
La defensa de Ucrania es la defensa de una nación invadida por una potencia mundial. Pero es mucho más: es la defensa de la era poscolonial y posimperial que creíamos estar viviendo. Es un rechazo a las guerras de conquista. Pero sobre todo, es una defensa de la institucionalidad internacional anclada en la propia UNO. Ambos gobernantes, Macron y Scholz, concuerdan en que permitir la anexión imperial llevada a cabo por Putin, significa un retroceso hacia ese mundo donde primaba la ley del más fuerte, al mundo de la sinrazón, de la violencia pura. Haber aceptado la invasión de Putin a Ucrania, habría significado renunciar a todos los valores adoptados por la comunidad política internacional después de la segunda guerra mundial.
Los dos gobernantes estuvieron de acuerdo en que presenciamos la gestación de un nuevo orden económico y político a nivel mundial. Pero, pregunta Macron, «¿bajo qué principios?» La multilateralidad, no puede ser impuesta con bombas y balazos; es un proceso objetivo, como son todos los procesos históricos.
Macron y Scholz han hecho un esfuerzo conjunto: establecer el sentido histórico del apoyo de Occidente a Ucrania. Desde el punto de vista de ambos, la que respalda Europa en Ucrania, es una lucha de liberación nacional en contra de una potencia imperial.
Desde el punto de vista compartido por los dos gobernantes –y de hecho por la mayoría de los países inscritos en la UE– la guerra de Putin impide enfrentar de modo conjunto los problemas de nuestro tiempo, entre ellos, las grandes migraciones, la crisis alimentaria, el cambio climático.
Si queremos en fin que el mundo, si no mejor, no sea peor, hay que detener a la Rusia de Putin. Ayudar a Ucrania, por lo tanto, no solo es legítimo, sino además necesario. Rusia, agregó Scholz, «no debe ganar esta guerra». Impedirlo pasa por apoyar a Ucrania, no solo con palabras sino con armas. Pues las guerras, guerras son. Ojalá, pensamos muchos, Scholz sea fiel, aunque sea una vez en su vida, con sus palabras.
Situar las latitudes no geográficas, sino históricas de nuestra era, es mostrar el sentido y el carácter de la lucha que en estos momentos tiene lugar en Ucrania. Una precisión más que historiográfica, política. Los ciudadanos europeos deben saber de una vez por todas las razones por las que deberán atravesar una crisis económica y energética, las posibles renuncias cotidianas que eso implica, y los peligros que conlleva no frenar la expansión rusa ordenada por el dictador Putin. Al día siguiente habló Biden.
Putin es la causa
Como era de esperarse, el discurso del presidente Joe Biden, concordando con la orientación de sus colegas europeos, tendría otras tonalidades. El suyo fue un discurso breve, muy norteamericano. Desprovisto de teorías, directo, casi brutal, y esencialmente pragmático.
Estamos en una guerra, precisó Biden, y esta guerra tiene una causa y esa causa es un nombre y un hombre. Se llama Vladimir Putin. Un hombre que ha traicionado los principios del propio Consejo de Seguridad de la ONU a la que pertenecía su país. Un mandatario criminal que no solo intenta borrar del mapa a una nación vecina, a la que niega su derecho esencial a existir como estado, sino además, uno que se permite aterrorizar al mundo con un holocausto nuclear en caso de que sus demandas no sean aceptadas. En las palabras de Biden: «El presidente Putin ha hecho amenazas nucleares abiertas contra Europa y un desprecio imprudente por las responsabilidades de un régimen de no proliferación. Ahora Rusia está llamando a más soldados para que se unan a la lucha, y el Kremlin está organizando un referéndum falso para tratar de anexar partes de Ucrania: una violación extremadamente significativa de la Carta de la ONU».
*Lea también: Suecia como termómetro de la democracia europea, por Luis Ernesto Aparicio M.
Para Biden, Putin es un dictador que ha articulado alrededor suyo otras dictaduras como la de Irán. No nombró al dictadorzuelo Ortega de Nicaragua o al dictador burocrático de Cuba por la insignificancia geopolítica que ambos ostentan, pero está claro que para Biden, Putin sigue siendo el representante máximo de la gran contradicción de nuestro tiempo, la que se da – según formulaciones anteriores a su discurso– entre autocracias y democracias. Por esas razones Putin no solo pone en peligro el desarrollo democrático de la humanidad, sino a las propias Naciones Unidas.
Muchos académicos europeos tienen problemas para entender el lenguaje político de los presidentes norteamericanos. Biden, siguiendo la tradición de sus predecesores, no se pierde en visiones epocales o macrohistóricas, mucho menos en ideologías. Para Reagan, recordemos, existían «gobiernos forajidos». Para Clinton, “estados canallas” (término inventado por Noam Chomsky) Para Bush Jr. “el eje del mal”. Todos partían de un principio elemental: lo que sucede en este mundo no es el resultado de procesos históricos objetivos, sino de la acción de determinados seres humanos.
La guerra a Ucrania emprendida por Putin tiene, también para Biden, un solo responsable, y ese responsable se llama Putin. ¿Si no existiera Putin entonces no habría sucedido esta guerra?, preguntaría no sin sorna más de algún académico europeo. Pero de acuerdo a la tradición política de un Biden, esa pregunta sería ociosa, entre otras cosas, porque no puede ser respondida. El hecho objetivo, solo de eso debemos preocuparnos, es que Putin existe y él, y nadie más, ordenó esta guerra.
Podemos discutir eternamente acerca del tema si la historia está determinada por la existencia de algunas personas poderosas, o por un desarrollo histórico objetivo, como piensan marxistas, positivistas y liberales. También podríamos convenir salomónicamente en que ambas tesis no se contradicen entre sí pues los actores políticos determinan hechos, pero lo hacen bajo condiciones históricas que ellos no han determinado.
No obstante, el acento que pone Biden al estar situado en la responsabilidad individual que cabe a Putin en la guerra, no está muy fuera de lugar. Ya el historiador polaco Adam Michnick había detectado que a diferencia de los otros dos megadictadores de la modernidad, Hitler y Stalin, Putin es el que ha gozado de mayor autonomía personal.
El nacional-socialismo, la teoría de las razas, el militarismo, todos los componentes del nazismo, existían antes de que Hitler alcanzara el poder. Hitler fue posible porque hubo nazismo y el nazismo fue posible porque hubo nazis. Lo mismo Stalin, quien continuó y en muchos puntos radicalizó la obra comenzada por Lenin. La estatización de la economía, el sistema de partido único, la eliminación de la oposición democrática, ya eran hechos irreversibles a la hora en que Stalin llegó al poder. No así con Putin. Cuando llegó al poder Putin, el estado ruso era una ruina.
Cuando Putin fue elegido presidente no había nada que continuar, no había gorbachismo ni jelzinismo. Putin fue, queramos o no, el fundador del estado ruso postsoviético, y no teniendo más ideología que defender, entendió su misión como una obra restauradora: la construcción de la nueva Rusia como continuación de la antigua Rusia, la presoviética.
El fascismo fue un movimiento europeo. El comunismo también. Pero el putinismo no es europeo sino genuinamente ruso. La de Putin es, si podemos llamarla así, una revolución mitológica y reaccionaria. Por eso su base de apoyo político internacional es extremadamente heterogénea. En Europa es el ícono de la extrema derecha postfascista. En América Latina cuenta con los despojos de lo que una vez fue la izquierda revolucionaria, ayer leninista-stalinista, después castrista, luego chavista, y hoy, en abierto proceso de descomposición, putinista. De ahí que las decisiones que toma Putin no puedan ser explicadas por un proceso histórico, ni por una ideología, ni por algún movimiento de masas de características, si no mundiales, al menos continentales.
Dicho en breve: no ha habido en toda la historia moderna de Rusia un gobernante tan librado a su propio arbitrio como Putin. Razón que explica por qué los jóvenes a punto de ser reclutados por su régimen gritan en las calles: «Yo no quiero morir por Putin». Tienen razón. La posible muerte que los espera tiene un solo responsable: Putin.
Tratemos entonces de entender a Biden. Putin, según el discurso del presidente estadounidense , no es seguramente el único responsable de lo que está sucediendo, pero lo que está sucediendo no sucedería si no existiera Putin. En la historia, así vista por Biden, los humanos, y nada más, son los responsables de sus actos. Solo así podemos descifrar las razones por las que el presidente norteamericano finalizara su discurso con las siguientes palabras:
“No somos testigos pasivos de la historia. Somos los autores de la historia”.
Ver también Fernando Mires – PUTIN Y EL DISCURSO DE LA MENTIRA (polisfmires.blogspot.com)