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¿Qué hacemos con Abel?, por Omar Pineda



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¿Qué hacemos con Abel?
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Omar Pineda | @omapin | junio 29, 2025

X: @omapin


Lo trajeron a rastras, casi de madrugada, y al ver que nadie en aquella casa se preocupó por indicar dónde acostarlo, Guacamaya, mi hermano Teo y el Oso Yogui optaron por dejarlo ahí en la sillita blanca de pantry que a mi juicio no resistiría el peso de Muñeco, que es como llamaban en el barrio a Abel García. Esa escena me estremeció.

Yo venía de evadir la seguridad impuesta por papá de no andar de noche por la casa, pero como para ir al baño debíamos recorrer el pasillo que nos unía con los Montes, los de la calle Bolívar, y yo tenía ganas de orinar. Así que aproveché que dormían para asomarme atraído por el ruido. Con sigilo me deslicé hasta la puerta de la calle y vi todo. Recuerdo que a Guacamaya se le cayeron del bolsillo de la camisa los lentes y al recogerlo dijo molesto que más nunca saldría con gente que tiene mala bebida.

Fue entonces cuando Teo al tratar de sacudirse los mocos me pilló, de igual modo como el preso es sorprendido en plena fuga al ser captado por la luz de la torre de vigilancia. «¿Y tú, ¡qué carajo haces aquí, a esta hora!?», me recriminó al tiempo que Abel parecía volver en sí y levantó un brazo mascullando algo como «dejen la vaina, muchachos, y pidan otra ronda». Dicho eso se desencajó, cerró los ojos y volvió a dormir. El Oso Yogui movió la cabeza admitiendo con una frase que más nada podían hacer, Teo me zarandeó rumbo a la casa y Guacamaya se quedó observando por unos segundos, y antes de que cada cual ingresara a su domicilio gritó «¡Este pendejo como que está muerto!».

Un silencio intenso siguió a ese mensaje atronador. Teo empalideció y me ordenó que me fuera directo a casa y que no se lo contara a nadie. Esto último yo lo veía difícil porque si hay algo que me seduce desde pequeño es revelar secretos.

Yogui miró hacia la segunda planta donde vivían las Domínguez. Las chicas debían tener el sueño profundo ya que ninguna encendió la luz ni se asomó a la ventana con tantos llamados que les hicieron. Se supone que en la parte de abajo de esa extraña casa Abel tenía alquilada una pieza. Desconozco si había comunicación personal entre las chicas y el inquilino.

Abel era raro. Ingeniero, solitario, treinta años, las patillas como las del Mariscal Sucre. Abel era aficionado a la lotería, los caballos y la cerveza. Muchos soportaban sus impertinencias porque era él quien pagaba la cuenta. Ahora bien, como uno ha visto ya tantas películas con variadas tramas o argumentos similares, lo lógico era pensar que los muchachos reportaran el incidente a la policía o llamar a algún vecino pero había un problema que se interponía en esa lógica ciudadana: Yogui –su nombre era Joaquín Peraza– estaba siendo solicitado debido a una golpiza que le propinó a su mujer y ver su nombre involucrado en este caso podría enredar el asunto.

Así que ebrios como todavía estaban cargaron con el Muñeco y se lo llevaron en la moto de un chamo que les hizo la segunda hasta el bar de la avenida San Martín y aprovecharon la oscuridad de la calle para introducirlo en un fairlane gris estacionado en la acera, forzaron la puerta y lo acomodaron en el asiento del copiloto. Cumplida la misión, los tres emprendieron la huida, esta vez de regreso definitivo a sus casas.

El trayecto lo hicieron entre circunspectos y sorprendidos. Apenados sobre todo por el fallecimiento repentino de Abel que, con todos defectos, era buen tipo. Contaron anécdotas de lo poco que sabían de su vida y admiraron la fortaleza para zumbarse un tercio de un solo trancazo y seguir hablando con total naturalidad. Por otro lado, evocaron no sé si impulsados por los efectos del licor al Muñeco, sus relatos de aventuras inventadas con chicas que cuando lo veían ni lo saludaban.

No paraban de hablar y reír, y a veces había un espacio para la nostalgia y llorar al amigo, cuando oyen al doblar la calle que va a la escuela Miguel Villavicencio que les gritan «¡Coño, panas… ¿me van a dejar aquí tirado?». Sí, amigos. Era el Muñeco, se veía sucio y estropeado –tenía una contusión en la cara– caminaba en zigzag, con dificultad, pero estaba total e íntegramente vivo. «¡Nojooda… esta vaina merece celebrarlo!»gritó Guacamaya a todo pulmón y se devolvieron al Bar Madeira para festejar el Muñeco seguía más vivo que nunca.

*Lea también; La mentira y los mentirosos, por Tulio Ramírez

Ahí amanecieron hasta que supongo que Baldomiro consultó el reloj, bostezó largamente, ordenó al mesonero recoger las sillas y les pasó la cuenta. Tres minutos después estaban en la calle metiendo bullas.

Entretanto yo, al día siguiente, a la hora del desayuno mientras apuntaba con el filo del cuchillo para cortar la arepa, abrí mi bocota y les dije a los presentes ¿Adivinen quién se murió anoche de tremenda pea? Teo dormía en el otro cuarto pasando una curda de la que tendría que dar cuentas a papá. Así yo me adelantaba a relatar un final que más tarde cuando Teo despertó sería desmentido.

 

Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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