Qué linda es Chini, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
A veces dudo al discernir si fue mera casualidad o sucedió como un encargo del destino. Pero yo, que no suelo frecuentar los bares y entregarme al licor, me vi de pronto sentado frente a la mesa de aluminio y arropada por un mantel de hule, saboreando una polarcita que engullí de un tirón, al punto que Julio César se reclinó hacia atrás y en su tono inconfundible de jodedor dijo “coño ¿y no eras tú a quien no le gustaba beber?”, mientras Fresita sonreía con sorna porque a Miguel Ángel González cualquier cosa le generaba un ataque de risas, y lo hacía de forma espontánea, socarrona y hasta infantil.
Quiero decir, risas de verdad, como la del niño a quien le haces cosquillas, aunque hablo de un adulto con mujer y dos hijos, lo que tornaba más simpática su filosofía de vida. Así pues, me empiné la botella y el negro Tovar para seguir la guasa ordenó otra ronda porque yo pretendía acabar con las cervezas del lugar. En realidad lo que tenía era sed ya que el trabajo como editor desde muy temprano en la mañana hasta después del mediodía en esa primera sede del periódico nos agobiaba.
De modo que había aceptado la invitación de ese viernes cuando Tovar me interpeló: “te pareces a un pana de Ultimas Noticias: puro trabajo y salir corriendo a su casa”. Así blandiendo ese argumento que sonaba a desafío fue como me dejé tentar por la aventura de bebernos unas frías en ese trullo de la avenida principal de Boleíta, en plena zona industrial, cerca de la redacción.
Una invitación a la cual no me opuse porque en el fondo queríamos conversar acerca de la incipiente crisis del diario, de lo atorrante que solía ser el jefe de redacción y de lo estimulante que, por contraste, resultaba hablar con Teodoro.
De manera que la tarde propiciaba un escenario ideal, el adecuado para que Tovar pidiera las cervezas y almorzáramos. No hubo tiempo para revisar el menú porque el mismo Tovar asumió que debíamos comer el pabellón con barandas, que era la especialidad del restaurante. Mientras Julio César se encargaba de pedir la comida, yo me cambié rápidamente a una pepsicola con hielo.
En verdad no sé si podíamos calificar ese galpón abierto, techo encofrado con planchas de asbesto, como restaurante. El mismo nombre sugería su condición: «El comedero». Parecía ser un sitio bullicioso ya que ahí almorzaban los trabajadores del montón de empresas, oficinas y fábricas que conforman Boleíta Norte, aunque al entrar percibimos un ambiente tranquilo.
Ya el Negro Tovar, Fresita y yo habíamos dado aprobación al plato del día –Fresita pidió a la chica una porción adicional de queso blanco rayao para «coronar las caraotas»–, cuando de pronto nos sacudió el grito enérgico de alguien, casi simultáneo con el llanto de una mujer, echada al piso y que se ocultaba con sus brazos. Todos volteamos hacia el sitio de dónde provenía el suceso y especulamos sin interés respecto a lo ocurrido.
Apenas logramos ver a una joven sentada en el piso, de cuclillas, gimoteando frente al hombre que imaginamos le pegó o la insultó. Dejamos el incidente atrás y nos disponíamos a entrarle a la comida cuando, al mirar de soslayo por última vez, me percato que quien permanece en el piso era la Chini o Aura Mendoza, mi antigua compañera del primero al tercer año de bachillerato, que vivía en un bloque de El Silencio, y a quien le perdí el rastro aunque no debí hacerlo porque me gustaba, al tiempo que me hacía ilusión de que ella sentía algo similar por mí. La sorpresa se conjugó con la indignación y lo comenté a mis compañeros.
–¿Estás seguro?, preguntó Tovar no tanto porque desconfiara de mis palabras sino porque se esforzaba en evitar lo que sobrevino después que se desataran los diques de su carácter afable y explotara la ira por cuenta suya.
–Sí, claro que es ella… lo que pasa es que el tiempo le ha pasado por encima, afirmé.
Ignoro qué pretendía Tovar cuando dijo «bueno, vamos a ver qué le pasó». Nos paramos y fuimos hacia ella. El sujeto que le gritó notó nuestra presencia, se volteó de su mesa y preguntó si queríamos algo. Dijo eso y junto con él se activaron seis hombres, sus compañeros de trabajo posiblemente, como para advertirnos que el hombre no estaba solo.
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–Amigos, les pido que no se metan en este asunto y vuelvan a sus mesas… miren que se les va a enfriar el almuerzo, ordenó el sujeto ya con voz autoritaria, dispuesto a encarar lo que pasara según nuestra respuesta. El tipo era corpulento y de tez morena, impresionaba por su estatura. Mostraba uno de los brazos tatuado con un águila, brazos para sostener cargas pesadas pero también para triturar y hacer que le obedecieran. Pero contrario a su advertencia, que sin dudas poseía toda lógica, el Negro Tovar, muy opuesto a su carácter juicioso y pacífico, miró fijamente a su interlocutor y habló.
–No. No nos vamos a ir hasta saber qué le pasó porque resulta que esta dama es amiga del compañero aquí presente. Lo expresó con tal entereza, sin titubeos, señalándome, mientras yo ensayaba una expresión de malhumorado que en verdad no me salía porque ni siquiera soy bueno para esas escenas, además que el temor a salir de ahí vapuleados, sin almorzar, ya se paseaba por mi mente.
–Pues le participo que esta dama, como usted dice, es la puta de los camioneros de Boleíta y por si no lo sabían le acabo de dar un coñazo porque me ofendió… Así que, les repito, aprovechen la oferta que les hago y regresen a su mesa.
Fue entonces cuando Aurita levantó la vista y me reconoció. Desde luego que se trataba de la Chini (antes le decían la China) y para ese instante poco importaba si era la puta de los camioneros como tampoco quería saber por qué le habían golpeado. Así que, con el escaso valor del que disponía, luego de haberlo agotado en esos instantes de tensión, le extendí la mano para que se levantara y la abracé.
El gesto de socorro no le agradó al maltratador que fungía de macho alfa en su grupo, de manera que se nos abalanzó con vehemencia hasta que, para sorpresa de todos, apareció Monchi, quien sacó la pistola y mostró su placa de Disip. El grito de «quieto, grandulón o te quiebro» congeló el movimiento del sujeto. Entretanto, Tovar y Fresita como el resto de los compañeros del agresor se paralizaron ya que situaciones similares solo se ven en las películas de acción.
Quiero decir, para que nos entendamos bien: salvo yo, ninguno de los presentes conocía a Monchi Calderón, mi amigo del barrio y excompañero del liceo hasta el día en que abandonó los estudios y se fue a trabajar como policía. En el barrio le decíamos Burrote. Un tipo moreno, espigado, alto y voz aguda. Era mi amigo, además de que sus hermanos eran altos panas de mis hermanos. Yo mismo era amigo de su hermano menor. O sea, si alguien hubiera pensado en la salvación divina descendería del cielo se equivocaba. Ahí estaba Monchi, mi vecino buena gente y extrañamente pacífico solo que en situaciones como estas aparecía en acción con energía desbordante, tal y como lo acababa de demostrar al insurgir como nuestro salvador.
De hecho, el grupo que acompañaba al maltratador se había levantado al unísono en plan de pelea, pensando que nos superaban en número y podían sacar ventaja de ello. Pero, para sumar otra sorpresa, de una esquina salió el compañero de comisión de Monchi, pistola en mano, gritándoles que al menor movimiento les volaba la cabeza.
Monchi me pasó una tarjeta y dijo que llamara al número que estaba ahí y pidiera refuerzo a su nombre. La tarjeta estaba en blanco y yo capté rápido la farsa, simulé que hablaba con alguien y explicaba la situación. De hecho, actué tan bien que me voltee hacia Monchi y le pregunté que cuál era su código. Sin dejar de apuntar al tipo que había golpeado a la Chini me pidió el celular, se identificó y exigió refuerzo para el restaurante “El comedero”, en la avenida principal de Boleíta. “Okey, los espero”, dijo y remató “Dile a Mandarria que se venga”.
El grupo que hasta hace poco pretendía entrar en acción y había aplaudido las payasadas del tipo que golpeó a la Chini se dispersó sin acabar la comida. Cuando el ambiente estuvo calmado premié con un abrazo a Monchi por su ayuda y le presenté a Julio César y a Fresita. La Chini se sumó al grupo y agradeció con llanto tardío la ayuda. «Lo que tienes que hacer, mija, es mudarte de sitio… estos tipos no te van a dejar tranquila», le aconsejó Monchi. Ella asintió y evitó explicar lo ocurrido. Nosotros tampoco le preguntamos. Entonces me le quedé mirando y sentí una lástima inmensa al ver que la chica de la que una vez me enamoré ya no era la misma.
De nuevo abracé a Monchi y optamos por marcharnos. Aproveché para llevar en la camioneta al negro Tovar y a la Chini. A uno lo dejé en Plaza Venezuela y a ella en su apartamento de El Silencio. Como decía Rubén Blades, no hubo curiosos, ni hubo preguntas, ni nadie habló.
Al día siguiente, cambié el ringtone del celular por el coro de Ojos chinos, del Gran Combo de Puerto Rico, hasta que el tiempo se ocupó de borrar ese incidente. Ignoro si terminamos de comer, y a estas alturas ignoro si El Comedero existe. Solo sé que el Negro Tovar y Fresita ya no están entre nosotros, y hace dos días leí en las redes que la Chini también se había mudado al otro barrio.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España