Que nadie lo puede callar

A sus 65 años, el periodista Luis López aún salía a diario a reportear en distintas comunidades de La Guaira. Así fue hasta el 14 de junio de 2024, en plena campaña de la elección presidencial de ese año. Se dirigía a cubrir la detención de un dirigente político cuando miembros de la Policía Nacional Bolivariana se lo llevaron. Hoy su familia mantiene su voz viva, mientras sigue encerrado en El Rodeo I
La Hora de Venezuela
Mary López llevaba mes y medio sin escuchar la voz de su hermano. Recordaba con precisión la última vez que habló con él, ese día en que todo cambió, 14 de junio de 2024. Conversaron poco antes de que la policía se lo llevara dejando una estela de angustia y silencio. Habían transcurrido 45 días, que parecían muchos más porque transcurrieron lentos, muy lentos. Aquella mañana del lunes 29 de julio de 2025 ella estaba en su casa —en la parroquia Carlos Soublette, del litoral central venezolano— cuando de pronto sonó su celular con una videollamada de WhatsApp desde un número desconocido.
Dudó un instante, pero decidió atender.
—¿Hermana, estás ahí? —escuchó a Luis, al otro lado de la pantalla.
Mary quedó paralizada. Era él, era él.
—¡Sí, hermano! ¡Acá estoy! ¡¿Cómo estás?!
—Bien, aquí, esperando la voluntad de Dios. Mañana hay visita, espero que puedas venir. Te estaré esperando…
—Claro que sí, hermano. Sin falta allá estaré.
La llamada duró menos de dos minutos, pero a Mary le bastó para confirmar que su hermano, el periodista de la familia, el que a sus 65 años aún tenía energía para “patear la calle” como si su carrera aún estuviera comenzando, estaba vivo. Ella sabía que lo tenían detenido en el Helicoide, pero era la primera vez que lo escuchaba en semanas.
La mañana en que comenzó esta historia transcurría como cualquier otra, con los mensajes de rutina en WhatsApp: cómo estás, qué haces, qué tienes planeado hacer hoy. Ese 14 de junio Mary llevaba cinco años viviendo en Cúcuta, en la frontera con Colombia, donde trabajaba dando tareas dirigidas tras dejar la docencia en Venezuela. Procuraba mantener una comunicación permanente con su hermano. Él le respondió que estaba en Carayaca, una parroquia rural al oeste del municipio Vargas, reporteando algunos problemas de la comunidad, como fallas en el alumbrado público y carencia de transporte. Era la fuente que cubría en ese estado desde hacía más de 10 años.
Mucho tiempo después se enteraría de lo sucedido a partir de ese momento en que ella siguió con sus quehaceres, como si la vida no fuese a cambiar. A eso de la 1:00 de la tarde de ese día en que nunca más respondió, Luis fue a la plaza Bolívar de Catia La Mar para cubrir un simulacro electoral, un ejercicio previo a las presidenciales del mes siguiente. En medio del bullicio de la plaza, recibió una llamada de David Longa, líder del partido Alianza Bravo Pueblo en Vargas. Le avisaba que en Caraballeda, a unos 22 kilómetros de distancia, la policía estaba deteniendo a Jhonny Rivas, dirigente del partido Voluntad Popular y representante de la oposición en el Consejo Legislativo regional. Entonces decidió tomar un autobús para ir a cubrir la noticia.
Cuando iba por Pariata —a unos 12 kilómetros de su destino— otra llamada de David lo apuró:
—Si no tomas un mototaxi, no llegarás a tiempo.
Luis bajó del autobús y caminó hacia la línea de motos más cercana. Pero no alcanzó a negociar la carrera, porque tres camionetas se atravesaron en la vía. De ellas se bajó una decena de hombres armados. Llevaban chaquetas de la Policía Nacional Bolivariana (PNB). Y uno de ellos, con la voz áspera, lanzó la orden sin mirarlo a los ojos:—Luis López, está detenido.
—¿Cómo dice? ¡Eso es imposible! —le respondió el periodista, atónito.
Otro policía, con tono seco y amenazante, intervino:
—Es mejor que te vengas con nosotros. No lo hagas más difícil.
La gente alrededor apuró el paso y bajó la mirada. Nadie dijo nada. Los policías esposaron a Luis y lo empujaron a una de las camionetas, sin placa y con los vidrios polarizados. Y se lo llevaron.
Hacía meses que el rumor lo rondaba. Vecinos le habían advertido que miembros del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional preguntaban por él. Su trabajo incomodaba. Había entrevistado a María Corina Machado, había cubierto actos de la campaña de Edmundo González y había reseñado la última marcha opositora en Maiquetía.
Esa tarde, el rumor se convirtió en certeza.
Tras su detención, Luis fue trasladado de un módulo policial a otro. En ninguno lo aceptaban, porque la aprehensión la habían hecho policías de Caracas, así que los hombres que lo detuvieron decidieron llevarlo a la capital. El destino era el Helicoide, centro de detención señalado por organismos de derechos humanos como sitio de tortura y tratos crueles. Para ese momento, más de 287 presos políticos estaban allí, de acuerdo con el Foro Penal.
Mientras esto sucedía, Mary seguía escribiendo al celular de su hermano. Desde luego que no obtenía respuesta. Al principio no se preocupó, pero con el paso de las horas la angustia se sembró en alguna parte de su cuerpo. No era usual que él se perdiera de ese modo. Siempre respondía. Así fuera con pocas palabras.
¿Qué podía hacer? Estando lejos, no podía hacer nada, solo mirar la pantalla y esperar. Y así la angustia se transformó en miedo. No se contuvo y llamó a Beatriz, otra de sus hermanas, para avisarle lo que estaba ocurriendo, acaso con la esperanza de que ella supiera algo. Pero no. No sabía nada.
Beatriz salió de la casa sin rumbo fijo. Se le ocurrieron cientos de catástrofes mientras decidía a dónde ir. Pasó el día entero recorriendo hospitales y módulos policiales, repitiendo el nombre de su hermano en cada ventanilla de atención, en cada pasillo, tratando de dar con su paradero. Siempre la respuesta fue idéntica: “Aquí no lo hemos visto”.
La incertidumbre cesó cuando un amigo de la familia logró rastrear el celular de Luis desde una aplicación. La señal lo ubicaba dentro del Helicoide. Fue él quien le dio la información a Mary y ésta, a su vez, a Beatriz y el resto de la familia.
Al día siguiente, Beatriz y varios familiares llegaron al centro de detención. No los dejaron verlo. El custodio les explicó que no podían visitarlo hasta que pasaran los “45 días de adaptación”. Ese lapso, les dijo, servía para que el Ministerio Público avanzara en las averiguaciones y para evaluar “la conducta” del detenido. Solo después decidirían si tendría acceso a visitas y salidas al patio o el derecho a recibir medicinas.
A sus 65 años, Luis era una voz reconocida en La Guaira. Su labor periodística lo había convertido en un referente para las comunidades populares. Solía reportar carencias, acompañar protestas. Por eso, cuando se supo de su arresto, la noticia corrió rápido por las redes sociales gracias al diario La Verdad de Vargas, donde trabajaba. “Me consta que es un luchador social. ¡Liberen a Luis!”, “Es un gran ser humano”, “Dios lo proteja”, repetían las personas. Además, organizaciones de derechos humanos como Espacio Público, el Instituto Prensa y Sociedad Venezuela, el Colegio Nacional de Periodistas y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa, también expresaron rechazo por la detención. De esa forma, condenaron públicamente su desaparición forzada, recordando que lo único que hacía era ejercer el periodismo dentro del marco de la libertad de expresión.
Desde Cúcuta, Mary seguía el curso de los acontecimientos. La sensación de estar atada de manos, sin poder hacer más que esperar noticias, terminó pasándole demasiado, así que decidió regresar a Venezuela.
Después de un día de viaje en autobús, ya en La Guaira, se sumó a la nueva rutina de Beatriz y el resto de la familia: llevarle comida a Luis, medicinas para la hipertensión y calmantes para la fisura en la columna que arrastraba desde un accidente. Nadie sabía si en efecto le entregaban esas cosas. Y seguían sin permitirle las visitas, porque, les insistían, primero debía cumplirse el lapso de 45 días.
Hasta que el 30 de julio, un día después de aquella videollamada, Mary por fin pudo verlo.
El encuentro tuvo lugar en un salón amplio. El eco de los pasos y las voces de los custodios recordaba a cada instante dónde estaban. Allí, en medio de esa frialdad, se abrazaban madres, esposas, hijos.
Mary se abalanzó sobre hermano apenas lo vio. Tras el abrazo apretado y las lágrimas, lo observó con detenimiento.
—¿Cómo está mamá? —preguntó él de inmediato con cierto desgano en su voz.
—Bien, siempre pregunta por ti. También te está esperando.
Fue en ese momento que Luis aprovechó para contarle, con frases entrecortadas, cómo había sido detenido. El bloqueo de las camionetas en Pariata, los hombres armados de la PNB, las esposas cerrándose en sus muñecas. Mary lo escuchó y, preocupada por el recuerdo de lo que había vivido su hermano, dudó un instante antes de soltar una pregunta:
—Luis… ¿te han golpeado?
Él bajó la mirada.
—No, pero el día de la detención me tuvieron ocho horas sentado en una silla esposado. Al día siguiente me imputaron por los cargos de terrorismo, incitación al odio y asociación para delinquir. Jamás hubo una orden de detención. De paso, me quitaron la posibilidad de un abogado privado. ¿Qué más te puedo decir? —hizo una pausa y concluyó—. Tengo golpeada la libertad y el alma.
A partir de entonces comenzaron las visitas semanales, y fue en esos encuentros cuando Mary supo que Luis ya no era el mismo. Lo descubrió en su mirada cansada y en la manera en que se movía. Era más lento, estaba más encorvado. Había perdido casi 10 kilos. La ropa le quedaba holgada y, aunque intentaba sonreír, su voz tenía un tono apagado. En cada visita apenas probaba la comida que le llevaban, y respondía con evasivas cuando ella le preguntaba cómo lo trataban por las noches. Prefería desviar la conversación:
—¿Cómo está todo?, ¿cómo están las cosas en La Guaira?
—Todo bien, hermano. Todo marcha como de costumbre…
Mary le mentía. Prefería callar lo que pasaba afuera: las protestas por los resultados de las elecciones, los arrestos —que ya sumaban 749—, la tensión política y las angustias de la familia. No quería mortificarlo. Él, pensó, que ya tenía suficiente.
Con el paso de los meses, la salud de Luis comenzó a quebrarse todavía más. Las alergias le brotaban en la piel, padecía insomnio, y un médico del centro de detención ordenó, después de evaluarlo, unos exámenes de laboratorio. Nunca le entregaron los resultados a la familia, pero en el informe el doctor apuntó que tenía la hemoglobina en seis gramos por decilitro, una señal de anemia severa. En las celdas hacinadas, donde a veces tenía que convivir con presos comunes, apenas había espacio para acostarse.
La audiencia preliminar para determinar su culpabilidad fue diferida seis veces y, cuando al fin la fijaron en noviembre, no le notificaron a la familia. No supieron qué se discutió ni qué se resolvió. Lo único claro era que Luis seguía detenido.
Mary entendió que no bastaba con acompañar a su hermano. Verlo deteriorarse y enfrentarse a tantas arbitrariedades la obligó a denunciar.
En las concentraciones de familiares frente al Helicoide, Ministerio Público o Tribunal Supremo de Justicia, Mary se acercaba a periodistas y ONG. Contaba cómo se habían llevado a su hermano sin orden de detención, cómo le negaban la defensa privada, cómo la salud se le iba consumiendo dentro de una celda.
Pero cada vez que levantaba la voz, llegaban las represalias. Desde diciembre hasta el 23 enero de 2025 las visitas se detuvieron, no la dejaron entrar a ver a Luis. Ese mes, él tampoco salió de su celda. Después le cambiaron a la defensora pública. Cuando Mary preguntaba por el estado de su hermano y pedía noticias de su caso, empleados del Palacio de Justicia le decían que esos castigos no eran casualidad, que eran consecuencia directa de sus denuncias.
Aun así, no se detuvo. La mujer reservada y de trato amable se transformó en alguien tenaz. Hablar del caso de su hermano ya no era solo un acto de valentía, sino de resistencia. El 10 de abril organizó un rosario frente al Helicoide. Más de 50 familiares rezaron con ella, rodeados de cámaras y periodistas. La cobertura fue tan amplia que molestó a las autoridades. No fue coincidencia que, al día siguiente, Mary supiera que Luis había sido trasladado a El Rodeo I, en Miranda, a 80 kilómetros de distancia de La Guaira.
Era como si todo volviera a empezar: 45 días de espera, sin derecho a visitas, sin certezas sobre su salud. El traslado no solo lo alejó de Caracas, sino también de su familia, quienes ahora debían hacer un viaje de casi 2 horas para verlo solo unos minutos. También fue un recordatorio de que cada palabra dicha afuera podía convertirse en castigo adentro.
Hasta que casi dos meses después, el 30 de mayo, Mary volvió a verlo. Esta vez no hubo abrazos. Los separaba un cristal, hablaban por un teléfono vigilado y solo tenían 15 minutos.
Luis bajó la voz para advertirle:
—Un custodio me confirmó que mi traslado es por las denuncias que sigues haciendo.
—Entonces, ¿qué debemos hacer? —preguntó Mary, con un nudo en la garganta.
—Él me lo dijo a modo de advertencia… Pero yo le respondí que ustedes saben muy bien qué deben hacer. Nadie nos puede callar. Mientras yo… seguiré aquí, esperando que sea lo que Dios quiera.
Nadie nos puede callar, nadie nos puede callar… Mary salió del penal con esa frase ardiéndole en la cabeza. Comprendió que, aunque a Luis lo mantuvieran tras barrotes o lo forzaran al silencio, su voz seguía resonando. Afuera, era ella quien la mantenía viva.
*El periodismo en Venezuela se ejerce en un entorno hostil para la prensa con decenas de instrumentos jurídicos dispuestos para el castigo de la palabra, especialmente las leyes «contra el odio», «contra el fascismo» y «contra el bloqueo». Este contenido fue escrito tomando en consideración las amenazas y límites que, en consecuencia, se han impuesto a la divulgación de informaciones desde dentro del país.