Que no sea de sordos, por Teodoro Petkoff

Ya están aquí los «facilitadores» de OEA, ONU y Centro Carter con el propósito de sentar en una mesa de diálogo al gobierno y la oposición. No es un cometido fácil porque hay demasiada desconfianza de lado y lado, demasiados rechazos mutuos, pero esta es una opción que debe ser adelantada con la convicción agónica de que a ella no hay más alternativa que una peligrosa y creciente violencia. Precisamente porque cada día que pasa la confrontación gana en intensidad es por lo que se hace más necesario que nunca tratar de impedir que esta vorágine nos trague a todos. Este es justamente el momento de sentarse a hablar. Las negociaciones de este tipo nunca han sido cómodas. Basta con recordar que cuando Vietnam y Estados Unidos decidieron negociar el fin de la guerra, pasaron meses discutiendo, antes que nada, la forma de la mesa donde habrían de sentarse -en París, por cierto, sitio neutral. Así fue en Nicaragua, El Salvador y Guatemala: fueron procesos que exigieron tiempo, paciencia y tenacidad.
En nuestro caso, el primer paso es que las partes se reconozcan mutuamente como interlocutores válidos. El gobierno no puede discriminar en la oposición entre «demócratas» y «golpistas», y esta no puede argumentar la «ilegitimidad» del gobierno. Más allá de las apreciaciones con que mutuamente se descalifican, las partes están obligadas a reunirse para negociar. La agenda del diálogo tendrá que ser establecida por los interlocutores. No es esa la función de los «facilitadores». Ya es bien grande su tarea con lograr que los rivales se sienten a conversar. Pero los temas del debate serán seguramente la primera piedra de tranca a superar. En principio, ningún tema debería ser obviado. Establecer la agenda es parte de la discusión pero no constituye el fondo de esta. Incluir un punto en el orden del día no implica pronunciarse sobre él. Esto significa que el gobierno no debería oponerse, en principio, a la consideración del tema de la solución a la crisis de gobernabilidad. Entre las posturas más distantes entre sí (renuncia inmediata de Chávez o referendo revocatorio en agosto de 2003), caben diferentes opciones (referendo consultivo, enmienda constitucional para recortar el periodo, adelanto de elecciones son algunas de las mencionadas) que pueden ser examinadas. Pero cada parte tiene que estar muy consciente de que la otra existe y tiene fuerza. Esa manera de discutir que considera la impaciencia de una parte del país («¡Chávez vete ya!») una suerte de argumento atómico, pierde de vista que hay otra parte, nada desdeñable, que no tiene ningún apuro en salir de Chávez sino que lo quiere ahí donde está. A su vez, la exigencia de un respeto abstracto a la Constitución, como si no estuviéramos en medio de una crisis de gobernabilidad que exige un tratamiento político, tampoco sería realista.
Como país no la tenemos fácil, pero nos entendemos o nos matamos. Tan simple y aterrador como eso.