¿Qué representa «Rodolfo», el outsider colombiano?, por Carlos Andrés Ramírez
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Una lección de esta primera vuelta es que la mayoría de los colombianos prefiere cualquier cosa ―literalmente, cualquier cosa― que el continuismo. Federico Gutiérrez, el candidato del Gobierno, los clanes y la «maquinaria» más pesada, fue por eso castigado sin piedad. Como Sergio Fajardo nunca supo encarnar el espíritu de cambio, su fracaso fue estruendoso y, por supuesto, merecido. Quedaron, entonces, Gustavo Petro y Rodolfo Hernández. Ambos, a su modo, son el cambio. Tras las elecciones, y en vista del difícil escenario para la segunda vuelta del petrismo, muchos quieren ver ahora en «Rodolfo» el plan C del uribismo y un escenario simple, de nuevo, de izquierda contra derecha. Creo que se equivocan. Me explico.
Hernández puede recibir ahora el apoyo del uribismo. Ya, de hecho, recibió la bendición de Paloma Valencia y María Fernanda Cabal. Innegablemente el uribismo se la jugará por «Rodolfo». Eso no significa, sin embargo, que Hernández sea, desde el principio, una soterrada ficha uribista. Le faltan vínculos mucho más orgánicos con esas redes y sus recursos.
El Gobierno uribista se movilizó, con plena desfachatez, a favor de Fico, y nunca de Hernández. En su lenguaje de gran estadista, este último se refirió a Iván Duque, además, entre otros sopesados pronunciamientos, como «ese hijue…que nos tiene arruinados». Sus votos son, en buena parte, contra la corrupción de un Gobierno uribista. La ficha de la continuidad era el mediocre Fico y ya salió del tablero. El mensaje de «Rodolfo», sincero o no, tiene mucho de «antiestablecimiento» y, por su origen regional, de «anticentralismo» y «antielitismo». Por todo eso llegó donde llegó.
Que ahora, en el escenario de segunda vuelta, Hernández deba volverse amigo de los enemigos de su adversario no basta para tildarlo de haber sido ya lo que probablemente llegará a ser en un futuro inmediato. La buena nueva de este 29 de mayo, con abstracción de los nuevos capítulos de esta historia, es que el uribismo, y todo el establecimiento sufrió una fulminante derrota electoral.
Los 14 millones y medio de votos de Petro y Rodolfo son votos contra un proyecto hegemónico y una forma de hacer política sumamente desgastados. Las mayorías están hastiadas de la derecha uribista y las «maquinarias».
Dicho en pocas palabras: una cosa es cómo «Rodolfo» deberá alinearse tácitamente con lo que decía odiar para poder ganar, y otra cosa es por qué es él, y no alias Fico, quien se convirtió en el contendor de Petro. Hernández, para los electores, sí representa un cambio frente al proyecto de la derecha uribista.
Ahora, dado que el «cambio» es un término neutro y con múltiples direcciones posibles, la pregunta es qué puede significar para los seguidores de Hernández y cómo describir a este personaje pintoresco en el espectro ideológico. Algunas distinciones conceptuales resultan aquí relevantes.
En su manido libro sobre la derecha y la izquierda, Norberto Bobbio introduce una distinción útil entre dos tipos de centro: el centro como «tercero incluido» y como «tercero incluyente». El primero lo representa el fajardismo con su «ni por lo uno ni por lo otro». Aquí el centro se define como «tercero» por su equidistancia frente a los extremos o su «tibieza». El segundo es el centro como «síntesis» de los mismos con su «tanto lo uno como lo otro».
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Hernández, desde mi perspectiva, encarna este último tipo. «Rodolfo» representa, por un lado, el país patriarcal y autoritario, y, por otro lado, el país anticorrupción, propaz y antinequidad que, de la mano, ahora, de un empresario astuto, pretende ponerse al día en su deuda social. No se trata aquí de explotar la neutralidad, sino de integrar los extremos. La tarea corre a cargo de un viejo «zorro», cascarrabias, vulgar, populachero y ―para criterios colombianos― «bonachón».
Si uno revisa, por ejemplo, la historia y los ideólogos de la revolución conservadora en la Alemania prehitleriana, se topa con que no se trataba, sin más, de movimientos de derecha. Las posturas «rojipardas» y la idea del «nacional-bolchevismo», representada por autores como Moeller van den Bruck, Ernst Niekisch o Karl Otto Paetel, apuntaban, sin duda, a aplastar el comunismo desde una perspectiva autoritaria y nacionalista, pero, a la vez, acogían con beneplácito la movilización popular y, sobre todo, sus reclamos de justicia social.
La denominación oficial del nazismo, a saber, el «nacionalsocialismo», revela esa hibridación entre derecha e izquierda dentro del culto antielitista al «pueblo». «Das deutsche Volk…», bramaba repetidamente Hitler. Se trataba, de nuevo, del centro como «tercero superior» o «incluyente». No estoy sosteniendo con esto algo tan descabellado como que Rodolfo Hernández es un nazi, pero sí que su postura, a diferencia del mundo dicotómico de cierto petrismo, no es sin más de derecha.
Tal vez cuando Hernández dijo ser un «seguidor» del «gran pensador alemán Adolfo Hitler» (luego se disculpó con la extraña excusa de que estaba pensando en Einstein), estaba revelando inconscientemente su vaga intención de amalgamar, en clave colombiana, las virtudes de la izquierda y de la derecha.
Volviendo al punto: el cambio, en términos de «Rodolfo», es la integración de la mentalidad autoritaria-patriarcal con elementos de una agenda progresista y (discursivamente) antielitista vía «habilidad gerencial». Suena raro, pero no es inverosímil. Suena improbable, pero lo improbable también es real. La coherencia ideológica no es un criterio importante para los deseos colectivos efectivos. Lo importante, en ese marco, es condensar anhelos.
Petro, sin embargo, solo representa para el electorado la agenda progresista: derechos de las minorías étnicas y sexuales, escucha a las luchas campesinas, combate al modelo económico extractivista, simpatía con el movimiento estudiantil y los jóvenes de barriada asesinados en el primer semestre de 2021, etc.
Muchos colombianos, sin embargo, quieren un nuevo paterfamilias, uno igual de rabioso, pero depurado, sin culpas graves, y, a la vez, un líder con sensibilidad social y capaz de golpear, también con rabia, al «establecimiento». Ese es «Rodolfo». Aquí el cambio tiene una parte de novedad y una parte de «restauración», con su repetición actualizada de lo originario.
Derrotar a Hernández supone, para Petro, restarle credibilidad al lado izquierdo de su centrismo integrador y explotar al máximo la incoherencia entre un discurso anticorrupción y el apoyo de facto de bloques de políticos corruptos, pero Petro pierde, en todo caso, en un terreno cultural difícilmente modificable y extendido: el de nuestras representaciones, aún predominantes, de «autoridad».
La política, no obstante, es un asunto de táctica y estrategia. Nada está cantado. A Petro le quedan tres semanas para mercadear mejor su opción de cambio y hacer alianzas oportunas. El tiempo apremia.
Carlos Andrés Ramírez es filósofo y politólogo. Profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes (Bogotá). Doctor en filosofía por la Ruprecht-Karls Heidelberg Universität (Alemania). Especializado en teoría política y teoría social.
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