¿Qué vaina es esta?, por Teodoro Petkoff
Los decretos que crean ocho «zonas de seguridad» en Caracas son una monstruosidad. Una monstruosidad jurídica, política y económica. No hay razón alguna de seguridad que pueda justificar la toma de 6.308 hectáreas del territorio caraqueño por parte de la Fuerza Armada. Se puede comprender que zonas absolutamente aledañas al perímetro de instalaciones militares u oficiales sean objeto de medidas especiales de seguridad, pero lo que resulta inaceptable es colocar bajo jurisdicción militar zonas situadas a muchos kilómetros de aquellas instalaciones. ¿Qué razón existe para que Chacaíto sea declarada zona de seguridad de La Carlota o que la Calle Real de Sarría lo sea para la Comandancia de la Armada, en San Bernardino? Basta con leer los decretos (casi idénticos en su articulado) para percibir que las motivaciones van más allá de lo atinente al orden público. En las «zonas de seguridad» la primera autoridad militar, policial, económica y administrativa, por encima de cualquier otra, pasa a ser el Ministerio de la Defensa.
Toca a este despacho «establecer los lineamientos, directrices y políticas» para la administración de la zona, así como decidir sobre «la orientación para la asignación de usos y actividades permitidas» en el área de seguridad. Decidirá MinDefensa, pues, qué, cómo y dónde se construye allí, así como cuáles actividades, empresas, centros sociales, políticos, deportivos o de cualquier índole pueden ser autorizados para funcionar. MinDefensa «otorgará las autorizaciones o aprobaciones, según el caso, para la ocupación del territorio en la Zona de Seguridad, sin perjuicio de las competencias atribuidas a otros organismos». De manera que a las alcabalas permisológicas ordinarias se suman ahora las de los militares. Construir un edificio en El Rosal, poner un restaurante o un abasto en la avenida Ruiz Pineda de San Agustín, construir una casa en la Cortada del Guayabo, por ejemplo, necesitará de una autorización de Defensa. Este ministerio es transformado en un superpoder, que a «la administración, supervisión, control y vigilancia de la Zona de Seguridad» en cuanto atañe a lo militar-policial, añade todo cuanto tiene que ver con la economía de los lugares comprendidos en ella, y asumirá el control de notarías y registros, para que estos actúen conforme «a las limitaciones a las cuales quedan sometidas la posesión y transmisión de los derechos sobre los inmuebles ubicados dentro de la Zona de Seguridad». De manera que si usted va a vender o comprar una vivienda en la zona será advertido por notarios y registradores de que debe ir a bajarse de la mula al Ministerio de la Defensa.
Porque este es un aspecto nada desdeñable de todo el cuadro. El enorme poder discrecional que se confiere al despacho castrense, la opacidad de sus actos administrativos, el temor reverencial que estos suelen inspirar, constituyen el escenario ideal para una expansión formidable de la corrupción, bajo la forma de la matraca y el pago de peaje. Precisamente es la discrecionalidad una de las fuentes principales de la corrupción administrativa y ahora se traslada a la institución armada un poder discrecional cuyos efectos perversos, infecciosos, han podido comprobar los militares con la ejecución del Plan Bolívar. Esto, sin hablar de las consecuencias meramente políticas de decretos que vulnerarían derechos civiles y políticos esenciales en áreas situadas a distancias considerables de instalaciones militares o gubernamentales. Una concentración pública en la Plaza Brion de Chacaíto o en la Plaza Madariaga de El Paraíso o en la Quinta de Anauco, por ejemplo, requerirá de autorización militar. Determinadas zonas de la ciudad han sido, para todo efecto práctico, militarizadas, y la autoridad encargada de ello arrebata atribuciones a alcaldías y gobernaciones, conformando una brutal desviación del poder, puesto que se pretende cumplir un propósito distinto al que establece la norma que se invoca. Estos decretos no sólo son inconstitucionales sino también económicamente devastadores y políticamente arbitrarios y atropellantes. El país debe hacer frente a este colosal abuso de poder.