¿Quién mató a Franklin Brito?, por Teodoro Petkoff
Ha llegado la hora de establecer responsabilidades en la muerte de Franklin Brito. Porque a Brito se le dejó morir. No fue casual su fallecimiento, no fue un accidente. No sería exagerado decir que fue un asesinato. Quienes debían atender sus planteamientos sabían que no estaban ante un simulador. Sabían que si no respondían a sus solicitudes, que no eran nada del otro mundo sino un modesto reconocimiento de la justicia que lo asistía, Brito llevaría su huelga de hambre hasta el final. Lo suyo no era bluff. El hombre había dado muestras suficientes de su determinación y de su coraje, y la gente del gobierno no podía dudar de que nada ni nadie lo haría retroceder en su empeño, si su petición no era atendida como debía ser. De manera que, fría y cruelmente, dejaron que la vida se fuera yendo de su martirizado organismo. Sin embargo, no era un obcecado. Varias veces suspendió el ayuno, ante promesas de solución, dando oportunidad para una salida, pero, con la misma voluntad de hierro, lo reemprendía cada vez que comprobaba el engaño y la farsa de que se le hacía víctima.
Pero ante todo hay que rechazar la especie canallesca que algunos plumíferos y funcionarios del régimen han puesto a rodar, según la cual los adversarios del gobierno estarían «disfrutando» de la muerte de Brito, porque ella afectaría al gobierno. Es el caso del ladrón que juzga por su condición.
La presencia aplastante de la muerte, y menos en estas condiciones tan dramáticas, no es motivo de gozo para nadie. Sólo quienes dejaron morir a Franklin Brito pueden tener la mente tan retorcida como para tratar de esconder su responsabilidad, de disimularla, queriendo ver en otros su propia insensibilidad e inhumanidad. Más les habría valido permanecer discretamente callados, frente a la consternación y la rabia que embargan al país, antes que escupir sobre sí mismos. Se burlaron de Franklin Brito y ahora se burlan de quienes lamentan su desaparición.
Nadie «goza» con los apuros del gobierno, pero nadie puede eximirse de acusarlo. No hacerlo sería ceder a ese chantaje innoble que pretende acallar las voces del dolor, de la cólera y del reclamo con el falaz argumento de que ello sería «aprovecharse» del caso para «atacar» al gobierno. Porque esa muerte tiene responsables y señalarlo es un deber. Desde el alcalde del municipio donde vivía Brito, en el estado Bolívar, quien inició la cadena de abusos contra él, hasta el Presidente de la República, quien apenas dio dos o tres respuestas burocráticas e inocuas, pasando por la Fiscal, quien lo declaró «loco» y lo secuestró en el Hospital Militar, así como por la Defensora del Pueblo, quien jamás perdía oportunidad de quedarse callada, sin hablar del INTI, protagonista fundamental del atropello, todo el aparato del Estado aplastó la humanidad de Franklin Brito, hasta que finalmente lo asfixió. No se «ataca» al gobierno, no se aprovecha la obvia incomodidad que esta muerte le produce, pero ningún gobierno puede pretender impunidad cuando no cumple con sus obligaciones.