«Rashômon» (1950) de Akira Kurosawa, por Ángel R. Lombardi Boscán
Twitter: @LOMBARDIBOSCAN
La condición humana es inextricable. Un enigma filosófico que Dios nos dejó como prueba palpable de existencias laberínticas y talladas por la imperfección. El bien y el mal cohabitan en una tensión permanente e irresoluble haciendo de la historia una marcha de la locura y el sinsentido. Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la locura recorre los episodios de una humanidad paradójica e inestable en sus propósitos finitos, bajo los impulsos de una vida que va cediendo a la incomprensión de los deseos frustrados dentro de una realidad como adversidad.
Siempre pensé que la película Rashômon (1950) del laureado director japonés Akira Kurosawa trataba sobre el tema de la voluble verdad y en realidad no es así. Su principal tema es la de producir una reflexión sobre la condición humana en tiempos de oscuridad y desesperanza.
Japón en el siglo XII es el escenario de una trama criminal con cuatro versiones diferentes cuando sabemos que solo hay una sola verdad. Además, es un tiempo de guerras, pandemias, pobreza, destrucción y muerte donde los sueños muerden el polvo y la desesperanza talla los ánimos de existencias para sobrevivientes. «Aquí, en la puerta de Rashômon, vivía un demonio y dicen que se fue porque tenía miedo de los hombres.»
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Kurosawa utilizó la podredumbre de una época remota de la historia de su país para conectarla con el desastre de su propio presente luego de la derrota en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y las dos bombas atómicas que laceraron el altivo orgullo nacional nipón. Nosotros mismos que escribimos esta crónica tenemos una conexión especial con la película porque vivimos en Venezuela nuestro particular «Templo de Rashomon».
La técnica del flashback es una constante porque la remembranza es un tejido con sus hilos desunidos y rotos sobre versiones contradictorias que hacen de la mentira la gran triunfadora. Eso de que la «verdad nos hará libres» en Juan 8:31-38 es solo una utopía más. La verdad es impopular porque es dolorosa. Mentir a los otros y mentirnos a nosotros mismos es un acto deshonesto, aunque medicinal.
Nadie soporta vivir en la verdad porque las existencias humanas abrevan en el pozo de la mezquindad y el egoísmo supremo.
Viendo Rashomon aprendí que un buen historiador nunca aspira a conocer la verdad porque la misma es un imposible metodológico. Y que hay tantas versiones como protagonistas y que todas son válidas y legítimas. Razón por la cual en un relato histórico que se precie la única verdad posible es de quién escribe la historia y si tiene la habilidad de captar una aproximación veraz de los hechos que procura conocer y comprender. Y aun así debemos ser escépticos y dejar siempre la duda abierta.
Otro tema de la película es la mujer como objeto del deseo masculino dentro de una cultura ancestral misógina.
La mujer es débil, aunque llora para acentuar esa debilidad como arma de manipulación. En la película se nos rebela como víctima del patriarcado asumiendo unos roles que la oprimen haciendo de sus vidas la representación de una farsa.
Por cierto, el recurso de utilizar a un médium para hacer hablar al samurái asesinado es de un atrevimiento audaz. Aunque donde Kurosawa pega más duro es donde desmitifica el honor japonés. No conozco las reacciones que produjo la película al público japonés en su momento, pero es evidente que tuvo que molestar a muchos. Presentar en el relato más verídico a dos combatientes cobardes y torpes en las artes marciales tuvo que producir escozor dentro de las representaciones nacionales y simbólicas de unos guerreros sin miedo.
Los logros técnicos son remarcables. La música es una marcha de los horrores dentro de un bosque sin escapatoria; la lluvia es la tempestad que aún no amaina, pero que deja abierta la esperanza bajo el descampado. La fotografía es preciosista y hasta en algunos momentos minimalista. Los actores, encabezados por el célebre, Toshiro Mifune, cumplen a la perfección con sus distintas caracterizaciones y los diálogos son de una profundidad filosófica fuera de lo común, sobre todo, el que va dictando el peregrino, un personaje cargado de realismo y sentido común: un auténtico almologo. Por el contrario, el sacerdote es un idealista decepcionado de la humanidad que encuentra un rayo de luz en el gesto reivindicatorio del leñador que se sorprende así mismo por lo paradójico de su comportamiento.
Películas como Rashomon son las más idóneas para llevarlas a nuestras escuelas y universidades para utilizarlas como medios artísticos para preguntarnos sobre el porqué de lo que somos como humanidad dolida y caída, aunque también como posibilidad abierta de aspirar y construir mundos alternativos y felices. El claroscuro es la sustancia de una historia ambigua e indeterminada en que nuestra voluntad es puesta a prueba por un destino siempre azaroso.
Ángel Rafael Lombardi Boscán es Historiador, Profesor de la Universidad del Zulia. Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ. Premio Nacional de Historia.
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