Razones por las cuales matar a una enfermera, por Carolina Espada
Usted está en el postoperatorio eterno, con un costurón en la barriga, intubado, lleno de sondas, enchufadísimo y con una punzada que le agarra desde el cogote hasta la rabadilla. Tiene 24 horas en una sola agonía y un ayayai… Entonces, finalmente, se queda dormido, rendido, exhausto. El agotamiento pudo más que el dolor. ¡Y ahí mismo llega rauda y eficiente Yulverdys (con su uniformito blanco bien forrao, su tanga y su celulitis) y lo jamaquea! ¿Para qué? Para darle su pastillita para dormir.
- ¡¡¡¿Pero por qué me despertaste?!!!
- Porque le toca.
Usted se siente fatal. Han transcurrido 36 horas y algo no está bien. Apartando el horror que le hicieron en el quirófano, ha sido puyado por doquier, le han tomado muestras de todo, ha pasado por ecosonogramas, tomografías, rayos x y tactos anales. Está tan adolorido que no se da cuenta, pero… ¿será que Maileidi volvió a poner la temperatura de la habitación a –7° centígrados? (¿O era Fahrenheit?). La pildorita está haciendo efecto y usted se duerme como un cubito de hielo.
Usted se despierta. Abrir los ojos es el comienzo de otras veinte horas de sufrimiento sostenido. Sus venitas ya no resisten el suero y las medicinas. ¿Infiltrado es que dicen? Usted está absolutamente infiltrado. Las grapas que tiene en el pecho parece que se le clavan en el corazón (¿y si de repente respirara menos?); el catéter urinario contra natura le pica y le molesta; sus nalguitas ya son un alfiletero desinflado con hematomas; el tubo que le sale por un costado y lo conecta a una máquina en realidad no lo martiriza tanto, ¡pero el sonido que hace ese aparato! ¡Tiene 48 horas seguidas oyendo ese burbujeo: blurublú blurublú! Y aparece Hílvand y le pregunta poppy-nifunifá-cantarina, como si usted tuviera tres años y su personaje favorito fuera Bambi: “¿Y cóoomooo amaneciiimooos hoooyyy?”.
Usted tiene hambre. 72 horas sin un café con leche convincente, ni una caracola recién horneada, ni un trocito de queso amarillo, ni una guayaba madura y sin gusano. ¿Y qué le obliga Dallannarah a comer? Dos rebanadas de pan tieso (pertenecientes a una hogaza comprada en la semana inaugural de la clínica por allá por los años 70 del siglo pasado); una untadita de una mermelada indefinida (¿será mamón, guama, pomarrosa, cotoperí, fruta vedada?); avena tibia con grumos y el azúcar recién añadida que trilla en los dientes; y el café… ¿qué? ¿Creía que le iba a llegar caliente?
Usted no se quiere bañar, pero Nídioby es quien decide. Ella lo desviste, lo tutea, lo llama miamorrr y le lava sus partes con agua fría. Y usted se acuerda de sus títulos, postgrados y doctorados allí en la poceta. Tiembla desnudo, azul y con aquella humillación.
Usted está cada vez más alterado y arisco. Le ponen una inyección para que se serene. Le da sueñito y tiene una pesadilla: Yulverdys, Maileidi, Hílvand, Dallannarah y Nídioby –vestidas de mariachis blancas- cantan una ranchera: “¡Aquí están las enfermeras/ con su canto de esperanza/ un día somos mujeres/ y otro día somos patria!/ ¡América de algodón/ y Venezuela de gasa!/ ¡Aquí están las enfermeras…!” y en plena pesadilla aparece el cirujano que es Tin Tan. Con él no viene su carnal Marcelo, sino Rafael Briceño –trajeado de cura de pueblo- y Andrés Eloy Blanco, pero parecido a Jorge Negrete, que le comenta: “¡Prívate que ese himno lo compuse yo!”.
Usted lucha por despertarse, pero no puede, el tranquilizante duerme-caballo lo tiene embotado. Entonces escucha al Dream Team en el pasillo. La hora del chisme: una ex Miss bastante echadita a perder, por cierto, que si estaba empatada con un enchufado que no le consiguió la corona, pero que si salió embarazada de otro bien importante de la oposición y que está casado, hay que ver como son los hombres, es que todos son igualitos, chica, y que si la esposa de ese señor parece que tiene un jujú con el enchufado para desquitarse, bien hecho. Y mucho que si, que si. Lo de siempre. Y llega el cambio de guardia. Se presenta la enfermera en jefe, Ynés Dasaez de Armas, que es la única que sabe y que ordena: “Se lavan las manos y se ponen la mascarilla, el visor, la bata, unos guantes a cada rato, y están mosca y se acercan de lejitos. Ya aquí no caben los pacientes positivos. Y en Emergencia están privados tosiendo y haciendo cola. Ahora tenemos doble trabajo. O más. Y ustedes saben cómo es: casi nadie reconoce lo que hacemos las enfermeras”.
Usted se despabila y llora. Y les agradece la abnegación, el amor y el mejor esfuerzo, y hasta el chisme de la Miss venida a menos, pero no ve la hora en que se descuiden para desenchufarse y salir corriendo para su casa.
Escritora
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