Recuerdos dispersos, por Marcial Fonseca

RX: @marcialfonseca
Gracias a Johnny Cegarra por la información sobre Caracas.
¿Por qué escribía con pluma?, por su padre; este, como todo educador tenía que preparar su plan de trabajo diario y el hijo lo veía en esa tarea todas las noches. Una imagen que nunca olvida es aquella donde el maestro examinaba las plumillas a contraluz para ver cuál de ellas presentaba el menor desgaste de la punta. Ahora eso no parece ser necesario, quizás porque la calidad es mejor o simplemente usan un instrumento de escritura diferente.
De aquella bucólica Duaca recuerda la anécdota de un tío, de visita con los primos, que le pide al menor de sus hijos que vaya al carro y le traiga el maletín; y no había dado los primero pasos cuando se entretuvo examinando el bernegal que estaba al principio del corredor en L; luego se distrajo en el Telefunken, acarició los discos, se dedicó a examinar una de las lámparas del ferrocarril de Aroa; pasaban los segundos y el progenitor explotó:
–Coño, si fuera miembro no se parara tanto.
Los recuerdos fueron rejuveneciéndose, ahora eran de la época de su primer viaje a la capital, esta fue una visita de maestro asalariado, es decir sitios históricos públicos, y por ende, gratuitos; luego parques, y siempre aplacar el hambre cuando llegaban a la casa de la tía. Recuerda con cariño la Casa Natal del Libertador, el Panteón Nacional, la plaza Bolívar. Le emocionó la Última Cena inconclusa de Arturo Michelena que vio en la Catedral y el balcón donde Emparan fue rechazado por el pueblo caraqueño.
Recuerda la vergüenza en el Centro Simón Bolívar: entraban ellos dos por la esquina de Pajaritos al mediodía, cuando todos los empleados salían a comer, y por ello descendían con dificultad.
–Hijo, aquí como que hay flecha para bajar.
–Pero, papá, ¡cómo va a haber flecha para eso!; todos los empleados deben estar saliendo a comer.
–Parece que todos los trabajadores de Caracas trabajan aquí –atinó a defenderse el progenitor.
Transcurrido cinco años, al muchacho le tocó mudarse a la capital para cursar estudios de ingeniería. Ya no sería un turista como la vez anterior, ahora tenía que amalgamarse a la ciudad, formar parte de su latir. Y no le fue difícil. Se hizo asiduo visitante de la Biblioteca Nacional: todos los domingos asistía al concierto de música de cámara; así como a la sala E de la Universidad Central los jueves; y eventualmente visitaba el Hipódromo con su tío Pedro.
Apenas había empezado los estudios cayó preso en el allanamiento del 66 de la UCV; pero todo volvió a la normalidad en el 67.
Tres años después, a su padre lo asignaron a Caracas para hacer el curso de director de escuela primaria en el Instituto de Mejoramiento Profesional del Magisterio, por allá en Dos Caminos, donde hoy funciona la Universidad Pedagógica Luis Beltrán Prieto Figueroa.
Generalmente se veían los fines de semana. El autor vivía en una residencia estudiantil; y un jueves en la mañana recibe una llamada de su padre.
–Bendición, papá.
–Dios me lo bendiga, hijo, ¿cómo está?
Siguió el dialogo de rigor y de repente el último dijo:
–Hijo, puede prestarme 20 bolívares… –el padre lo decía con una punzada en el pecho.
–Papá, no tengo –fue la respuesta y venía con dolor.
–Ah, no se preocupe… –con la voz paternal cargada de vergüenza.
Se despidieron, el corazón del muchacho estaba chiquitico; luego se fue a la residencia del frente donde vivían unos compañeros de estudios y pidió 20 bolívares prestados a uno de ellos. Tomó el autobús para Dos Caminos, solicitó al vigilante de la residencia que llamara a Antonio Fonseca. No apareció. Esperó una media hora y regresó a su pensión de estudiantes. Al bajar del autobús vio a su padre apoyado sobre un poste mirando en dirección a la residencia estudiantil. Lo saludó:
–Bendición, papá.
–Hooola, hijo, le conseguí 20 bolívares y se lo vine a traer.
–Papá, yo también –con la voz quebrada…
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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