Regresar a la política para recuperar la democracia, por Alexis Alzuru
Twitter: @aaalzuru
Recuperar la democracia exige tomar decisiones difíciles. En el caso de Venezuela, una sería cambiar nuestros marcos de razonamiento. Por ejemplo, habría que comenzar a pensar apegados a los hechos, no divorciados de ellos. Otra sería identificar y abordar los problemas y prejuicios que han impedido que se construya una alternativa exitosa al chavismo. La vuelta a la democracia supone reflexionar, deliberar y decidir sobre asuntos que han sido excluidos de la agenda pública. Por ejemplo, se tendría que acordar con los financistas de la oposición los términos de su cooperación; habría que exigirles que no sigan maniobrando para anteponer sus intereses a los de la república. Por supuesto, los voceros y representantes de esas élites tendrían que ser encarados. Probablemente tendría que acordarse que algunos deberían pasar a retiro o “calentar banca”.
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La vuelta a la democracia también supondría pactar el silencio de los “free rider” que hay en la oposición; que son aquellos que recurrentemente han usado la prolongada tragedia de la nación y el esfuerzo colectivo para promover sus proyectos personalísimos. En fin, habría que promover un giro completo en la comunicación con el país para explicar que, en estas horas oscuras, no se necesita del genio individual, sino jugar en equipo.
Habría que asumir que para recuperar la democracia no se requieren predestinados ni héroes. Solo se necesitan políticos. Únicamente ciudadanos que piensen, decidan y actúen en consenso. Ciudadanos con disposición a construir acuerdos políticos y con disposición a cumplir los compromisos derivados de esos acuerdos. El reto es construir una ruta para la acción colectiva, no para la aventura personalizada.
Para recuperar la democracia deberá regresarse a la política. Lo cual supone, entre otras cosas, que la oposición finalmente decida reinstitucionalizarse, pues fue desmantelada. Basta señalar que este bloque ha sido dirigido por apellidos, no por partidos. De hecho, cuando se habla de Voluntad Popular se piensa en López, no en un partido; tampoco se piensa en algún ideario o en algún estatuto. No se piensa en una dirección nacional; ni siquiera se piensa en una maquinaria. Igual ocurre con VV, ABV, AP o UNT. Lo más parecido a un partido fue el PJ de J. Borges. Sin embargo, sus procesos fueron ajustados para emular a sus pares; mientras que en el caso de AD cualquiera sabe que el partido creado por R. Betancourt fue reconvertido en la tienda personal de H. Ramos.
La oposición fue privatizada; por eso, sus dirigentes abandonaron la política mientras que sus partidos fueron sustituidos por ocurrencias e iniciativas personales. El saldo de ese proceso se encuentra desnudo a la vista de todos: las mayorías que aspiran vivir en democracia no tienen partidos, organizaciones ni instituciones para operar políticamente.
Esa multitud democrática ahora se encuentra sin dirección y sin proyecto; tampoco tiene diputados, gobernadores ni presencia en el CNE, ni influencia en el TSJ, ni en la FANB. Tan solo tiene algunos alcaldes que se cuentan con los dedos de una mano. En esas condiciones, prometer nuevas victorias políticas es sencillamente estupidez o sadismo.
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Por supuesto, el abandono de la política y la desinstitucionalización de la oposición no fue producto del azar; tampoco fue una disrupción derivada de la inevitable evolución de la democracia puntofijista. Al contrario, cuando se revisa la historia reciente del país se confirma que la antipolítica y, su consecuencia más inmediata, el desmantelamiento de los partidos, fue un proyecto escrupulosamente planificado y ejecutado por varias élites. En particular, por aquellas que en su momento le tendieron una alfombra de hilos de oro a Chávez; aquellas que años antes habían disparado a quemarropa contra la democracia cuando negociaron la salida de CAP. Aquellas que desde principios del siglo XXI trasladaron a sus despachos la mesa de decisión de la oposición.
De modo que para recuperar la democracia debería acordarse la salida de esas élites de la política. A lo mejor tendría que enseñárseles que la autorregulación sería su mejor contribución a la causa de la democracia; pues su labor no es imponer o vetar dirigentes, trazar lineamientos políticos y, menos, socavar los acuerdos que pudieran motorizar una vuelta a la normalidad.
Recuperar la democracia venezolana es un proyecto factible. Sin embargo, para logarlo se necesita debatir con responsabilidad y abordar una agenda de temas que han sido disfrazados. Por cierto, una decisión impostergable sería establecer los límites entre política y periodismo. Lo razonable sería concertar con los dueños de los medios que su trabajo no es sustituir a los políticos, sino informar para corregir abusos y errores de las instituciones que posibilitan la democracia. Después de todo, el reiterado fracaso opositor ha probado que mientras se promueva la confusión para sustituir una visión por otra, un razonamiento, unas prácticas, unos modos y unos mensajes por otros, seguirán reduciéndose las opciones para la democracia venezolana.