Réquiem, por Gisela Ortega
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Vivimos en un mundo que se viene abajo –cadente y decadente, en que todo se tambalea y oscila, se trasmute y huye, se transforma y cambia-propicio para pensar en ese constante morir que es hoy la vida de nuestro mundo, nos hemos quedado solos sobre la tierra con tiempos ya idos. El pasado es nuestro haber y el único arsenal que nos provee de medios para modelar nuestro porvenir, no sin motivos hacemos memoria y lo recordamos.
En español, la palabra muerte, se utiliza en el registro coloquial para expresar ideas tanto negativas como sería lógico, como positivas. La muerte es la culminación de la vida de un organismo.
Ha muerto la paz como forma estable, acaso definitiva, de convivencia entre los seres. Ha muerto la tranquilidad: se vive ahora de sobresaltos y en expectativa.
El Derecho ha muerto al no ser respetada su esencial inexorabilidad; al volverlo inestable y mudadizo; al crearse nuevos derechos con el solo fin de arrebatar los que se tenían; al arrancar al hombre de debajo de los pies la tierra firme que antes se afianzaba. Ha muerto la justicia, porque ya no se administra. Han muerto los deberes y las obligaciones.
Los valores han muerto, las convicciones profundas, las pautas y las normas tradicionales. Han muerto las creencias y se siente profundo desprecio por todo, o casi todo, lo que se creía ayer; ya no creemos ni en los prestidigitadores, ni en los adivinos. Se vive de ficciones, de engaños y mentiras, porque ha muerto la verdad al dejar de ser absoluta e invariable y al considerar como sus únicos poseedores a seres corruptibles e inconsistentes.
Ha muerto la fe en las instituciones vigentes. Ha muerto la confianza. Han muerto también los ideales y la alegría. La muerte de ilusiones nos anega, se respira fatalismo y derrotismo. Está muriendo la combatividad. Agoniza la esperanza.
La libertad ha muerto, facultad natural del hombre que le permite obrar de una manera u otra, según su propio albedrio y razón, para dar paso al libertinaje, desenfreno, indisciplina y el atrevimiento.
La generosidad genuina, al morir, ha sido sustituida por una caridad publicitaria y una conciencia social impuesta. Ha muerto la sinceridad y nos rodea la falsedad, la hipocresía y la falacia. Está muriendo la honestidad. Se mata el tiempo, sin darnos cuenta de que las horas de la vida son muy pocas y de que cada una es insustituible.
Al matar prestigios, vivimos de desprestigios y con desprestigiados. Han muerto, los usos, los buenos modales, la educación, la ética, la moral, la dignidad, la decencia y la cortesía para dar paso a la vulgaridad y ordinariez.
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La discreción ha muerto y el sentido de lo grotesco y del ridículo, para dar paso al descaro, a la impudicia y al cinismo más desvergonzado. La solidaridad murió, para el aprovechamiento egoísta de todo lo que se pueda hacer sin miramiento alguno.
Murió la lealtad: vivimos rodeados de personas desleales que dicen lo que a otros les conviene, para estar siempre en la buena con los demás.
Ha muerto lo estable, que es el verdadero sentido del mundo. Ha muerto la educación. Ha muerto el lenguaje, tenemos una pobreza de vocabulario: el hablar en broma, el del chiste como escape para dañar con el ridículo y vengarse en una risa, en tono irónico y sutil.
Lo normal es que a la figura del mundo vigente para una generación, acontezca una poco distinta; que al sistema de convicciones de ayer suceda otro –hoy– con continuidad, sin saltos. Pero cuando la armazón principal de ese sistema se destruye y desaparecen sus creencias, nos quedamos sin mundo.
Por eso: porque se está muriendo nuestro mundo, ante ese inmenso osario de muertos y de muertes, nos queda tan solo a nosotros, los sobrevivientes, entonar un “réquiem”.
Wolfgang Amadeus Mozart -1756-1791, escribió su Réquiem, el italiano, Giuseppe Verdi, -1813-1901, el suyo. ¿Por qué no nuestra dirigencia política?
Gisela Ortega es periodista.
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