Respeta al prójimo como a ti mismo, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
“Amar al prójimo como a ti mismo”. Para muchos, uno de los mandamientos más difíciles de cumplir. Pero a la vez, uno de los dos que, según Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVl, da sentido y forma a los ocho restantes. Con “amar a Dios por sobre todas las cosas” y con “amar al prójimo como a ti mismo”, bastaría, nos dice. Los demás, asegura el anciano teólogo, son un derivado de los dos primeros.
Evidentemente, Ratzinger toma como referencia la versión de Mateo: “Maestro, ¿cuál es el principal mandamiento de la Ley? Él le respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los profetas (Mt 22:37, 39).
“Amar a Dios por sobre todas las cosas” está fuera de discusión en una persona religiosa. “Amar al prójimo como a ti mismo” ofrece en cambio algunas dificultades, aún a los más creyentes.
Esas dificultades son tres (1) amar (2) el prójimo y (3) el ti mismo. Quizás sea necesario pensar a cada uno de ellos por separado (deconstruir diría Derrida) a fin de entender el sentido de la unidad constitutiva de la frase testamentaria.
Amar
De hecho, la mayoría de los seres humanos aman a una o a varias personas. Pueden ser los hijos, los hermanos, los amigos, los cónyuges, los amantes; es decir, personas próximas, o lo que es igual, prójimas. Podríamos afirmar entonces que las personas a las que amamos son próximas. Una proximidad que no se da solo en la cercanía geométrica, sino también en la emocional. No hay amor sin proximidad, aunque sin embargo, hay proximidad sin amor. Mi vecino, por ejemplo, está muy próximo pero no por eso —Dios me libre— lo voy a amar. Para una persona religiosa, en cambio, el mandamiento debería incluir al vecino, aunque este sea más malo que una taza de café con sal.
Pero ¿cómo se puede mandar a amar? Esa es la pregunta. Un teólogo me respondería: porque todos somos hijos de Dios, luego todos somos hermanos. Sí, claro, sería mi respuesta: pero no por eso los voy a amar, aunque me manden hacerlo. Y al parecer, aquí está el problema: en el uso del verbo amar.
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Amar, evidentemente, no significa hoy lo mismo que significaba en tiempos testamentarios. Hoy, para decirlo en una frase, entendemos al amor como un sentimiento inapelable: tú amas a alguien o no lo amas. Nadie, ni el mismo cielo, te puede ordenar amar si tu no sientes amor. Pero sí te pueden ordenar respetar al prójimo, aún sin amarlo. El respeto es una norma y como tal no viene del sentimiento, tampoco de la moral pura sino de la razón práctica: un medio inventado por los humanos para mejor vivir unidos.
Respeto
Es una de las claves de Richard Sennett en su libro Respect (El Respeto). Efectivamente, de acuerdo a Sennett, respetar es un mandamiento ético, moral y social. Respeto significa aceptar al prójimo como lo que es, un ser humano, hecho que obliga a tratarlo con la consideración que merece un humano por el solo hecho de serlo.
Sin respeto, no habría sociedad. Y sin sociedad tampoco habría política (al revés también es cierto: sin política no habría sociedad).
Si se quiere, el respeto es un instinto social, pues a diferencias de los otros animales que vienen al mundo con todos sus instintos instalados, nosotros estamos obligados a generarlos.
Sin respeto hay falta de respeto. De tal modo que si faltas el respeto, lo más probable es que te lo falten a ti. Respeto, por lo mismo, incluye el respeto a la ley y a la constitución. Por cierto, hay personas a las que es difícil respetar, sobre todo cuando estas te faltan el respeto. Entonces, hay que hacerse respetar y, para hacerse respetar, tenemos en determinadas ocasiones que faltar el respeto (no todos somos santos y el que escribe estas líneas no le va a poner a nadie la otra mejilla, se lo aseguro). No obstante, con las excepciones que amerita cada regla, si el segundo mandamiento estableciera: hay que respetar al prójimo como a ti mismo, no sería difícil de cumplir. El único problema es: ¿quién es el prójimo?
Prójimo
Hay dos posibilidades de entender el concepto “prójimo”. La primera ya está dicha: son las personas, por alguna razón, próximas. La segunda —y este parece ser el sentido mosaico del mandamiento— el “próximo” incluiría a todo el género humano, incluyendo a mi vecino. Amarlos es imposible. Respetarlos, por el hecho de ser humanos, es en cambio una posibilidad. Pero, como toda posibilidad, esta solo se convierte en realidad cuando es realizable.
Si un tibetano apareciera en el espacio de mis proximidades, lo respetaría como a un próximo. E incluso, lo respetaría como a mí mismo. De tal modo que en sentido cívico (no en uno religioso) “respetar al prójimo como a ti mismo” implica un previo conocimiento del prójimo. Y es evidente: si no conozco a ningún tibetano no puedo andar por el mundo predicando respeto a los tibetanos.
El respeto es, como muchos otros, un concepto relacionable. Para ejercer mi respeto el sujeto del respeto debe estar situado en una relación determinada conmigo, sea personal, histórica, política, o muchas más. Solo así puedo respetarlo no solo teórica sino fácticamente, como a mí mismo.
Como a mí mismo.
Como a mí mismo. Ese “mí” es decisivo. Por una parte, el respeto ejercido me convierte en sujeto del respeto, lo que a su vez supone aceptar al objeto de mi respeto como a otro sujeto. Por otra parte, ese mí da la medida al respeto. Ni más ni menos que a mí: yo.
Para los seres que no se odian a sí mismos —hay algunos— ni para los que se creen los reyes del mambo, esa no sería una medida adecuada. Pero si suponemos que el yo normal no es el del narcisista que se ama a sí, ni tampoco el despersonalizado que ama a todos menos a sí, ese “sí mismo” es una buena medida.
Los despersonalizados suelen ser incluso más peligrosos que los narcisistas. “Hay quienes son capaces de abrazar al mundo pero no a un ser humano”, dijo ese enemigo íntimo de Freud que era Alfred Adler. Otro sabio judío, Martin Buber, afirmó: “Quien ama a un ser humano sin amar a Dios, ama de modo incompleto, pero quien ama a Dios sin amar a un ser humano, está loco”. Efectivamente, en nombre del amor a la humanidad han sido cometido crímenes colectivos, tantos que el católico jurista Carl Schmitt no pudo evitar decir que para él “humanidad es bestialidad”.
El sí mismo no existiría sin los otros “mismos”. El sí mismo no es sino el reflejo de muchísimos sí mismos en uno (no hay yo sin tú: Buber). Dejando ahora la palabra amor al lado para sustituirla por la menos religiosa de respeto, podríamos afirmar que sin respeto a los demás es imposible respetarse a sí mismo, de igual modo que quien no se respeta difícilmente puede respetar a los demás. El respeto es un negocio recíproco. Por eso hablamos de relacionalidad. Eso significa que el respeto no solo hay que sentirlo, como el amor, sino —esto es muy importante— hay que demostrarlo. ¿Cómo se demuestra? La respuesta es simple: ejerciéndolo.
A esa conclusión llegué a partir de dos experiencias recientes. Releyendo la hermosa novela de Nicos Kasantzakis, Cristo de nuevo crucificado (traducido en otras ediciones como El que debe morir) topé con una escena muy significativa. En los tiempos en que los griegos vivían bajo la dominación turca, algunas aldeas griegas lograban “acomodarse” a la ocupación extranjera, recibiendo a cambio una cierta autonomía en los planos de la economía y de la religión. A una de esas aldeas, llamada Likovrisi, llegó un día un contingente de familias griegas que emigraban desde otra aldea, saqueada por la soldadesca turca. El guía de los emigrados, un pope, pidió hablar con el pope de la próspera Likovrisi. Después de un áspero diálogo, el último negó la entrada de los griegos fugitivos a la aldea, quienes se vieron obligados a buscar refugio en las cuevas de una rocosa y prehistórica montaña. Un grupo de aldeanos de Likovrisi, sin embargo, sintió piedad por los fugitivos y los proveyeron de alimentos y otros víveres.
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¿Qué nos dice esta historia? El pope de la aldea próspera, Grigoris, decía sentir respeto por los perseguidos (al fin y al cabo eran griegos y cristianos). Pero llegado el momento, no hizo ejercicio de su respeto. ¿De qué sirve entonces un respeto si no es ejercitado, en este caso mediante actos de solidaridad? No pude menos que pensar en que ese pope griego era un precursor de la doctrina Trump.
El comportamiento del presidente norteamericano con los emigrantes de América Central no ha sido diferente. Para el pope, como para Trump, su aldea estaba primero: Likovrisi first
Durante los días en que leía la novela de Kasatntzakis, tuvo lugar un acontecimiento muy parecido, aunque quizás más trágico. El presidente Iván Duque de Colombia —al igual que su colega Bolsonaro de Brasil, es seguidor de Trump— declaró que de la vacuna anticovid-19 serían excluidos los venezolanos emigrados que no tuvieran sus papeles en orden.
De modo similar al pope Grigoris, Duque dice respetar los derechos humanos y a los venezolanos que huyen de la catástrofe alimentaria que azota a Venezuela. Pero a la hora de ejercitar su respeto mediante un acto de solidaridad, eligió marginar de la vacuna a los pobres emigrantes venezolanos, condenando a muchos de ellos a morir.
De este modo Duque demostraba que hay seres humanos que, al no practicar la solidaridad más primaria, la solidaridad de especie, se ponen por debajo de otros animales.
Peor todavía, al no ejercer su respeto en la forma de solidaridad con los venezolanos “irregulares” demostró no solo no sentir respeto por ellos, sino también por su propio país.
¡Qué enanos se ven el pope Grigoris, Trump y Duque si los comparamos con Angela Merkel! Durante el periodo de más alta intensidad de la crisis migratoria, cuando desde su propio partido se elevaban voces para cercar los límites con alambres infranqueables, pronunció ella una de sus frases que pasará a la historia: “Nosotros lo lograremos”. Con esas palabras la canciller demostró no solo sentir respeto por los prójimos sino también lo ejerció a través de su solidaridad.
Solidaridad
Estamos llegando al fin del pandémico 2020: annus horribilis. Al volver la mirada, podría llegarse a la conclusión de que no hay mucho positivo que recordar. No obstante, dos acontecimientos nos han devuelto la confianza en el ser humano. Uno tuvo lugar en la Bielorrusia de Lukashenko donde millares de personas ejercieron su derecho a voto sabiendo de antemano que, como ya es costumbre, sus votos iban a ser robados. Pero esta vez, a diferencia de episodios anteriores, no se resignaron. Salieron a la calle a defender el derecho a elegir a sus representantes.
Los líderes, casi todas mujeres, saben que sus chances son mínimas. Pero enfrentando a un tirano mercenario del imperio ruso, exponiendo sus propios cuerpos por una salida imposible, han ganado el respeto de todo el mundo democrático. Desde el punto de vista político son, aunque estén geográficamente muy lejos, nuestros prójimos. Si ese respeto se transformará en solidaridad, está todavía por verse.
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Por muchas razones, algunos gobiernos europeos no quieren arriesgar conflictos con Putin. Otros, sin embargo, han sido más explícitos haciendo público su franco apoyo a los manifestantes bielorrusos.
El otro acontecimiento ocurrió a fines de noviembre, en un país muy distante: Cuba. Allí, grupos de artistas e intelectuales, atrincherados en la Habana Vieja, en el barrio de San Francisco, han desafiado a un régimen armado hasta los dientes. Ellos protestan por el ejercicio del derecho más elemental del ser humano: el derecho a la libre expresión.
Al igual que los de Bielorrusia, los manifestantes de Cuba saben que sus demandas no van a ser recogidas por un sistema blindado en contra de todo lo que sea expresión de libertad. Justamente, por eso mismo la protesta ha tomado formas políticas. El recién formado movimiento 27-N es un foco ciudadano en torno al cual se articulan diversas demandas incumplidas. Probablemente le sucederán otras iniciativas civiles. Como sea, esos valientes cubanos ya se han ganado el respeto mundial. Merecen toda nuestra solidaridad.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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