Respiro latinoamericano, por Fernando Rodríguez
La verdad es que ya casi nadie importante viene por aquí. Tampoco los simples turistas con sus caras enrojecidas, sus shorts y sus camisas vistosas. Ni por la tv pasan los cantantes de moda o las estrellas de dramáticos. Ni hay grandes exposiciones con grandes nombres como otrora. Pero no es tan genérico lo que quiero referir. Se trata de nuestro vecindario latinoamericano, de la dosis de aislamiento cultural que hemos vivido en casi todas sus manifestaciones culturales.
Y no me refiero sólo ahora en que la palabra cultura hace que los jerarcas del régimen saquen sus pistolas, y que si han masacrado la propia en lo que han podido, no van a traer las ajenas. Me refiero a algo más permanente y diverso, hoy multiplicado.
Por ejemplo, nunca hemos visto cine latinoamericano, a pesar de que se hace y no pocas veces notable y capaz de llegar a públicos amplios, si el problema fuese la rentabilidad. Si no se lo explica, al menos pregúnteselo y al menos inquiétese.
Fíjese, uno pensaba que este gobierno sedicente antiimperialista, iba a llenar el país de películas de nuestro continente, del sur entrañable, y mire que hoy se hace cine más abundante y de mayor calidad que nunca. No, todo lo contrario, estamos viendo más cine gringo, por toneladas, más de 90%. Y paremos que no andamos por ahí.
Se trata de artes plásticas. Aquí la cosa es menor. Cuando éramos país vimos mucho, y hasta mucho dejamos en nuestros museos, hoy embalsamados. Ahora su ausencia es parte del aislamiento a que aludimos. Por eso me parece siempre inevitable la pequeña y bella galería de la CAF en Altamira. Para mí es una joya ciudadana, siempre reluciente, con hermosos catálogos, con exposiciones muy inteligentes y, allí vamos, con autores latinoamericanos que contactamos en este desierto espiritual que habitamos, presencia supongo acorde con la naturaleza de esa institución financiera.
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Ahora hay dos de ellos, junto a un venezolano, los tres extraordinarios. Los tres figurativos, ajenos al realismo plano, surrealistas en el sentido amplio (esa mezcla de imaginación, absurdo y libertarismo que ha poblado y poblará estos tiempos), lo cual me satisface, un poco indigesto de abstraccionismo geométrico y en especial cinético. Cuestión de gustos y de colores. Hay que ir a verlos, los tres, unos más viejos que otros, veinte años intermedios, cosa que no se nota, porque como se sabe en el mundo del arte el tiempo obra diferente.
El mayor es el colombiano Antonio Samudio (1935) que consigue un manejo del color y el espacio muy peculiar, muy domeñados, planos y serenos, “pastel”, muy parecidos al mundo del gran Morandi y en los cuales desarrolla una simbología queda y misteriosa, a veces de un erotismo recatado y por ende más erótico, en otras de un irresoluble significado de dedos cortados o alusiones políticas herméticas, por ejemplo. Pero todo ello con un decoro y una meticulosidad irreprochables.
Por el contrario Ignacio Iturria (1949), uruguayo, hace un surrealismo travieso que me gusta porque a diferencia de tanto epígono continental que repite los grandes esquemas de Escuela, este en su desorden y maltrato del hacer, en cierto tono que lo emparenta con el arte popular, le da un latinoamericanismo que uno no encuentra en otros cultores de la sinrazón, a su desmesura imaginación plástica, llena de vivacidad y humor.
Y, por último, el joven venezolano Carlos Anzola (1970) en un planteamiento en que priva lo objetual muy reelaborado parece buscar la fascinación de lo cotidiano, o lo que se va con la moda, por la violencia del progreso o su contrario, la barbarie. Todo mezclado. Un conjunto de maletas anticuadas alineadas y atadas hacen un curioso ready-made en tiempos de migraciones, o bellas imágenes de la universidad central metidas en nichos donde llueve pictóricamente algo podrían sugerir de su hundimiento criminal, la composición muy amplia se llama Palo de agua.
Pues son tres artistas de verdad. Tres indagaciones que ni se separan de la vida ni renuncian a volar. Que traducen lo cotidiano a la esfera de lo insólito con un certero desparpajo. Bretón y Duchamp que caminan por la América latina.